Concha guardó durante muchos años el artículo de
La Vanguardia
donde se hablaba del entierro de la señora. Cuando lo releía, era como si volviera a encontrarse allí, entre aquella multitud agradecida que aclamaba, rodeada de aquellas damas distinguidas que decían conservar de doña Maria del Roser un recuerdo antiguo de luchas sordas y revoluciones incomprendidas que apenas se atrevían a confesar en voz alta.
No habría faltado por nada del mundo. Se lo debía todo a aquella mujer buena que los dejaba para siempre. Derramó lágrimas, caminando al paso de la comitiva, sin acercarse al ataúd, tan bien custodiado. Y no sólo por el «nunca más» imposible de digerir: también porque tenía la certeza de que para la señora aquel entierro habría sido una especie de claudicación: ella jamás habría elegido aquel boato y aquel ritual que otros establecieron. «Al cabo, a las mujeres nos toca ceder siempre», se dijo Concha, recordando las ideas firmes de Maria del Roser, que tanta influencia habían ejercido sobre ella. Cuando vio que la multitud se alejaba por la calle Aragón sintió que se iba también una parte muy importante de su existencia. Sin la señora ya nada volvería a ser igual.
Durante toda su vida, Concha guardó la colección de recortes en su mesilla de noche, dentro de una caja de hojalata. La caja estaba serigrafiada con dibujos de niños jugando y había sido de galletas. Por eso, durante años la nostalgia de aquellos recuerdos estuvo acompañada de un agradable olor a canela.
En el fondo, bajo los recortes, conservaba un viejo catálogo de los almacenes El Siglo, correspondiente a la temporada de invierno 1899-1900. Ochenta páginas estampadas con los dibujos de productos de todo tipo, desde muebles hasta puntillas. En las explicaciones que acompañaban cada uno de los dibujos —«Sábanas de hilo, clase fina, con calados a mano, para cama de monja, camarera o matrimonio»— había aprendido a leer a la edad de veinte años, gracias a su tenacidad y al empeño de la señora Maria del Roser, que era una buena persona. Al recordarla, diría muchas veces:
—Sentí su muerte como la de una segunda madre. Concha Martínez Cruces entró al servicio de la casa en marzo de 1889, gracias a una prima suya, mayor que ella, que era camarera en casa de un Bassegoda:
—Los Lax buscan un ama de cría y yo puedo dar de ti buenas referencias —le dijo—. Por lo menos, sacarás provecho de tu desgracia.
Durante la entrevista, que fue al día siguiente, Concha apenas pronunció palabra.
—No te comportes como una pueblerina —aconsejó la prima—. Baja los ojos, no hagas ruidos feos y habla sólo cuando te pregunten, siempre añadiendo a tus respuestas «señora» o «señor». ¿Lo has entendido?
Por aquel entonces los Lax aún no se habían trasladado a su mansión del pasaje Domingo. Vivían en la ciudad antigua, en una vía estrecha y señorial que los nuevos planes urbanísticos borraron del mapa llamada calle Mercaders. Era un lugar más pequeño, pero igualmente sobrecogedor para alguien de baja condición social. La señora Maria del Roser las recibió en la sala del piano, sentada de medio lado en un butacón de terciopelo de color burdeos. Su gesto era dulce, tenía ademanes delicados que jamás caían en el amaneramiento y una especie de distinción natural que a Concha le resultó de lo más curioso. Aquella mujer no ostentaba joyas ni hacía alarde de riqueza. Vestía con sencilla elegancia, más o menos al margen de las modas, se recogía el pelo en un moño sobre la nuca y trataba a la gente con una extraña amabilidad, incluso con una cierta confianza. Sin embargo, nada de todo eso rebajaba ni un ápice su distinción, que seguía siendo evidente, como si se tratara de un rasgo más de su carácter.
—¿Prefieres que te llamen Concha o Conchita? —fue su primera pregunta.
—Me da lo mismo.
La prima le propinó el primer codazo.
—Puede llamarla como más le agrade, señora —contestó por ella.
—En ese caso, te llamaré Conchita. Siempre que no te importe, claro.
La interesada negó con la cabeza.
Otro codazo.
—No le importa, señora. Como más le acomode a usted —dijo la prima, sofocada.
—¿Qué edad tienes, Conchita?
—Diecinueve años, señora.
A Concha le parecía que su voz no quería sonar en aquel lugar, como si las paredes repletas de libros se la tragaran.
—Cumple veinte dentro de cuatro meses, señora —añadió la prima.
—¿De dónde eres?
—De Estopiñán. En la provincia de Huesca.
—¿Llevas mucho aquí?
—Veintitrés días, señora.
—¿Y te gusta Barcelona?
No supo qué contestar. Ni quería quedarse callada.
—Es muy grande —dijo. La señora sonrió. La mirada colérica de la prima la animó a añadir algo más—: Apenas he tenido tiempo de ver nada, señora.
—¿Crees que tu leche es buena, Conchita?
—Sí, señora.
—¿Es tuya la criatura que estás criando?
Sintió que un nudo le oprimía la garganta. Si se echaba a llorar, pensó, su prima se enfadaría mucho, de modo que intentó contenerse.
—No estoy criando a ninguna criatura, señora.
Maria del Roser Golorons la miró con extrañeza. Por una vez, Concha se alegró de que su prima saliera en su auxilio.
—El hijo de Conchita murió, señora, por desgracia. De unas fiebres.
La señora se removió en el butacón, arrugó el entrecejo.
—¿Y cuánto hace de eso?
—Tres días —continuó la prima—. Le enterramos ayer.
Entonces aquella dama refinada hizo algo que a Concha le pareció de lo más inusual, incluso incómodo: se le inundaron los ojos de lágrimas. Le sorprendió mucho comprobar que lloraba, como ella. Hasta ese momento, siempre había creído que la gente fina no hacía esas cosas. Luego la señora se levantó, se acercó a ella y le agarró las manos como a una hija.
—Pobrecita —musitó—, ¿y aún te quedan fuerzas para buscar trabajo, después de esta desgracia?
—No tengo otro remedio, señora.
La anfitriona la abrazó. Concha estaba tan sorprendida que se quedó quieta como una sota, rígida. Hacía mucho tiempo que nadie la abrazaba. Desde el interior de aquella caricia de lana tibia y olorosa escuchó a su prima que decía:
—Conchita es muy buena, señora, ya lo verá. Y a su hijo lo concibió de una manera decente, bajo la bendición del matrimonio. Pero la desdichada perdió a su marido el año pasado.
Fue la gota que colmó el vaso. De pronto Concha sintió que le fallaban las fuerzas y comenzó a llorar. Sólo se consoló cuando la señora le agarró el mentón, secó las lágrimas de sus mejillas y dijo:
—Puedes quedarte desde hoy mismo, si lo deseas. Mi hijo necesita a alguien como tú, joven, fuerte y de buen corazón. Necesito que le salves la vida por mí, porque yo no puedo darle nada.
—Lo intentaré, señora.
—Yo, a cambio, haré lo posible para que se te olvide que estás aquí porque, como has dicho, no tienes otro remedio.
Hubo un silencio, un cruce de miradas, una complicidad inaudita que selló entre ambas un pacto sin palabras.
—Espera, quiero que le conozcas ahora mismo —dijo la señora, saliendo en busca del pequeño Amadeo, que entonces tenía siete meses de vida.
Taconeaban sus pasos por el pasillo, fuertes, decididos. Al instante regresó, sonriente, con Amadeo entre los brazos y le pidió a Concha que le alimentara por primera vez. La chiquilla recién llegada tomó al niño con el cuidado que siempre puso en su propio hijo, se sentó en un escabel y buscó su pecho derecho bajo la ropa gastada. La señora y la prima, que seguía esperando que lo echara todo a perder, la miraban de hito en hito.
Amadeo era un niño escuálido de piel amarillenta, que a pesar de la posición social de su familia inspiró a la nueva ama de cría una compasión inmediata. Tal vez porque se agarró a su pezón al primer intento y succionó con ansia, con desesperación, exactamente del mismo modo en que habría de hacerlo todo durante toda su vida.
—Bendita seas, Conchita —dijo doña Maria del Roser, al borde de las lágrimas, antes de inquirir—: ¿Y tú, hijita? ¿Quieres comer algo?
Aunque no se lo había dicho a nadie, Concha llevaba cuatro días sin probar bocado. Estaba en los huesos. Incluso ella misma se preguntaba cómo aquel cuerpo suyo tan saqueado era capaz de alimentar a otro ser humano. Asintió con timidez.
La señora llamó a la camarera:
—Diga a Eutimia que suba un momento, haga el favor —ordenó.
Eutimia era una mujer de cuarenta años más que cumplidos, bajita, sobrealimentada, ruda, larga de lengua y simpática sólo cuando le interesaba. Sus mejillas rubicundas y su piel bronceada de natural delataban sus orígenes agrícolas. Olía a heno y a lavanda. Daba órdenes con la naturalidad y el coraje de un capitán de navío. Y es que su papel en la casa no era muy distinto del de un viejo lobo de mar en su nave: ejercía de gobernanta desde hacía más de dos décadas y conocía los secretos de piedras y moradores con un detalle que su señora no alcanzaría jamás. Su jurisdicción comenzaba en la puerta de las cocinas y se extendía por toda la zona de servicio, donde también ejercía de ama de llaves, jefa de personal y hasta de administradora —puesto que era ella la que rendía cuentas semanales de los gastos de la casa a don Rodolfo y a nadie se le escapaba que a ella y sólo a ella los señores no la tuteaban— y su influencia parecía extenderse mucho más allá del cargo que desempeñaba, por el que cobraba hasta tres veces más que cualquier otra criada.
Eutimia era viuda. Se decía que a su marido se lo habían comido los lobos allá en su pueblo natal, aunque nunca supo nadie si era verdad o una maledicencia inventada por los otros criados para pasar el rato en las largas noches de invierno. Si ocurrió, fue cuando ella aún vivía cerca del río Negro, en un lugar llamado Sierra de la Culebra cuya sola mención espantaba a los más jóvenes, incluida Concha. Se decía también que guardaba unos pelos del bigote de su difunto dentro de un medallón que jamás se quitaba, ni siquiera para dormir. Esos pelos eran para ella, por lo visto, un amuleto infalible y era gracias a ellos por lo que tenía aquel empuje de fiera salvaje.
—Eutimia, le presento a Conchita —dijo la señora—. Es la nueva nodriza de nuestro pequeño Amadeo.
La gobernanta llevaba un delantal blanco que parecía recién planchado, el pelo castaño recogido en un moño y sobre la cabeza una cofia igual de inmaculada que el resto de su indumentaria. Dedicó a la escuálida recién llegada una breve inclinación de cabeza, a la que Concha correspondió demasiado tarde. La mirada de la gobernanta le pareció, ya en aquel primer encuentro, reprobatoria.
La señora le dio las instrucciones con voz dulce:
—Le ruego que se ocupe personalmente de que Conchita cene bien. Que Rosalía le tome medidas para hacerle un uniforme. Y disponga que le preparen una de las habitaciones.
—Sí, señora —respondió Eutimia, con una nueva inclinación de cabeza—. Me permito recordarle que las únicas dos habitaciones libres que tenemos están sucias y llenas de trastos.
La señora no pareció consternada.
—En ese caso, encárguese de que las limpien. Y habrá que buscar un lugar donde acomodarla mientras tanto.
—En el cuarto de Carmela, la nueva camarera, hay una cama vacante —informó la eficaz capitana.
—Eso es. Que compartan habitación. Será sólo una noche o dos, mientras disponen la otra. ¡Ya está resuelto el problema!
—Muy bien, señora. ¿Tiene alguna preferencia con respecto a cuál de las dos habitaciones vacías se debería...?
—Ay, Eutimia, no me haga pensar en eso —interrumpió la dama—. Que elija Conchita. Seguro que ella tendrá sus propios gustos. Aunque, por ahora, lo más importante es procurarle alimento. Por favor, no lo demoremos más. Esta chiquilla necesita comer.
—Sí, señora. Le pediré a Juanita que se dé prisa.
Eutimia se marchó derrochando su habitual energía y la señora dirigió a Concha otra mirada arrobada.
—¿Crees que te sentirás a gusto entre nosotros? —le preguntó.
Asintió, de nuevo atenazada por las lágrimas.
—Entonces no se hable más. Eutimia te explicará las normas de la casa. ¿Te quedas ya mismo con nosotros? Ay, qué tonta, tendrás que recoger tus cosas, despedirte de los tuyos... Discúlpame, soy demasiado impaciente. Dime cuándo podría ser. Pero que sea pronto, por favor. Aquí te necesitamos tanto...
Las cosas de Concha se limitaban a lo que llevaba puesto y a una pesada carga de tristeza y mala suerte. No tenía nadie de quien despedirse ni nadie a quien dar la noticia de su marcha, salvo la prima, que la miraba ahora con una mezcla de orgullo y extrañeza.
—Puedo quedarme desde ahora mismo —balbuceó.
—¡Bendito sea! —La señora se mostraba tan contenta que conseguía turbar a las dos primas con su entusiasmo—. Voy a dar las órdenes oportunas. Tú sigue, sigue, no te preocupes por nada.
Dicho esto, dio por terminada la conversación —como siempre, cuando a ella le pareció oportuno— y salió de la habitación.
Concha se sintió feliz allí desde el primer día. Doña Maria del Roser la trató, ya desde las primeras veinticuatro horas de su estancia en la familia, mejor de lo que la vida la había tratado jamás. Y no sólo porque la alimentó, le proporcionó un techo y un lugar cálido y seco donde dormir, sino porque de algún modo aquella vida estaba tan alejada de cuanto la muchacha había conocido hasta entonces que en todo momento tenía la impresión de hallarse dentro de una de esas historias maravillosas que oía contar de niña. Una vida de novela, eso le parecieron las primeras semanas en casa de los Lax. Luego, poco a poco, fue haciéndose a todo, a la familia, a las rarezas de algunos de sus miembros y, por supuesto, a las necesidades de Amadeo, a quien quiso como a su propio hijo, acaso necesitada de hacer algo con aquel amor tan grande que se había quedado vacante de la noche a la mañana.
Lo que más le costó fue acostumbrarse a la presencia de ciertos moradores de la casa que parecían espectros. Aparecían de pronto en algún umbral, o en mitad del pasillo, sin hacer ruido y, como surgidos del aire, se quedaban mirándola con expresión ausente y en seguida se esfumaban de nuevo, en un silencio triste y solitario. Entendió que eran rémoras de otro tiempo, seres en retirada, a quienes cualquier signo de renovación, como los criados jóvenes o los niños, debía de parecer tan inquietante como resultaban ellos mismos al común de los mortales.
—Los espectros sienten curiosidad por lo nuevo, pero también lo temen. Por eso rondan las cunas, pero nunca se acercan demasiado —había oído decir de niña, en su aldea.