Habitaciones Cerradas (11 page)

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Authors: Care Santos

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El apellido de la familia era de los que hasta en Inglaterra y América se asociaban de inmediato con los tejidos catalanes: Golorons. Tan febril fue la actividad exportadora de los dos hermanos Golorons, socios en el negocio que heredaron de su padre, que se vieron obligados a comprar varios buques para atender la demanda de sus numerosos clientes extranjeros. A pesar de que las dimensiones del negocio obligaban a mantener una oficina en Barcelona, los dos empresarios de provincias no soportaban la vida de la capital y procuraban salir lo menos posible de su palacio mataronés, que era céntrico y de aires venecianos (esto último sólo por fuera, porque por dentro reinaba una austeridad eremita). A lo sumo, los Golorons se trasladaban en verano a Argentona, donde continuaban haciendo lo mismo pero con menos ropa y más vegetación.

La desgracia de tan procelosos empresarios venía determinada por los hábitos que apuntaba su única heredera. Era una señorita demasiado jovial para las costumbres de la casa, sentía predilección por Barcelona y buscaba la mínima excusa para visitarla y mezclarse con un sinfín de malas influencias que, a ojos del padre y del tío, ponían en peligro todo lo que ellos y su esforzado progenitor habían construido a lo largo de los años. El único modo de salvar la herencia, ya que Dios no había querido que el carácter emprendedor que caracterizaba a los varones de la familia pasara a la siguiente generación, era encontrarle a la loca de la niña un pretendiente capaz de hacerse cargo de todo aquello. Con esa finalidad comenzaron los insípidos Golorons, en compañía de la decaída esposa del segundo, a frecuentar fiestas de sociedad en la Barcelona que tanto aborrecían, y quiso la fortuna que al poco tiempo conocieran al joven con más futuro de toda la ciudad.

Rodolfo no aspiraba a ser el heredero de un imperio textil. Su talante distraído no le inclinaba a la premeditación. Si se dio la feliz coincidencia del encuentro fue más bien gracias a otras cosas. En el fondo, los industriales de Mataró eran tan provincianos como el prófugo agricultor de Vic. Les unía esa oposición a un tipo de vida estrafalario que no era el suyo, aunque cada uno hubiera desarrollado un modo muy distinto de combatirlo. Los Golorons se retraían. Lax presentaba batalla. El problema de la nenita casadera salió a relucir en la segunda conversación que intercambiaron los industriales con el joven Lax. Expusieron el problema en toda su crudeza, sin omitir detalles de importancia, como que la joven no era muy agraciada. «Y me temo que tampoco hogareña», apostilló la madre. El padre confesó, ya en confianza, su convicción de que sólo un marido con las ideas claras lograría meter en cintura a la díscola jovencita, y bajaron la voz para mencionar la dote, que a pesar de ser suculenta no impresionó en absoluto al candidato. Tal oferta se llevó a cabo durante el intermedio de la función inaugural de la temporada 1888-89 del Gran Teatro del Liceo, marcada por el dilema que azoró al respetable: algunos consideraban una blasfemia que el joven tenor Francesc Viñas se atreviera —sólo en los bises— a cantar a Wagner en catalán, que consideraban una incivilizada lengua de indígenas. Otros, en cambio, exaltaban la osadía con los ojos llenos de unos lagrimones que competían en aparatosidad con los brillantes que pendían de algunos lóbulos. Los Golorons tenían asuntos más importantes que resolver que aquellas menudencias filarmónicas y, además, Wagner también les parecía un incivilizado indígena. Abordaron a don Rodolfo con una gravedad muy nibelunga y éste prometió contestar antes de la siguiente función, que tendría lugar cuarenta y ocho horas más tarde, teñida por las mismas polémicas.

Aquella noche, en la soledad de su cama demasiado estrecha, consideró la oferta como si se tratara de uno más de sus negocios. Ponderó los pros y los contras de contraer matrimonio e hizo un inventario por escrito del tiempo que sus nuevas obligaciones de hombre casado le requerirían. De la supuesta prometida no tuvo necesidad de hacer valoración alguna, porque cuanto le contaron de ella le había parecido fascinante y deseaba que llegara la hora de ampliar esos conocimientos.

En materia de mujeres, sobra decirlo, Rodolfo Lax era tan avanzado a su tiempo como en todo lo demás.

De modo que decidió correr el riesgo. Después de todo, no era más arriesgado casarse con semejante damisela que adquirir tierras en la Diagonal con Rambla de Catalunya. El mundo de las industrias textiles nunca le había interesado en exceso, pero la oportunidad de ganar mucho dinero le parecía un excelente motivo para cambiar sus gustos, así que al día siguiente envió a un criado muy bien vestido al palacio de estilo veneciano de los Golorons en La Riera de Mataró portando un breve billete donde solicitaba cita. Se la dieron para dos días más tarde, a las ocho y media de la mañana. Nunca supo si la elección de una hora tan proletaria respondía a la necesidad de abrir un hueco en la agenda ya repleta o es que el futuro suegro deseaba poner a prueba su interés.

Rodolfo Lax salió de Barcelona la noche anterior, a las nueve, en un carruaje de la casa Juan Rovira que había contratado para la ocasión. En El Masnou paró a comer algo, durmió un par de horas y se aseó como pudo. A las ocho menos cuarto de la mañana su transporte entraba en La Riera, sumida aún en el perezoso amanecer, y se deleitó escuchando las campanas de la basílica de Santa Maria tocar a misa de ocho. En la puerta del coche se leía el eslogan de la casa de transporte, que bien habría podido ser el suyo: «Esmero y economía». Estrenaba sombrero de copa y plastrón. «Una ocasión así bien merece un despilfarro», se dijo.

Encontró a los Golorons vestidos como para misa de doce. Tras la audiencia doble con padre y tío, se avisó a la muchacha, que disgustó mucho a todos —menos a Lax— al bajar precipitadamente la escalera, muerta de ilusión y curiosidad. Por fortuna, supo refrenarse a tiempo y fingió una indiferencia muy poco convincente al llegar al último tramo, lo cual relajó los ánimos. En el lúgubre salón, repleto de muebles como retablos, el pretendiente improvisó como pudo una declaración amorosa ante la heredera, que le miraba sin pestañear y como a punto de echarse a reír, tratando de saber si su torpeza se extendería a otras cosas.

A pesar de todo, o tal vez para tener la ocasión de comprobarlo, ella aceptó, con todas las consecuencias.

Aquel día los Golorons comieron en el salón de gala y lucieron las porcelanas, las cristalerías y los cubiertos de plata de las grandes ocasiones. La intimidad del almuerzo dio pie a hacer recuento de las catástrofes familiares más recientes, a cuya enumeración eran ambos hermanos muy aficionados, y entre las que ocupaba un lugar de preeminencia la muerte de la esposa del hermano menor, ocurrida diez años atrás, nadie dijo a causa de qué. La desdichada ausente seguía conservando su sitio en la mesa, que nadie le quitaba nunca y en su honor su viudo lucía una corbata de luto que —según dijo— llevaría hasta el día de su muerte. Rodolfo aprobaba en silencio todas las costumbres, muy proclive a aceptar cualquier uso familiar, mientras se sentía observado por los ojillos vivarachos de la heredera. Se sirvieron cuatro platos, regados con media docena de botellas de vino y champán, escogidas de lo más granado de la bodega. Los atónitos criados de la casa pensaron que sus señores, siempre tan desaboridos, se habían arruinado. ¿De qué otro modo, si no, podía justificarse de pronto aquella dadivosidad nunca vista?

En cuanto los prometidos tuvieron ocasión de conocerse un poco se felicitaron por su suerte, en una época en que los disgustos posmatrimoniales estaban a la orden del día. A Rodolfo le arrebató el corazón aquella simpática revolucionaria que además de incansable era idealista, fea, respondona y de una bondad que superaba todo lo que había conocido hasta entonces. Se llamaba Maria del Roser, pero para él fue Rorro, Rorrita, Rorrorita y cuantas variaciones, a más vibrantes mejor, se le iban ocurriendo. La adoró desde el primer día que la vio pelear a voz en grito por sus convicciones encaramada a una tribuna y segundos antes del final aún habría podido asegurar sin ambages que ella había sido la mayor fortuna que la vida le había concedido. Lo cual, en labios del heredero de Manufacturas Golorons y del fundador de Industrias Lax, no era poca cosa.

Ella, por lo que contó algunas veces, amó de él, en primer lugar, su torpeza. Por alguna extraña razón, Rodolfo era un hombre que nunca fue conocedor de las proporciones de su cuerpo. Tropezaba con las puertas, los escalones, las ventanas, los muebles... y eso una y otra vez, ya que, como descubriría con los años, el fenómeno ni mejoraba con la costumbre, puesto que ocurría siempre igual. Además era hereditario, aunque por entonces no podía sospecharlo. Por el momento, tenía aquella declaración de amor que parecía sacada de una junta de accionistas y que le despertó una ternura infinita. Luego supo que su prometido era un hombre moderno, divertido, inteligente y dotado con una especie de sexto sentido para los negocios a largo plazo. Y como la modernidad, la diversión, la inteligencia y el futuro a cualquier plazo eran objeto de su interés, se sintió la mujer más afortunada del mundo.

Nunca ha habido, justo es decirlo, pareja mejor tramada.

Pero volvamos a la mudanza y no nos extraviemos por los atajos de la memoria, que todo lo revuelve, o esta historia corre el peligro de no tener final. Aquella mañana de fines de enero de 1899, la familia amaneció en una casa ya dispuesta para el último vistazo. Todo lo importante había sido embalado. Lo que permanecía en su lugar empezaba a ser víctima del abandono. Un ejército de mozos vestidos con guardapolvos azules llegó antes de que amaneciera y comenzó a cargar los carros. La señora se levantó antes de lo que en ella era costumbre y a las siete estaba ya vestida, perfumada y dando órdenes. Don Rodolfo había decidido ir en avanzada al nuevo hogar, y con él lo habían hecho también Eutimia y un puñado de operarios que debían terminar de montar los muebles.

A las doce del mediodía ya casi todos habían abandonado el viejo edificio. Algunos, como Juanita, la antigua cocinera, con lágrimas en los ojos. Otros, como los niños, con mucha más ilusión por el futuro que aguardaba que melancolía por el pasado que quedaba atrás. Salvo Amadeo, que iba enfurruñado porque su madre no le había permitido cargar con la caja de las tortugas, y la había confiado a uno de los mozos, privando a los animalitos del honor de hacer el recorrido acompañando a la familia.

Felipe les esperaba en la calle, con cierto aire de solemnidad que las circunstancias subrayaban, observado por un grupo de curiosos atraídos por tanto movimiento. La señora mandó a lodos salir en orden y pidió a Conchita que acomodara a los niños en la carretela. Cuando salía su hijo mayor le llamó:

—Amadeo. ¿Quieres hacernos el honor de cerrar tú por última vez?

Aquel ofrecimiento hizo olvidar al muchacho, que acababa de cumplir diez años, el desprecio de que habían sido víctimas sus tortugas. Agarró la llave y dándose aires de persona mayor echó el cierre, con dos vueltas, para siempre.

Luego, madre e hijo subieron al coche, donde esperaban Violeta —en brazos de Concha— y un Juan inquieto y deseoso de aventuras y todos juntos emprendieron el camino hacia la nueva vida. La señora saludaba con la mano a algunas damas y Concha hacía lo propio con sus criadas, pero sólo si éstas le resultaban simpáticas. Parecían princesas reales abandonando el palacio.

Salvar a aquellas horas el dédalo de callejuelas les llevó tiempo. Hubo que esperar varias veces a que el paso quedara libre. Recorrieron por última vez la calle Mercaders, atravesando la de la Avellana. Tropezaron con el afilador, con las burras de la leche en plena ordeña —la clienta esperaba de brazos cruzados en el portal y la señora le explicó a los niños que la leche de burra era muy buena para curar enfermedades del estómago—, con un carro cargado de pollos vivos, con el sastre a quien llamaban Pablo el Cojo a las puertas de su negocio y con el hedor de la vaquería de la calle de la Bomba, a cuya entrada rezaba un cartel:

SE DAN LAVATIVAS Y SE VISTEN DIFUNTOS

Giraron a la derecha, buscando la plaza del Ángel, pero la encontraron atascada de campesinos proclamando sus mercaderías a voces. Sin saber cómo consiguieron llegar a la cuesta de la Prisión y girar hacia Frenería. La señora, ansiosa por llegar al Paseo de Gracia, no dejaba de murmurar:

—¡Cómo vamos a agradecer perder de vista estas estrecheces!

Cuando por fin salieron a Las Ramblas, todos se sintieron aliviados de abandonar aquellas callejas heridas de muerte, donde todo lo que miraban estaba condenado a desaparecer.

En la parte alta de la Rambla de Canaletas se había instalado un vendedor de melones. La mercancía se amontonaba en el suelo, sobre la arena, y la señora le pidió a Felipe que parara y mandó a Concha a comprar un par de piezas. La nodriza eligió dos melones enormes, que sonaban como tripas llenas, y regateó el precio a menos de la mitad. Con aquel botín suculento, atravesaron la moderna Plaza Catalunya. Se sentían alegres como excursionistas, aunque Amadeo parecía la excepción o, si estaba feliz, no lo demostraba. Se le veía tan serio como siempre, silencioso, observando. Nunca fue muy aficionado a los cambios, ni siquiera de niño, y por ahora la casa nueva presentaba para él más incógnitas que motivos de celebración. Su hermano, en cambio, cantaba, dispuesto a festejar cualquier cosa: un adelantamiento a un tranvía de mulas —que ya comenzaban a ser antiguallas en las calles—, la fachada del palacio de los Sama —en cuyo interior, decían, se escondían estancias de lujo oriental—, la marquesina brillante del teatro Eldorado o, sobre todo, el paso frente al hotel Colón, en cuya terraza tomaban el desayuno los visitantes más privilegiados de la ciudad. Frente al lujoso establecimiento, por cierto, su madre tuvo que llamarle la atención:

—Juanito, que la alegría no te haga olvidar los buenos modales —dijo, severa, y a continuación se volvió hacia Concha, que sostenía a Violeta, dormida, entre los brazos—: Espero que no nos encontremos con ningún conocido. No tengo ganas de alternar con dos melones en los pies.

Un edificio rematado con tejados puntiagudos, que recordaba a un castillo de cuento, les dio la bienvenida al Paseo de Gracia. La avenida era tal vez la mayor conquista de las clases acomodadas de la ciudad. Amplia como sus ambiciones y opulenta como sus sueños, se mostraba al mundo con esplendores de escaparate. Allí, los industriales enriquecidos y los aristócratas de siempre podían pavonearse de su condición. El resultado era un bulevar tan espacioso y de horizontes tan abiertos como nunca se había visto en la ciudad. Algunas damas se detenían a saludar el paso de la carretela de los Lax y la señora correspondía con cantarina alegría, mientras se abrigaba con el rebozo de terciopelo. Hacía un frío intenso y pronto comenzó a caer una agüilla fina y congelada que los niños tomaron por nieve. En ese trote alegre de los corazones, que el caballo parecía secundar con su paso, alcanzaron el pasaje Domingo.

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