La casa de los Lax era en aquel momento el único edificio terminado de toda la calle, aunque había otros muy avanzados. Los obreros iban y venían a sus anchas por allí, descamisados y vocingleros. Los tres hermanos les miraban con espanto: demasiado rudos para sus costumbres de cachorros exclusivos.
En el interior la familia era esperada con nerviosismo. Cuando el coche pasó bajo el arco de la entrada de carruajes, la señora vio a todo el servicio formado en el patio, como una tropa lista para la revista. Sonrió con bondad, le pidió a Concha en un susurro que se hiciera cargo de los melones y de los niños y bajó, con la ayuda del cochero, a saludar uno por uno a sus fieles servidores.
—Bienvenidos seáis todos a la que también es vuestra casa —les dijo, antes de que la tropa se disolviera y cada cual volviera a sus tareas.
En el interior reinaba un aire de provisionalidad que todos se esforzaban en combatir. En las cocinas, Eutimia daba órdenes a un ejército de criadas afanadas en desembalar lozas, aluminios y cristales. Las alfombras se terminaban de clavar sin demora, se arreglaban en los ventanales los gruesos cortinajes dorados de damasco de seda, cada alzapaños encontraba su correspondiente abrazadera, algunas mesas se cubrían con tapetes de fantasía y no faltaba quien a la vista de tanta delicadeza se preguntara cómo se las iban a apañar aquel invierno para quitarse el frío de los huesos.
Y es que el frío era un enemigo a batir en aquellos tiempos dominados por los hornillos, los braseros y las «estufas Salamandra» de hierro colado. Contra él se desplegaba en los meses más desapacibles todo un arsenal de recursos, que no sólo pasaban por vestir la casa de riguroso invierno y proveerse de buena leña para la chimenea. Las camas estaban cubiertas por tal cantidad de mantas y tan pesadas que los niños se quejaban a veces de que no podían respirar. Se dormía con gorro, con camisón de lana y con medias. Si estando en la cama se deseaba asomar algo más que la cabeza se utilizaban prendas adecuadas, como manguitos o mañanitas. Una de las misiones más importantes de las camareras cada anochecer era llenar de brasas los calientacamas y dejarlos con cuidado entre las sábanas de los señores una media hora antes de que éstos sintieran deseos de acostarse. No había nada más desolador que un braserillo de pies cuyas brasas se habían apagado.
De día, se deambulaba por las habitaciones bien abrigado, y una de las máximas preocupaciones de Eutimia, a petición de la señora, era que a los miembros del servicio no les faltara ropa con la que cubrirse. En los días más fríos, el único recurso era refugiarse en uno de los pocos rincones caldeados de la casa. En esto se puede decir que los criados salían mejor parados que los señores, puesto que en la cocina siempre había un rescoldo vivo o una olla hirviendo a cuyo alrededor cobijarse. Ese lugar, junto al fuego del hogar, constituyó desde el primer día el punto de reunión favorito de los criados. Para el verano estaba la mesa con sus bancos larguísimos, que tanto servía para las multitudes como para las confidencias.
Para esos días gélidos que en Barcelona apenas superan la media docena todos los años, se había instalado en la biblioteca una estufa de hierro, marca Tortuga, que funcionaba con leña o carbón. La chimenea escultórica del salón principal era demasiado engorrosa y sólo se encendía los domingos y en algunas fiestas especiales, como Navidad. Lo mejor era refugiarse en la biblioteca. Y, si no, siempre estaban los braseros de siempre, aunque la señora sólo los aceptaba si no había otro remedio.
—Esos chismes son como los niños pequeños. Hay que estar pendiente de ellos todo el tiempo o terminan por provocar una desgracia.
Como la mudanza fue en un invierno inclemente, se puso cuidado en todos estos detalles. El ajuar de verano, con el que la casa se aliviaba de tanta severidad en cuanto comenzaba el buen tiempo, aguardaba su turno en los almacenes del sótano. Mucho más liviano, compuesto en casi su totalidad por estampados florales comprados en París estaba, como todo, por estrenar.
Se habían tomado muchas decisiones en los últimos meses. La más compleja de todas había sido, sin duda, dónde instalar otra de las novedades que incorporó la nueva residencia: el teléfono. Don Rodolfo creyó que uno de aquellos aparatos modernos sería útil a sus negocios. Mandó instalarlo en sus otras oficinas y en las fábricas, con las que tendría desde ahora una comunicación rápida y directa. Pero cuando llegó el momento de decidir la ubicación doméstica del aparato, lo tuvo claro:
—En mi gabinete no puede estar. Su sola presencia me impediría trabajar —afirmó, convencido.
—Pero si sólo vas a utilizarlo tú —rezongó la señora.
—Lo más apropiado sería ponerlo en la biblioteca —se defendió él.
—Ah, no, ¡ni hablar! No dejaré que tus cacharros modernos contaminen mis libros —replicó ella, firme, instantes antes de buscar un arreglo que no disgustara al marido—. No te preocupes más, ratoncito, ya he pensado una solución. Le pondremos una habitación para él solo.
Así fue como el teléfono tuvo en aquella casa un privilegio que le estaba negado a muchos de sus habitantes. Encargaron a un ebanista un revestimiento que diera un aspecto noble a los bajos de la escalera. Una alfombra hecha a medida, una mesita de estilo inglés y un par de sillones Luis XVI ampararon al aristocrático aparato, que medía más de medio metro y era de pared, solemne como un reloj y extraño como un pararrayos, rematado con auriculares de madera y cuero. Y para que ningún miembro de la casa salvo los señores tuvieran la tentación de utilizarlo y malgastar los treinta céntimos de peseta que costaba en 1899 una conversación de no más de treinta palabras, se puso una puerta a aquella celda y la llave se la quedó don Rodolfo en el mismo bolsillo del chaleco donde llevaba el reloj.
Durante los primeros tiempos, cada vez que alguien de confianza les visitaba, tanto don Rodolfo como doña Maria del Roser incluían una demostración del funcionamiento del teléfono en el itinerario de cortesía, que dejaba a todo el mundo muy impresionado.
—¿Y a los de Mataró se les oye bien desde aquí? —preguntaba alguna señora encopetada, señalando la rareza.
A veces, las visitas aplaudían de entusiasmo. Y es que en la nueva casa todo era muy moderno y muy caro.
Ya en aquellos días inaugurales, merecía mención aparte la escalera de mármol, uno de esos caprichos que a don Rodolfo le salían de dentro y para los que no hallaba justificación. Siempre fue lo bastante honesto para reconocer que la decoración había quedado algo abigarrada: todos aquellos racimos de uva, alternados con pámpanos y tallos retorcidos, formando volutas de mármol que llegaban hasta el suelo resultaban excesivos —¡y eso que el escultor se lo había advertido!—, máxime cuando uno de los pámpanos estaba justo a la altura del primer escalón y desde el primer momento se convirtió en un escollo insalvable para él. Desde ese día y hasta el último de su vida, no habría jornada en la que Rodolfo no tropezara con el ornamento de la baranda por lo menos una vez. Y lo mismo haría más tarde su hijo Amadeo, como si la escalera hubiera arrojado algún maleficio sobre el linaje de los Lax.
—¿Y si limamos el estorbo ese? —preguntó Maria del Roser, pragmática.
—¡Rorrita! ¡Una obra de arte! —exclamó, indignado, el esposo, prometiendo poner más atención.
Por descontado, continuó tropezando. Aunque tal vez, pensaba su mujer, lo habría hecho igual de no haber existido el impertinente pámpano.
Poco a poco y a pesar de los tropiezos, las cosas fueron cobrando su aspecto definitivo y las personas se acostumbraron a tanta novedad. El señor consiguió concentrarse en las noticias de la jornada cuando, pasado el mediodía, se encerró en su gabinete a leer el periódico. Los muebles nuevos parecían en armonía con los pocos que habían llegado desde la vieja residencia. Eutimia daba órdenes acerca de la colocación de cada objeto con una seguridad asombrosa. Los niños lo miraban lodo con incredulidad.
Amadeo preguntó por sus tortugas.
—Seguro que Eutimia se ha encargado ya de eso, cariño. No te preocupes más por esos bichos aburridos —le dijo su madre.
Fue extraño que Amadeo no protestara el adjetivo con que mi madre definió a sus mascotas. Concha se aventuró por la casa, sorteando a los atareados instaladores, que estaban por todas partes. Los niños iban tras ella. Violeta, agarrada con fuerza a sus faldas. Juan, de la mano de su hermana. Amadeo unos pasos atrás, mirando indiferente cada rincón. La escalinata principal hizo evocar a la nodriza el acceso de un teatro de ópera, que sólo conocía por las ilustraciones de las revistas. El pasamanos de la escalera, en cambio, le recordó a la vendimia de su pueblo.
—Lo primero, buscaremos nuestra habitación —dijo Concha—. Estoy segura de que nos va a encantar.
Los más pequeños se emocionaron al ver el ropero, el escritorio y las camas nuevas. Estas eran de hierro, altísimas, y tenían dosel. La de Violeta estaba cubierta por una colcha rosada. Las otras dos eran de un verde agua. También Concha encontró allí su cama nueva, con un dosel que la hizo soñar antes de estrenarla.
—Yo quiero dormir solo —protestó Amadeo, nada más evaluar la amplísima estancia, la mejor de la casa, por cuyo ventanal entraba a raudales la luz del sol.
—¿Dónde está mi caballo de madera? —inquirió Juan.
—Lo hemos dejado en la otra casa, cielo. Estaba muy viejo.
Al segundón estos argumentos no le agradaron lo más mínimo. Sintió ganas de llorar de rabia, pero esperó a ver si la casa le compensaba de algún modo esa importante carencia.
Después de tomar posesión de su cuarto, los tres hermanos se dirigieron, guiados por la niñera, hasta el piso principal. Atravesaron el salón noble, mirando a todos lados como si alguno de aquellos vistosos ornamentos pensara atacarles, hasta que vieron la vidriera multicolor de la puerta.
—Mirad qué colores más bonitos. —Concha bajó la voz—. ¿No os dan ganas de lamerlos?
Violeta ahogó una risilla picara. Amadeo miró a otro lado, incómodo por un comentario que le pareció absurdo, demasiado infantil para él. Concha empujó la puerta del patio.
—Es un lugar estupendo para el verano. ¿Os gustará que almorcemos aquí cuando ya no haga frío?
En el patio comenzaban a crecer las hiedras y los rosales. Había un pequeño surtidor de estilo rústico. A un lado, una misteriosa puerta que parecía hundirse en el muro del vecino.
El suelo era de baldosa rojiza, las paredes estaban pintadas de blanco. Más allá de los muros comenzaba a divisarse un paisaje urbano en construcción: el de los edificios colindantes.
—Aquí no hay nada —protestó Amadeo.
—Por ahora, pero sé que tu madre piensa cubrirlo todo con un toldo y comprar una gran mesa y unas cuantas sillas. ¿Querrás que le pregunte si nos dejará ser los primeros en utilizarlas?
Amadeo se encogió de hombros. Sus hermanos habían descubierto peces en el surtidor del fondo y se acercó a ellos con disimulada curiosidad. Una vez allí se reencontró por sorpresa con sus tortugas, a quien alguien había dejado en un rincón. Concha aprovechó ese momento para advertir a Amadeo de que había disgustado a su madre sin necesidad, porque al cabo sus tortugas habían llegado sanas y salvas.
—Deberías aprender a moderar tu genio, sobre todo con tus mayores. Y no vendría de más que fueras algo más sociable.
El niño mantuvo la mirada fija en la de su nodriza durante unos segundos. A pesar de su corta edad, la mirada fija de Amadeo resultaba turbadora. Concha sintió que sus pulsaciones se aceleraban, pero no le dejó ganar. Un instante después, Amadeo se dio por vencido.
—No metáis la mano en el agua, niños, está muy fría —dijo la nodriza.
Juan frunció el ceño para preguntar:
—¿Por qué los peces no tienen abrigos?
—Porque ellos no los necesitan, cariño. Tienen la sangre fría. No sienten lo mismo que nosotros.
La explicación dejó al niño pensativo sólo un segundo. Los movimientos de los animalitos le parecían mucho más emocionantes que su naturaleza. Mientras tanto, Amadeo forcejeaba con la puerta lateral. Conchita se percató de que aquella puerta era lo único de toda la casa que parecía viejo. Iba a decirle al niño que no la tocara cuando sonó un crujido y la puerta cedió.
—Es un cuarto secreto —dijo Amadeo, con un atisbo de emoción inédita.
Sus dos hermanos acudieron a ese nuevo e interesante reclamo. Se asomaron al interior del cuarto. Era largo y desigual, formado por dos paredes que no discurrían paralelas.
—Es un cuarto de escobas —observó Concha, viendo que el lugar no entrañaba ningún peligro, pero tampoco ningún interés—. Vamos, niños, hace frío aquí. Entremos.
En el salón, un grupo de mozos descargaban unos sillones tapizados de hermoso terciopelo amarillo.
Pero los hermanos ya estaban celebrando una reunión secreta, las cabezas muy juntas, incitados por el misterio del escondrijo. El cabecilla era Amadeo, claro, quien rodeaba los hombros de sus hermanos menores con sus brazos y les susurraba, para que Concha no pudiera escuchar:
—Este es el principio de la sociedad secreta del cuarto de las escobas. Yo soy el presidente y vosotros los socios de honor. Nos reuniremos todos los lunes a la hora de la merienda, aquí mismo. Está prohibido contar a nadie lo que acabamos de hacer, bajo pena de muerte. ¿Lo habéis entendido?
Con cara de susto, los dos hermanos asintieron. Amadeo les estrechó la mano, muy formal, y salió con ademanes de presidente recién investido. Juan se volvió hacia Violeta y repitió:
—Ya sabes: si lo contamos se matará.
Violeta palmoteo, contenta, sin comprender nada. Repitió:
—¡Se matará, se matará!
El hombre del mono blanco estampado de manchas regresa al cuarto día. Con él lo hacen también Arcadio y un funcionario autonómico; no el joven de la otra vez, sino su superior inmediato. El restaurador tiene la misma actitud que ya conocemos: no pierde el tiempo. Desde luego, no en hablar. Comprueba que la arpillera con que cubrió el fresco está seca, se encarama a la escalera, cabecea lentamente y finalmente sentencia:
—Se puede retirar.
La operación requiere manos expertas. Consiste en tirar de los paños de modo que junto con la arpillera se desprenda también una película de yeso de aproximadamente un par de centímetros de grosor. En esa película está Teresa, la de la mirada que perturba. El restaurador necesita ayuda y Arcadio le socorre. Entre los dos retiran la tela y la dejan caer lentamente, como si ayudaran a un animal delicado a mudar la piel. Al final de la jornada, el fresco que llevaba más de ochenta años deslumbrando desde la pared del fondo no es más que una suerte de pergamino gigante y extraño desmayado sobre la madera oscura del suelo.