Habitaciones Cerradas (10 page)

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Authors: Care Santos

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En el espectáculo diario de la buena sociedad, que en esos años se había trasladado de la calle Riera Alta al nuevo Paseo de Gracia, fueron también protagonistas de brillo insuperable, aunque fugaces. Ante las solteras de la familia —con la excepción de Tatín— los jóvenes pretendientes se erizaban de inquietud sólo de pensar que aquellas bellas señoritas de bucles dorados y piel de porcelana tenían en sus venas sangre de la déspota doña Silvia, de quien tanto y con tanto horror habían oído hablar a sus padres. Un poco
in extremis,
tratando de evitar el escándalo al que la vida disoluta podía arrastrarlas, las cuatro hermanas menores —las nacidas en el triste periodo poscolonial— se casaron jóvenes, y al tiempo que acabaron con falsos rumores y habladurías envenenadas concedieron una merecida libertad a quienes con más amor que cabeza habían cuidado de ellas en los últimos tiempos.

Hay que puntualizar, sin embargo, que Amadeo no conoció a Teresa en uno de los paseos de la sociedad de buen tono, ni tampoco en una de las fiestas que tan rentables resultaron a la familia. Amadeo Lax detestaba las diversiones ruidosas y tenía a gala no haber bailado jamás. Conoció a la joven mucho antes, en su propia casa, en lo que todos consideraron el canto del cisne de la madrastra, por lo menos en lo que a gastos se refería. Amadeo fue el primer sorprendido cuando a principios de 1919 recibió el encargo de retratar a todos los miembros de la familia Brusés. La temida generala ya tenía digerido el dispendio que suponía contratar a un retratista, y fiel a su eslogan «cuando lo hagas, hazlo bien» llamó al más solicitado de la ciudad, aunque la misma fidelidad a sí misma la llevó también a regatear el precio hasta el final.

Doña Matilde fue la primera en posar, rubicunda y blanquecina como un rape, adornada con las joyas que solía lucir las noches de estreno en el Liceo. Fue terminar el retrato y comenzar a morir, como un Dorian Gray virginal y apostólico. Luego los hermanos, de mayor a menor. Los varones posaron de chaqué. Tatín, con un traje oscuro que parecía un luto. Luisa, Maria y Silvita, de largo. A la última hubo que prestarle una falda azul marino de una hermana con la que apareció disfrazada de la jovencita que aún no era.

Teresa tenía once años, pero aparentaba menos. Lax le hizo un retrato enseñando las rodillas, vestida de corto. El posado duró cuatro días. Durante ese tiempo, Teresa observó al pintor tanto como él a ella. Le fascinaron su elegancia, su aire taciturno y su edad inalcanzable (Lax rozaba entonces la treintena), creyó ver un secreto escondido en el fondo de sus ojos y se prometió a sí misma no parar hasta descubrirlo.

Cuando Amadeo Lax se marchó de la casa de los Brusés dejó terminado el primero de los treinta y siete retratos de Teresa y a la joven modelo enferma de amor por él.

La niña Teresa Brusés, 1919

Oleo sobre lienzo, 180 x 70

Barcelona, MNAC, Colección Amadeo Lax

Pertenece este retrato a la primera etapa de Lax como retratista de la alta sociedad barcelonesa. Fue encargado por la madrastra y tía de la modelo y se cree que fue durante este posado cuando el artista conoció a la que nueve años más tarde convertiría en su esposa. Es también, por tanto, el primero de la serie de treinta y siete retratos de Teresa Brusés que Lax ejecutaría a lo largo de su vida.

Destaca la luminosa paleta de colores —el azul del traje de Teresa o los ocres del rubio del pelo— combinada con la expresividad del rostro, en el que el artista captó la psicología de una joven inquieta y dulce, pero también muy interesada por la lectura y el estudio. La importancia que para la benjamina de los hermanos Brusés tenían estas actividades queda aquí reflejada en el libro que sostiene en su regazo. No sería ésta la única ocasión en que Lax plasmaría el gusto por la lectura de Teresa en uno de sus lienzos. La flor del pelo simboliza la feminidad y el gato que duerme sobre su regazo el mundo infantil que la modelo aún no había abandonado del todo. Suele resaltarse que tanto los libros como los gatos acompañan con frecuencia a la musa principal del pintor en sus posados. Con los años, además, experimentarían cierta evolución que ha sido algunas veces objeto de estudio.

Amadeo Lax retratista. (Catálogo de la Exposición)

Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid, 2002

VI

Un buen oído podría apreciar cómo crujen las telas de arpillera que el restaurador ha pegado con cola al retrato ausente de Teresa. Secan despacio, ajenas a su papel en este asunto pero acordes con el entorno. Después de todo, el tiempo nunca tuvo prisa en el patio de la casa de los Lax.

Las obras de la mansión, el sueño realizado del señor Rodolfo, duraron cerca de siete años, el último de los cuales estuvo [jara la familia marcado por la amenaza constante del traslado. Quienes habían visto la nueva casa contaban de ella maravillas. Eutimia, que había estado allí dos veces, explicó a los demás criados que más que una casa parecía un palacio, con sus cuatro plantas, sus ventanales abiertos a la calle y su zona noble muy bien ornamentada, a la que no faltaba ni un detalle. Por no hablar de la escalera, cuya exuberancia le hacía poner los ojos en blanco y la dejaba sin palabras, hasta el extremo que se llevaba las manos al pecho y tocaba el medallón con el bigote del marido cada vez que el recuerdo de los marmóreos pámpanos y racimos de uvas parecían dejarla sin aire.

La zona de servicio, seguía relatando Eutimia, estaba repartida entre la planta baja y el sótano, donde se había puesto cuidado en que ninguna habitación fuera muy estrecha y que todas —«to-das», remarcaba— dispusieran de un ventanuco de ventilación por el que —en las que daban a la calle— podían espiarse los pies de los transeúntes. Había dos cocinas, las dos alejadas del comedor, para evitar que los olores molestaran arriba, pero aireadas, espaciosas y provistas de un moderno montacargas. Tenían un hogar tan amplio que dentro cabían dos bancos para seis personas cada uno, una cocina moderna de hierro fundido con un montón de compartimentos (todos esmaltados que daba gusto verlos) y dos neveras de madera grandísimas. El hornillo de la planchadora estaba en un cuarto aparte, sólo para ella. Y para el final dejaba lo mejor: había en la casa tres cuartos de baño independientes, uno de ellos abajo, junto a la cocina, con bañera de cinc y ducha de pared. «Y es para nosotros», aclaraba, por si alguno no lo había entendido.

Lo que no había en las estancias destinadas a los criados era una auténtica novedad que todos deseaban ver cuanto antes: la luz eléctrica autogenerada. En la casa vieja aún iban tirando con luces de gas y quinqués de petróleo, así que pocos podían imaginar cómo sería aquello de que al pellizcar con dos dedos un bulto de la pared se produjera una claridad como surgida de otro mundo.

La electricidad hacía recelar a muchos, y se contaban historias espantosas, como que en Italia la gente que pisaba las vías del tranvía se moría en el acto. Había quien se negaba a pasar bajo una lámpara encendida o —peor aún— quien ni siquiera entraba en una estancia conquistada por la luz eléctrica. Por eso la propia doña Maria del Roser se encargó de mostrar a todos los pormenores del invento durante el primer anochecer en la nueva casa. El servicio, congregado para la ocasión, pronunció un «ooooohh» de éxtasis. Todos menos Juanita, la cocinera, a quien la modernidad ponía de un humor de perros.

—¡Caprichos de ricos! —refunfuñaba—. ¡Si Nuestro Señor extiende la noche sobre el mundo, a qué venimos nosotros a encenderle luminarias!

Todo en la antigua residencia adquirió antes de la mudanza un aire de provisionalidad en el que nada encontraba acomodo. Ni siquiera la limpieza era la de siempre, contagiado el servicio de ese espíritu resolutivo de la señora de la casa, que era de la opinión, mil veces repetida, de que no debía perderse un minuto en limpiar lo que de todos modos iba a tirarse.

No se trataba de una metáfora: los políticos municipales, entre los cuales la opinión del señor Rodolfo era tenida muy en cuenta, habían decidido abrir una gran avenida allí donde antes sólo existía un laberinto de calles estrechas y oscuras, jalonadas de viejos palacios y venerables iglesias. A falta de algo mejor, la habían bautizado con el poco inspirado nombre de «Gran Vía A». La obra, de proporciones faraónicas, incluía una avenida rectilínea entre el mar y la plaza Urquinaona, atravesada perpendicularmente por dos grandes arterias. La primera de ellas surgiría de ensanchar la existente calle Princesa. La segunda, a la que de momento llamaban sólo «C», conduciría hasta la catedral. Y eso sin contar las muchas calles menos principales, todas de nueva construcción, que harían de esa parte una ciudad diferente. La casa de los Lax quedaba, precisamente, al lado derecho de la nueva avenida, más o menos en el emplazamiento de la «Vía C», allá donde hoy sólo hay tráfico y bocinazos. Su demolición no dio lugar a otros edificios, sino a un holgado paseo hacia la catedral que partió el barrio en una cuadrícula extraña. Las expropiaciones afectaron a dos mil casas y generaron una oleada de protestas. Pero nada de eso detuvo a los responsables.

Rodolfo Lax lo encontraba todo muy lógico.

—La gente no es amiga de avanzar —decía—. Si todos los innovadores del mundo hubieran atendido las protestas de sus conciudadanos, aún pintaríamos bisontes en las paredes de las cuevas.

A él, en cambio, los cambios le generaban un cosquilleo de gusto en el estómago. Se emocionaba al hablar de la velocidad con que las excavadoras acabarían con «aquel laberinto de piedras insalubres». Colaboró a apaciguar los ánimos más contrarios apoyando el traslado piedra a piedra de algún palacio medieval y más de un convento, aunque de puertas adentro se le oyera decir:

—¡Ay, cómo se encabritan algunas madres abadesas cuando les tocan los claustros!

Rodolfo Lax Frey era un hombre de voz altisonante, carcajada fácil y mejillas coloradas como cangrejos. Era de esos hombres que con chaqué y sombrero de copa parecían siempre disfrazados, como si su cuerpo hubiera sido concebido para vestir la faja y la camisa amplia de los agricultores y como si sus pies, hechos al andar libre de las alpargatas, no lograran acostumbrarse a los rígidos zapatos de piel. Era el único hijo de una rica familia de comerciantes de Vic, poco afecto al negocio que le correspondía por herencia y por tradición, y tan ambicioso que cuando quedó huérfano con apenas veinticinco años decidió vender todas sus propiedades y marchar a Barcelona, donde tenía dos tías remotas y solteras que vivían atemorizadas en una casa demasiado grande que, a falta de herederos más directos, tarde o temprano sería para él. Rodolfo Lax, a qué decirlo, era un hombre de suerte. Se puso en camino, se presentó a las tías de buenas a primeras y les cayó en gracia al instante. Lo demás fue pura progresión ascendente.

En aquellos años previos a la Exposición Universal de 1888 la ciudad vivía una eclosión urbanística idónea para espíritus inquietos que desearan probar fortuna y jugarse los cuartos. Rodolfo en seguida se percató de que había muchos ricos, pero que la mayoría estaban un poco pochos. Para hacer prosperar la ciudad se requería con urgencia un relevo generacional y se empeñó a fondo en presentarse a sí mismo como la solución más a mano. Al mismo tiempo, estudió a conciencia los planes urbanísticos, calentó algunas sillas en fiestas de buen tono y se gastó hasta el último real en la compra de parcelas en el Paseo de Gracia, la calle Balmes y aún más arriba, donde por entonces sólo había tierras de cultivo. Impuso sus innovadoras ideas en reuniones influyentes, convenció a los expropiados de que su sacrificio era por la ciudad, frecuentó las barracas donde se ofrecía procaz diversión a los obreros hasta lograr que le vieran como uno de ellos, afinó su catalán para no pasar por campesino entre los más catalanistas, ensalzó la monarquía pero sólo porque era amiga de sus amigos, se hizo librepensador sin dejar de asistir todos los domingos a misa, se sumó a los huelguistas si con ello podía sacar tajada del gobierno de Madrid y frecuentó el hotel Palace madrileño cuando los ministros catalanes fueron mayoría en el gobierno. Su atolondrada simpatía, unida a su sinceridad y su evidente olfato para los negocios cayó tan bien entre esa clase tan sensible a las cuentas de beneficios derivadas del trato social que a los tres años de llegar a Barcelona ya era rico, gozaba de una merecida fama de visionario y la totalidad de sus nuevos amigos le pedían consejo cada vez que se disponían a invertir.

—¡ La Diagonal no está tan lejos como parece! ¡En unos años más será una arteria importante, aunque cueste creerlo! —afirmaba con vehemencia.

Quienes le hicieron caso vieron crecer con rapidez el dinero en sus arcas. Su generosidad al compartir vaticinios tan útiles le granjeó, en poco tiempo, un buen puñado de amigos agradecidos. E influyentes. Ya se sabe: el dinero a espuertas es el mejor abono de las relaciones sinceras. El clarividente recién llegado se convirtió así en uno de los artífices del nacimiento de una ciudad nueva, donde se confundían los sueños de los idealistas y los negocios de los pragmáticos. Y unos y otros le hacían caso, antes o después de invitarle a cenar.

Como don Rodolfo no era aficionado a perder el tiempo, decidió aprovechar aquellas veladas sociales para prometerse. En casa de un amigo de postín tuvo conocimiento de la existencia de una señorita de Mataró, de muy buena familia, quien i pesar de haber recibido una educación esmerada y de saber bordar, cocinar lo justo y determinar cuánta ceniza necesita una buena colada, tenía la cabeza a pájaros. Eso, por lo menos, consideraban sus consternados padres viendo la afición de su primogénita a participar en escandalosos mítines en extraños congresos llenos de excéntricos, cuando no de locos de atar, de los que siempre salía peleada con todas las fuerzas vivas.

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