Habitaciones Cerradas (9 page)

Read Habitaciones Cerradas Online

Authors: Care Santos

Tags: #det_crime

El silencio de Violeta evoca ahora al de Concha. La mirada de su abuela tiene algo de perturbador que ella no puede explicarse.

—¿Qué fue de los muebles? ¿Y de los libros? —pregunta de pronto.

—No quedaba casi nada de antes de la guerra. Sospecho que los originales no sobrevivieron a los saqueos. El resto, quién sabe, puede que estos lerdos los echaran a la basura sin mirarlos. Tal vez debí aguantar más, pero me cansé de advertirles del valor de algunas cosas. Ya sabes que con ellos todo cuesta un mundo. De los libros no sé nada. No recuerdo haber entrado en la biblioteca las veces que estuve aquí, todavía en vida de tu abuelo.

—¿Y lo de dejar el mural donde está fue idea suya?

—Debo reconocer que sí. Fue una ocurrencia de uno de los peritos. Dejar a Teresa presidiendo la futura sala de lectura. Pretendían mantener el fresco en el muro, pero me negué en redondo. Les dije que el único modo de evitar que las obras lo dañaran era retirarlo y colocarlo en otro soporte. Aún no sé cómo me hicieron caso. Debí de pillarlos en horas bajas.

—Por lo menos, la futura biblioteca conservará algo de la esencia de mi abuelo. Es lo menos que podían hacer.

Arcadio asiente despacio, parece cansado. La batalla institucional en la que ha invertido treinta y seis años ha terminado por erosionarle el ánimo. Hay que reconocer que Amadeo Lax no se equivocó al elegirlo. Otro hubiera tirado la toalla mucho antes.

—¿Conoces al restaurador? —quiere saber Violeta.

Como si estas palabras hubieran convocado a los ausentes, en ese instante aparecen en lo alto de la escalera el joven funcionario portando un hato de tela de arpillera y un par de cubos. El hombre que le sigue luce un mono blanco estampado de manchas multicolores y parece algo ceñudo. Saluda a Arcadio con familiaridad y estrecha la mano de Violeta. Luego se acerca al mural y evalúa los daños con detenimiento. De vez en cuando, emite un veredicto misterioso:

—Esta zona está un poco peor. —O mientras acaricia la pared—: Aquí parece más irregular.

Los demás le observan en el silencio de los humildes y de los ignorantes (a cada cual lo suyo).

Tras tan breve diagnóstico, el restaurador se pone manos a la obra sin perder tiempo. Los dos hombres le ayudan a traer el material y le asisten mientras saca de la bolsa todo lo necesario. Luego el hombre pregunta de dónde puede tomar agua para preparar la cola, y el funcionario mira a Arcadio en busca de una solución que, como tantas cosas, no ha previsto.

—Hay un pozo abajo, en la zona de servicio —explica Arcadio—. Dame el cubo, yo lo llenaré.

Ni Violeta ni Arcadio desean vigilar el trabajo de nadie. Le dejan preparando la cola y se excusan.

—Tengo cosas que hacer —dice Violeta.

El único que se queda es el joven funcionario, no se sabe si por obligación o por interés.

—Hoy dejaré la cola extendida —explica el restaurador—. En unos cuatro días, si la arpillera está seca, podremos retirarlo.

Violeta y Arcadio bajan la escalera. Hasta llegar a la puerta no le pregunta ella si el restaurador es bueno.

—De mi total confianza. No te preocupes.

—Me alegro —concluye—. No nos merecemos más chapuzas.

Il falso ricordo, 1962

Óleo sobre lienzo, 280 x 255

Museo Thyssen-Bornemisza, Colección permanente, Madrid

La primera incógnita que plantea esta obra deriva del título. El observador forzosamente se pregunta cuál es el falso recuerdo. ¿La modelo? ¿La abrupta sensualidad que desborda? ¿La juventud? Se desconoce quién posó para este retrato, ni qué relación tenía con su autor. Lo relevante de la obra es que en ella Lax abordó por primera y última vez su gran tabú: el desnudo femenino. Eso convierte este retrato en toda una rareza, que el artista tal vez pintara para sí mismo o para la mujer en cuestión. El segundo barón Thyssen se lo compró directamente al artista en el año 1972 con la pretensión de instalarlo en su residencia londinense. Allí permaneció hasta que en 1988 pasó a formar parte del fondo permanente de la sede madrileña del Museo Thyssen-Bornemisza, que perpetúa el nombre del coleccionista.

En la ejecución de la obra destaca el uso de la luz, que resalta la figura femenina, recordando a los desnudos idealizados de los románticos alemanes, y la fuerza de la expresión del rostro de la modelo, que configura la viva imagen del deseo sexual. Como curiosidad remarcable, el pintor sitúa a su procaz
ricordo
sobre el mismo sillón regio en que Velázquez retrató al papa Inocencio X (quizá quiso subrayar con este juego metapictórico el carácter del personaje o la intención de la mirada; tal vez pretendía rendir un homenaje al maestro del barroco español que tanto le había influenciado o acaso hacer una velada crítica al clero: sobre todo ello se ha especulado). Algún crítico contemporáneo ha señalado que el título alude, precisamente, a ese diálogo metapictórico, como si para el recuerdo creador del artista los retratos clásicos siempre fueran reinterpretables. No existe, como quiera que sea, una teoría unitaria, y Amadeo Lax, por desgracia, murió sin poner por escrito sus intenciones estéticas.

El museo Thyssen-Bornemisza en el bolsillo. Recorrido por las mejores obras de la colección privada de Heini Thyssen,

Ediciones del Museo, Madrid, 2002

V

Entre los mejores apellidos que salían de paseo todos los días por la ciudad en aquellos últimos años del siglo XIX, había uno que concentraba admiraciones y envidias: el de los señores de Brusés. Él, don Casimiro, era un rico comerciante de tejidos estampados que muy rara vez se dejaba ver en bagatelas de sociedad. Sus viajes constantes le ofrecían una perfecta excusa para mantenerse apartado del bullicio y cuando se quedaba en casa era tan grande el deseo de encerrarse que se apartaba de todos modos. Se comentaba que sólo en leer el periódico tardaba todos los días más de tres horas. Por supuesto, el periódico era
El Diario de Barcelona,
el que mejor comprendía las necesidades de los empresarios de la ciudad, que hacían de su lectura un ejercicio profesional minucioso.

Su señora, doña Silvia Bessa de Brusés, era una dama formal, muy de su casa, muy buena parroquiana, muy generosa en sus obras de caridad cuya vida transcurría tan de puertas adentro que por nada habría desaprovechado la única oportunidad decente de salir que le brindaban las costumbres del momento. Por eso era una habitual de los paseos. Su reputación era tan alta y sus salidas tan puntuales que al ver su carruaje no había caballero que no aflojara el paso para saludarla con reverencias, justo antes de preguntar por el esposo ausente.

Doña Silvia no debía de tener más de treinta años, pero era tan rígida en sus costumbres y tan severa en sus juicios que había envejecido antes de tiempo. Maltrataba al servicio, se acostaba siempre antes de las nueve y se ufanaba de llevar una vida de recogimiento y silencio que huía de cualquier frivolidad. Su única lectura era la Biblia y sus únicas compañías una tía solterona aún más amargada que ella y unos hijos a los que sólo dirigía la palabra para amonestarlos. Las malas lenguas decían que se le suicidaban las criadas y que una de sus cocineras, no pudiendo soportar más las humillaciones recibidas, metió la cabeza en una olla de escudella hirviendo. No faltaba quien, llegando aún más lejos, contaba entre sus víctimas a su santo esposo, un señor pequeño y bonachón como un bollito de leche, que antes de casarse con semejante inquisidora jamás se le había pasado por la cabeza abrir negocios en ultramar. Decían que no eran asuntos comerciales los que retenían al hombre tan lejos de casa, sino el pánico a tropezar a su regreso con los ojos de hielo de su mujer. Y añadían que en Cuba tenía don Casimiro todo un ejército de concubinas alegres y despechugadas que olían a café y a azúcar de caña y le concedían todos los caprichos que un hombre malcasado puede desear.

Con todo, era raro un regreso del marido del que no surgiera un nuevo descendiente, y esa infalibilidad y constancia de la pareja eran también admiradas por toda la ciudad. A fuerza de idas y venidas, antes de que se perdieran las colonias americanas los Brusés habían arrojado al mundo un total de cinco hijos, de los cuales sobrevivieron tres. Y ya perdida la guerra, establecidas nuevas plantaciones en otros países y enrolado el ambicioso señor en un negocio naviero con los Estados Unidos y en otro de lanas con Argentina, Brusés continuó volviendo una y otra vez y fecundando, puntual, a su legítima, que parió otros seis vástagos, dos de los cuales no alcanzaron el primer año de vida.

—La cara de vinagre se le pone a la pobrecita de tanto parir —decía Eutimia, convencida.

La última fue Teresa. Nació en un día regido por la desgracia: el 10 de mayo de 1907, curiosamente el mismo en que llegó al mundo el primogénito del joven rey de España, a quien llamaron con una retahíla de nombres horribles que concluía con el de Alfonso, que era también el de su padre. Teresa y el pequeño Borbón habían de tener en común el estigma trágico que marcó sus vidas. Más de un monárquico hubiera sabido apreciarlo, pero en casa de los Lax la monarquía no provocaba exaltaciones, salvo entre algunas criadas.

Las desgracias del primogénito de Alfonso XIII, Alfonso de Borbón y Battenberg, son de sobra conocidas: enfermo de hemofilia, pasó más de la mitad de su vida en cama, soportando horribles dolores o sometido a tratamientos que antes o después acababan siendo del dominio público. Las de Teresa, en cambio, ocurrieron con discreción. A los dos días de traerla al mundo, su madre murió de sobreparto. Don Casimiro se encontraba, como siempre, en sus plantaciones americanas y lúe avisado por carta por doña Matilde, la tía beata y amargada, a cuyo cargo habían quedado los niños. Para cuando el hombre pudo conocer las tristes nuevas y regresar a casa habían ya pasado más de seis meses y la tía estaba tan enseñoreada de las propiedades de su querida sobrina que el pobre millonario no halló resquicio por el que meterse. La casa olía a iglesia, los niños parecían monaguillos mustios, la tía se daba aires de santurrón de escayola y el servicio guardaba un voto de silencio imperturbable. Acostumbrado a la libertad con olor a ron y café y a los muslos de las mulatas de veinte años, don Casimiro no pudo soportar aquello ni una semana. La tía beata, muy conocedora de las debilidades del espíritu de su sobrino político, aprovechó para amenazarle con dejar la casa si su labor 110 encontraba compensación. Con tal de huir, el millonario, que siempre fue un blando, cedió a las amenazas de la codiciosa vieja y se casó con ella en una ceremonia que mantuvo en secreto por vergüenza. Terminado el papeleo, besó a sus hijos en orden cronológico y se embarcó en el vapor
Príncipe de Asturias
con rumbo a Argentina.

Debió haberse dado cuenta de que el nombre del navío era un mal augurio, aunque ninguno de sus mil novecientos pasajeros supo adivinarlo. Más de dos semanas después de dejar el puerto de Barcelona, cuando navegaba frente a las costas de Brasil, el trasatlántico golpeó un arrecife invisible y se hundió en menos de diez minutos. Eso dijeron, por lo menos, en versiones no del todo coincidentes, el centenar y medio de supervivientes. De modo que los siete hermanos Brusés, de edades comprendidas entre los seis meses y los dieciséis años quedaron huérfanos de padre y madre y librados a los cuidados de una madrastra de setenta y cinco otoños cumplidos.

El infierno de las pobres criaturas duró toda una década, que fue lo que tardó en morir la vieja. En esos diez años, la segunda señora Brusés tuvo tiempo de frustrar vocaciones, arruinar matrimonios, aguar ilusiones, desheredar a varios de sus hijastros y alejar de la casa a todo aquel que se opuso a sus planes. Como consecuencia, los hermanos quedaron repartidos en una diàspora sin vuelta atrás, después de conseguir la parte de la herencia de su padre que les correspondía. Ninguno continuó con el negocio familiar, que primero dejó de producir rentas sustanciosas y más tarde cayó en la ruina más absoluta. La tía Matilde abortó también aquella tradición, tan barcelonesa, del negocio fundado por el padre, agrandado por el hijo y arruinado por el nieto.

Con este interminable preámbulo no es de extrañar que los hermanos se vieran forzados a disimular la alegría que les produjo el traspaso de la madrastra. El párroco tuvo incluso que calmar sus urgencias por enterrarla, explicándoles que Dios necesitaba tomarse su tiempo para recibir en su seno tal y como merecía a una de sus hijas más cumplidoras.

Enterrada, por fin, la pía odiosa, siguió una temporada de disimulo inquieto. Las habladurías se dispararon cuando, sin respetar el duelo, los dos hermanos mayores contrajeron matrimonio con dos chicas de conocidas casas, se instalaron en su viejo hogar y comenzaron a organizar fiestas al mismo tiempo que se hacían cargo de la educación de los cuatro menores.

—Mal ejemplo para jóvenes honradas... —hablaban los lenguaraces.

Como suele ocurrir después de un invierno demasiado largo y frío, el despertar de la nueva estación familiar fue una explosión. Los hermanos, ansiosos de pasarlo bien, relajaron sus costumbres, cambiaron de modista, ampliaron el servicio, redecoraron todas las habitaciones, celebraron bailes, conciertos, actuaciones, aperitivos y tanto empeño pusieron en abolir las normas del antiguo régimen que por poco dejaron en ello la honra de las casaderas más jóvenes, entre ellas Teresa. El nombre de los Brusés despertaba tanta curiosidad como envidia. El Cadillac de la familia, conducido por un cochero de librea, se dejaba ver con frecuencia en la puerta de los restaurantes más selectos, como el Justin o el Maison Doreé. La tercera hermana, a quien todas llamaban Tatín —aunque en realidad la bautizaron como Maria Auxiliadora— frecuentaba tertulias de artistas, se vestía en París, era íntima amiga de Alfonso XIII y no manifestaba la más mínima intención de casarse. Su aportación a las fiestas familiares marcó un toque de distinción en la familia, ya que consiguió que Carlos Gardel, Igor Stravinsky y no sé cuántos artistas más actuaran en los repintados pabellones del jardín y que una audiencia de amigos muy escogidos, entre los que estaban el general Primo de Rivera y el mismo rey, les aplaudieran cobijados entre las hojas de los rododendros.

Other books

The Sanctuary Seeker by Bernard Knight
Class Four: Those Who Survive by Duncan P. Bradshaw
Stay Alive by Kernick, Simon
Tarzan of the Apes by Edgar Rice Burroughs
Twilight Eyes by Dean Koontz
The Lake House by Helen Phifer
Extensions by Myrna Dey