—Desde luego que no, señora. Tiene mucho éxito. Le consideran mucho —repuso, con orgullo maternal, Conchita.
Esta conversación tenía lugar junto al gran cartel publicitario que ocupaba casi toda la pared lateral del ascensor. En él se veía a una dama joven vestida de gala. En una esquina destacaba el nombre del artista con grueso trazo negro: Amadeo Lax. El cuadro actuaba como reclamo para clientes, del mismo modo en que lo hizo cuando sirvió de cartel publicitario a los almacenes, una docena de años atrás.
—¿No te ha parecido que Octavio estaba raro hoy? No parecía él —preguntó de súbito Maria del Roser.
Conchita se había llevado la misma impresión. Lo achacó a los nervios del viaje que acababa de anunciarles.
—Si mi hijo hubiera puesto tanto empeño en dirigir las fábricas de su padre y su abuelo ahora no seríamos pobres —soltó la señora, antes de exclamar, pletórica—: ¡Nosotras bajamos aquí, joven! ¡Quítese de en medio!
Conchita salió del ascensor ruborizada hasta las orejas. La señora iba como si tal cosa, apremiada por alguna urgencia que sólo estaba en su cabeza.
—Usted no es pobre, señora —se apresuró a contestar Conchita en cuanto se alejó lo suficiente del ascensorista—. Sólo es un poco menos rica que antes.
—¿Que antes de qué? —Varias arrugas paralelas y delicadas aparecieron en la frente de la señora.
—De la crisis. Dicen que afecta a todo el mundo, no sólo a los barceloneses. Quien más quien menos, todos han perdido algo.
—No, Conchita, no te dejes engañar. Los ricos de verdad casi nunca pierden nada. Lo único, tal vez, su desparpajo, porque con tanto anarquista suelto hay que disimular. ¿Tú conoces a algún anarquista?
—No, señora, a ninguno.
—Mejor. Sigue así. Los anarquistas se meten en las casas y roban las alfombras. Luego, le prenden fuego a todo. Pero primero las alfombras. Las alfombras les encantan. —Se sobresaltó otra vez—. Pero ¿qué hacemos aquí charlando como si nada? Tenemos que irnos a casa, Conchita. ¿Hemos comprado todo lo necesario? Piénsalo bien.
—Sí, señora.
—¿Seguro que no nos falta nada? ¿Alguna olla para la comida de mañana, quizá?
—No, señora. Tenemos ollas suficientes.
—¿Estás segura?
—Del todo, señora.
—Bien, entonces no sé qué estamos haciendo aquí.
Con paso algo cansino, pero tan elegante como siempre, la señora Maria del Roser salió a Las Ramblas. Julián esperaba unos metros más allá, al volante del Renault. En cuanto vio salir a las mujeres se apresuró a bajar del vehículo, abrir la portezuela trasera y ofrecer su brazo a la matriarca para ayudarla a subir. Luego hizo lo propio con Concha, pero con algo menos de entusiasmo. Ambas se agarraron del brazo del veterano cochero con más énfasis del que la cortesía permite. Para dos mujeres que superaban las seis décadas de vida, no era tarea fácil encaramarse a aquel trasto moderno, menos aún cuando por toda ayuda disponían de un cochero de casi setenta.
La señora ocupó al fin su lugar, resollando, Concha la secundó y Julián suspiró, tal vez aliviado de que la operación de embarque hubiera concluido sin descalabros, para regresar a su puesto tras el volante.
En cuanto el motor comenzó a rugir, la señora dijo, echando un último vistazo a las puertas iluminadas de los almacenes:
—Esas croquetas me han sentado fatal, Conchita. Tengo una cosa aquí...
Se señalaba el estómago, comprimido por el corsé.
—Vámonos a casa., Felipe —apostilló—. No son horas de que dos damas decentes anden por las calles.
El veterano chófer no se ofendía de que la señora no recordara su nombre. Más bien se sentía muy honrado de que se refiriera a él por el de su padre, que pasó su vida en el pescante del carruaje del primer señor Lax, diligente y silencioso, como debe ser todo buen sirviente. Le había idolatrado en vida tanto como le recordaba tras su muerte, y últimamente agradecía que la señora lo reviviera con su memoria distraída.
Sobre la marquesina de la entrada principal de los almacenes, una familia de monigotes infantiles anunciaba la Navidad. Los escaparates refulgían. En el más grande, un tren eléctrico con los vagones cargados de paquetes diminutos daba vueltas sin descanso. Las Ramblas eran un bullicioso ir y venir de personas ajetreadas. Se escuchaba cantar, muy cerca, un villancico. Por las grandes puertas giratorias no dejaba de entrar y salir gente.
El Renault descendió el paseo más popular de la ciudad en dirección al mar. La señora entrecerraba los ojos. Concha se dejaba mecer por la alegría de la fiesta, por el último brillo del sol en el día helado, por la animación de las calles. Llamó su atención la rica ornamentación de la fachada de la Compañía de Tabacos de Filipinas, y se santiguó al paso por la parroquia de Belén, con la que a primera hora de aquel mismo día había cumplido su obligada visita anual, como tantos barceloneses. Vislumbró los puestos de las floristas a lo lejos, y sintió un poco de nostalgia de la época en que ningún motor molestaba a las flores con sus toses. Con gusto habría bajado a comprar un ramo de margaritas blancas, las favoritas de doña Maria del Roser, pero andaban ya apuradas y no era cuestión de entretenerse.
Al llegar a la altura de la calle Portaferrissa el coche dio la vuelta para enfilar el otro lado, bordeando el Palacio Moja, que tenía las contraventanas abiertas, como si alguien hubiera decidido ventilar las nobles estancias. Algún transeúnte se había percatado, igual que Concha, y miraba con curiosidad las pinturas y los medallones del techo, detenido en mitad de su paseo. La curva despertó a la señora de sus ensoñaciones.
—¿Te has fijado si está preparada la mula de refuerzo? —preguntó—. No quiero perder más tiempo.
—Estos coches modernos no necesitan mulas, señora. Lo hace todo el motor.
El coche había sido un capricho del señor Rodolfo. Lo mandó comprar en Francia, casi tres décadas atrás, animado por un anuncio en el que se ofrecía «Renault 14 HP, con elegante carrocería limousine-torpedo». Ningún espíritu avanzado habría podido resistirse a semejante descripción. Fue uno de los primeros automóviles de la ciudad —la matrícula número cuatro— y tan celebrado que durante los primeros tiempos los transeúntes aplaudían a su paso.
—Tú no te fíes y mira a ver si está la mula... —respondió la señora, antes de inclinar la cabeza sobre el pecho y quedarse de nuevo profundamente dormida.
En el que antaño fuera el teatro Coliseum se anunciaba para el día de Navidad por la noche la sesión de gala de una película de Harold Lloyd. Algunas personas esperaban junto al despacho de billetes; sólo unos metros más allá un par de caballeros charlaban gesticulando y elevando la voz. Concha suspiró de aburrimiento: tanto entusiasmo sólo podía despertarlo el catalanismo o la crisis económica. Como le pareció que se expresaban en esa dulce y rica lengua que tanto vale para proclamar repúblicas como para vender melones, se decantó por lo primero.
Llegaron a su destino muy rebasada la hora de la comida. En otros tiempos, esa conducta habría sido inimaginable en la señora. Los horarios, cumplidos con una exactitud meticulosa, fueron siempre el engranaje que aseguró el buen funcionamiento de casa de los Lax. Se desayunaba a las ocho y cuarto, se paseaba entre las doce y la una y media, se almorzaba a las dos en punto, se pasaba el rosario a las siete —los miércoles un cuarto de hora más tarde— y se cenaba a continuación, sin alteración posible. Los miércoles la señora celebraba sus reuniones en la biblioteca, los jueves se recibía y los domingos todos acudían a la misa de doce de la parroquia de la Concepción, cuyo párroco —el padre don Eudaldo— solía comer luego con la familia. Y así, invariablemente, una semana tras otra, hasta que la Navidad, la Semana Santa o el veraneo alteraban las rutinas.
Aquel 24 de diciembre de 1932, la señora pidió que le sirvieran un té en su habitación y se retiró sin saludar a nadie. Su hijo, que la había estado esperando sentado a la mesa —la espalda muy recta contra el respaldo acolchado—, comenzó a comer, cansado de ver cómo se le enfriaba la sopa y, por supuesto, se enfadó muchísimo. Teresa, la nuera, intentó disculpar a la señora sacando a relucir su enfermedad. El almuerzo de los dos esposos resultó, no sólo por eso, deslucido y triste. Y silencioso.
Por la tarde, un par de mozos de los grandes almacenes trajeron la compra, embalada con primor. El servicio la acomodó en el almacén junto a la despensa, a la espera de instrucciones. La cocina era un hervidero de preparativos para la comida del día siguiente. La cena de Nochebuena, en cambio, no era costumbre de la familia: todo se reservaba para el almuerzo del día de Navidad.
La señora Maria del Roser no salió de sus habitaciones en toda la tarde. Por la noche llamó a Antonia para que la ayudara a meterse en la cama. La mujer, que había llegado a la casa sólo cinco años atrás, a la vez que Teresa, salió del cuarto con el rostro desencajado del espanto, diciendo que jamás había visto a la señora tan descompuesta ni con tantas ocurrencias absurdas.
—Me volveré loca si la escucho un minuto más —añadió.
Teresa se ocupó de todo. Disculpó a su camarera y ella misma ocupó su lugar, solícita, dulce. Entró en el cuarto de su suegra como habría hecho un doctor ante una urgencia. Al rato salió y preguntó por Conchita. Las manos y la voz le temblaban cuando le dijo:
—Concha, por el amor de Dios, ¿tú sabes dónde se guarda la llave de la habitación de Violeta?
—Ay, no, señora. La dimos por perdida hace años, el día en que... —se interrumpió, pensando de nuevo en el dolor dormido, al que ninguna palabra dicha en voz alta debe despertar. Prosiguió—: Su suegra la utilizó para cerrar la puerta a cal y canto. Después de ese día, no la he vuelto a ver.
Esas palabras no amilanaron a Teresa:
—Pues ella debió de guardarla. Está convencida de que se encuentra bajo su cama y no hace más que insistirme en que la busque. Dice que quiere tenerla en la mano —explicó Teresa—. Y yo lo he hecho, la he buscado, pero ahí no hay nada. Ni siquiera polvo.
—La señora desbarra, lo sabe tan bien como yo. Y no debería agacharse así —señaló con la mirada la tripa apenas hinchada de Teresa.
—Es más que un desbarra, Conchita. Nunca la había visto tan mal. Acaba de pedirme que llame a su hijo Juan. Dice que quiere verle antes de morir. Estoy muy asustada. ¿Sabes si Amadeo está ya en casa?
Concha negó con la cabeza. Había visto salir a Amadeo un rato antes, sin chófer, al volante del Rolls Royce. Y, por supuesto, nadie allí sabía a qué hora pensaba volver. Como siempre.
—Tienes que ayudarme, Concha.
—¿Cree que la señora piensa entrar en la habitación de Violeta? —se atrevió a preguntar—. Me produce horror sólo pensarlo. Sería nefasto para ella. Recuerde que todo está igual a como ella lo dejó.
Teresa tenía la mirada triste. Bajo sus ojos se dibujaban un par de bolsas azuladas. Se llevaba las manos al vientre y arqueaba la espalda. Estaba agotada.
—Tenemos que encontrar esa llave —dijo— o no podrá dormir en toda la noche. En algún lugar tiene que estar.
Teresa reclutó de entre el personal de servicio a toda una brigada y los puso a buscar el diminuto pedazo de hierro. Aún no había aparecido cuando el señor regresó, a las nueve y cuarto, tan elegante y frío como siempre. Echó un vistazo sin interés, llamó a Conchita y pidió que le sirvieran la cena en su estudio. Acto seguido tropezó con la moldura, demasiado baja, de la escalera de mármol y dio un traspié antes de comenzar a subir, pero nadie hizo ningún aspaviento. Tampoco él.
Al saber a su marido en casa, Teresa subió al estudio a contarle lo que ocurría y a pedirle su autorización para llamar a su hermano. Bajó pocos segundos más tarde, con los ojos llenos de lágrimas. Conchita esperaba inquieta al pie de la escalera.
—¿Ha autorizado que llamemos a Juan?
Teresa negó con la cabeza.
—Lo temía —musitó la veterana sirvienta, con gesto contrariado.
Una media hora después, la joven Laia —que se había cansado en seguida de la búsqueda, y a quien su madre envió a la cocina— subía la escalera de la buhardilla llevando en equilibrio una bandeja bien provista de viandas.
La nuera continuó buscando la llave, impermeable a la indiferencia de su marido y al desánimo. Concha le rogó varias veces que se acostara, le prometió que ellas continuarían buscando, pero tampoco esta vez quiso escucharla.
—No debería esforzarse tanto —dijo Conchita, de nuevo clavando los ojos en la tripa de la joven señora—. No me perdonaría que le ocurriera lo mismo que la primavera pasada.
—No me ocurrirá nada —sonrió Teresa, dulce—. Ya estoy de cuatro meses. El doctor me ha dicho que todo va bien.
Hacía tiempo que Teresa había aprendido a hacer de la tenacidad su mejor arma.
La llave apareció por fin a eso de las once, dentro del secreter que tenía la señora en su antecámara, que hacía las veces de saloncito privado. Los dedos de Teresa la rescataron de allí, triunfales, y se la ofrecieron a su suegra, quien la agarró junto con la mano que la llevaba.
—Quédate un momento, Teresa —ordenó— y haz que se vayan todos.
Su reunión duró unos cincuenta minutos. Cuando Teresa traspasó de nuevo la puerta del cuarto de doña Maria del Roser tenía los ojos enrojecidos y las mejillas muy pálidas. Se acostó sin cenar. El té con bollos suizos que Concha dejó sobre la mesa de su salón estaba intacto al día siguiente.
La noche transcurrió en una quietud absoluta. Ni siquiera el sereno paseó frente al gran portón de la casa. Puede que fuera esa gran quietud que, dicen, precede a los grandes cataclismos.
En las horas siguientes, que eran ya las del día de Navidad de 1932, ocurrieron tres cosas terribles: ardieron los Grandes Almacenes El Siglo, murió en su cama la señora Maria del Roser Golorons y Amadeo Lax pasó por primera vez parte de la noche en la habitación de Laia, la hija de la cocinera, de doce años.
MARTES, 27 DE DICIEMBRE DE 1932 | LA VANGUARDIA 7 |
NOTAS LOCALES
Ayer por la mañana fue conducido al camposanto el cuerpo de la señora Maria del Roser Golorons, viuda del constructor e industrial don Rodolfo Lax y la única heredera de las ricas manufacturas textiles del mismo nombre que tienen su sede en la vecina ciudad de Mataró. Todos cuantos se habían honrado con la amistad y el trato de aquella virtuosa dama —o de su familia— y hasta los que sin haberla conocido personalmente habían oído hablar de sus cualidades de carácter, acudieron ayer a rendir su último tributo a su memoria: unos acompañando al cadáver hasta darle sepultura en tierra sagrada y otros contemplando el paso del fúnebre cortejo y tributando una plegaria de bendición al alma de la desgraciada.
A las diez de la mañana, a la puerta de la casa del pasaje Domingo donde la madrugada del día de Navidad tuvo lugar la tragedia, se formó la comitiva en el orden siguiente: la escolanía de la parroquial iglesia de la Concepción con la cruz alzada; una nutrida representación del Instituto Obrero de San Andrés con su estandarte; buen número de mozos de las Industrias Lax portando hachones encendidos y llevando en el brazo derecho lazadas negras en señal de luto; los cantores de la capilla de música de la Concepción; cuarenta monaguillos también con hachas escoltando el ataúd, que fue llevado en hombros por algunos empleados de las dichas firmas; el clero parroquial precediendo el féretro.
Tras el coche con los restos de la desgraciada dama, tirado por seis caballos negros, ricamente guarnecidos, iban todos los varones de la familia presentes en Barcelona y aquellos seres queridos que, venciendo su dolor con un esfuerzo supremo, quisieron seguir sus restos hasta devolverlos a la tierra.
Así, acompañados por el párroco de la Concepción, padre Eudaldo, iban detrás del féretro el hijo de la difunta señora, el prodigioso pintor señor don Amadeo Lax Golorons; su hermano y sacerdote jesuita, padre Juan Lax y, junto a ellos, rompiendo la tradición que manda a las mujeres permanecer en un segundo plano en los sepelios, doña Teresa Brusés de Lax, nuera de la fallecida. El resto de la comitiva no deparó más sobresaltos: el médico de la familia, doctor Gambús, el apoderado, señor Trescents y otros amigos y allegados, hasta conformar un cortejo de más de mil personas. En la presidencia del duelo acompañaba también el concejal señor Bremón, en representación del alcalde.
Es imposible retener los nombres de los que componían el numeroso séquito. En él vimos a los señores Conde Gómez del Olmo (don Octavio, don Javier, don Dionisio y don Ricardo); Sotolongo; Rosillo, marqués de Santa Isabel; Boada, Albert Despujol, Bassegoda, Seguí, Plandolit, Samà, Güell y Giró; también el señor Morcillo, de la Unión Municipal de Asociaciones de la Propiedad Urbana; el doctor Bach, de la Cámara Oficial de la Propiedad Urbana; el presidente de la Concepción, señor Serracanta; el señor Francisco Carreras Candi, presidente de la Real Academia de Buenas Letras; el señor Duran y Ventosa, ex senador; y otros muchos que sentimos no recordar.
Los nombres anteriores los citamos de memoria y rogamos a los ausentes que nos perdonen el involuntario olvido.
Detrás del acompañamiento iba la carroza de la Casa de la Caridad, el coche de respeto y tres coches repletos de coronas. Muchas eran las ofrendas de flores que fueron ofrecidas como último tributo por miembros de la familia, personas allegadas y amigas de la finada. Entre las coronas, una era recuerdo de los empleados de las Industrias Lax y llevaba la siguiente dedicatoria: «A nuestra buena doña Maria del Roser, que nos quiso como una madre». La mayor, enviada por la Sociedad Espirita del Vallés, llevaba esta otra: «A nuestra amiga y maestra, de sus desolados compañeros».
Por el Paseo de Gracia y el arroyo izquierdo de la calle Aragón se dirigió la comitiva hacia la parroquia de la Inmaculada Concepción, donde la comunidad entonó un solemne responso acompañado por la capilla de música. Luego, el cortejo marchó por el mismo orden hasta el cruce del Paseo de Gracia y la Gran Vía, lugar elegido para despedir el duelo. Ese acto solemne de respeto y consideración duró larguísimo rato. Los dos hermanos Lax estrecharon la mano de cuantos les acompañaban y les dedicaron frases de agradecimiento.
Unas trescientas personas no se despidieron sino que se trasladaron, ocupando más de un centenar de carruajes, hasta el cementerio del Este, donde el cuerpo de doña Maria del Roser recibió cristiana sepultura en el panteón familiar, junto al de su infortunada hija Violeta, muerta de terrible enfermedad encontrándose aún en la flor de la vida. Para la ocasión, se mandó tallar en mármol un ángel doliente, que fue colocado en la cúpula del panteón. Antes habían sido rezadas las preces de rúbrica, seguidas de un poema que la nuera de la difunta quiso ofrecer en su memoria. A todo lo largo del Paseo de Gracia y en las calles por las que pasó el cortejo hubo estacionada una multitud inmensa que contempló el paso del féretro descubriéndose conmovida al tiempo que balbuceaba una oración.
El dolor que aflige a los señores Lax pudo hallar algún lenitivo y consuelo en el carácter sincero, solemne y general de la manifestación de duelo que ayer presenció Barcelona. Cuantos nos honramos con la amistad de la familia les acompañamos de todo corazón en el sufrimiento. Esta desgracia irreparable ha afianzado todavía más los lazos del cariño y del aprecio que los Lax han sabido captarse en todas las clases sociales de Barcelona, desde la más aristocrática hasta la más humilde.
De todos los corazones saldrá siempre un recuerdo a la buena memoria de aquella dama tan virtuosa como desgraciada y de todos los labios católicos una oración al recordarla. Descanse en paz la finada y su familia toda reciba de nuevo nuestro sincero pésame por su fallecimiento.