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Authors: Care Santos

Tags: #det_crime

La luz del porvenir. Revista de estudios psicológicos y ciencias afines

Nº 272. Junio de 1934

En ausencia y recuerdo de Maria del Roser Golorons

Texto del homenaje ofrecido

por Teresa Brusés de Lax

en el transcurso del pasado

Congreso Espiritista de Barcelona

(Fragmentos)

Del mismo modo que los nombres de Allan Kardec, el vizconde de Torres-Solanot, Miguel Vives o doña Amalia Domingo Soler son hoy reconocidos como fundadores de nuestra ciencia, me gustaría hoy glosar la figura de mi mentora, a quien muchos recordarán, Maria del Roser Golorons de Lax. Puede que no haya dejado obras que adornen los anaqueles de las bibliotecas, o que no haya protagonizado ninguna polémica encendida con ningún prohombre de la Iglesia, pero durante toda su vida, de un modo tan pertinaz como discreto, sembró la semilla de sus ideales y supo inocular a cuantos la escucharon la chispa de la libertad de pensamiento, la claridad de ideas y la infinidad del espíritu. Tuve la suerte de estar a su lado hasta el final y puedo asegurar que murió fiel a sus creencias y en compañía de los espíritus de sus seres más queridos. De algún modo, en su lecho de muerte dejó en mis manos el testigo de la lucha de toda su vida, convencida de que estos malos tiempos para nosotros y para el mundo terminarán por fortalecernos. Le prometí que vencería mi natural timidez y me adentraría en la senda que ella me mostraba y ésa es, precisamente, la razón que alienta hoy mis palabras, dedicadas al recuerdo y la memoria de alguien a quien llevo siempre en lo más profundo de mi corazón como una de las personas más buenas, generosas e inteligentes que he conocido. Que fuera la madre de mi marido sólo fue, en este caso, una circunstancia afortunada.

[...]

Por todo lo dicho hasta el momento, creo que son muchos los asuntos que requieren nuestro ahínco y nuestra total dedicación. El primero es el pacifismo. Debemos ser capaces de convencer a nuestra sociedad de aquello en lo que creemos: que un mundo sin armas, sin condenas a muerte, sin fronteras políticas, basado en la cooperación de los individuos, es posible. Para ello, debemos reivindicar la revolución social y cultural, que debe partir de nosotros mismos y no venir impuesta por gobierno o institución alguna —y ello incluye, claro está, la Iglesia católica, a la que respetamos profundamente, a pesar de que no acatemos sus leyes—. También es necesario que las mujeres dejemos de someternos al dictado del varón, que aprendamos a ser libres y a disfrutar de esa libertad tomando nuestras propias decisiones y, por supuesto, asumiendo nuestros errores. Sólo quien piensa por sí mismo se equivoca alguna vez. Debemos esforzarnos por dejar de ser unas niñas eternas. Renegamos de la educación actual, que produce mujeres ignorantes, sólo capaces de conducirse en casa y en sociedad. Queremos estudiar lo mismo que los hombres. Tenemos derecho a disfrutar de sus mismas lecturas, de sus mismos trabajos. Y también, ¿por qué no?, de su mismo lugar en algunos actos públicos —los enterramientos, por ejemplo—, de donde somos naturalmente excluidas, como si nuestro dolor o nuestra presencia fueran vergonzantes. Nuestra dignidad moral es aplicable a todos los ámbitos, incluidos aquellos que el amor enardece sobre todos los demás.

[...]

Para terminar, quiero poner sobre la mesa una cuestión que me inquieta en lo personal, sobre todo porque he visto cómo las costumbres establecidas acaban imponiéndose a nuestros derechos y nuestra dignidad en un momento en que no podemos oponer ninguna resistencia. Me refiero a los cementerios. Todos sabemos que existe en San Quintín de Mediona, localidad de la misma provincia de Barcelona, un camposanto espiritista mayor y más hermoso que el católico, y que se celebran allí numerosos enterramientos en los que ningún capellán católico impone sus ritos ni prohíbe la devolución del cuerpo a la tierra, como sí viene ocurriendo en nuestra ciudad de un tiempo a esta parte. Me parece que debemos ser cautos en este asunto, pero firmes. Hacer comprender a quienes se consideran dotados con la gracia de la razón que hay otros puntos de vista además de los suyos, pero jamás por la vía de la imposición, sino por la del convencimiento. Propongo que firmemos un documento solicitando un funeral sin rituales, a nuestro modo, y que perseveremos en esa idea, por mucho que nos tilden de supersticiosos, herejes o hasta hijos del diablo. Debemos asumir las dificultades de los momentos que nos ha tocado vivir y la enorme influencia de la moral tradicional sobre todos los estratos de nuestra sociedad, que en épocas revueltas prefieren siempre resguardarse bajo el alero protector de lo inmutable. A pesar de todo, debemos confiar en que vendrán tiempos mejores para nosotros y trabajar con esa esperanza. Y comenzar a asumir, amigos míos, que acaso hemos nacido con un siglo de adelanto.

De:
Valérie Rahal
Fecha:
2 de abril de 2010
Para:
Violeta Lax
Asunto:
Ay, el amor…

Ay, hija mía, me cuesta creer que, a tus años, no hayas reconocido los síntomas de esa enfermedad misteriosa que aqueja a tu padre. Ésa que le hace ser más simpático, guapo, elegante, derrochador, comunicativo y sensible que nunca. Está enamorado. Me ha llamado para contármelo, pero no le ha hecho falta. Ya lo sabía gracias a tu crónica de la cena. A él le he dicho que lo había adivinado por su modo de decir «hola». Creo que le he dejado impresionado.

Para ser sincera, tu padre no me ha llamado para decirme que está enamorado. Me ha llamado para decirme (por este orden) que está preocupado por ti, que me ocupe de ello y que se casa. La ceremonia (civil) será en Aviñón, este sábado, a las doce y media. También me ha pedido que te lo diga, que de antemano te disculpa por no ir y, por supuesto, que no hace falta que le regales nada. Está colado por esa chiquilla a quien le gustan los relojes caros. No te sientas mal: hace veinticinco años, yo habría pensado lo mismo que tú.

También me ha llamado Drina. Dice que te ha mandado una docena de mensajes y que no das señales de vida. Le he dicho que estás muy ocupada, que se te ha roto el ordenador y que has salido de viaje. Creo que ha notado que me esforzaba por excusarte y no me ha creído ni media palabra. Quería saber si vas a regresar pronto. Por lo visto se le acumulan los asuntos urgentes y se le agotan las explicaciones (y me parece que la paciencia). Entre las cosas que más le agobian está, me ha dicho, una entrevista para la CNN. Necesita dar una respuesta en menos de veinticuatro horas, según me ha parecido entender. ¡Vaya! ¡Tengo una hija importante!

Como no he sabido qué contestarle, te traslado la pregunta: ¿piensas regresar pronto? O mejor: ¿piensas regresar?

Con respecto al frustrado amor de juventud del que me hablabas hace dos correos, sólo debo decirte que esperaba algo más escandaloso. No entiendo por qué me has escondido tanto tiempo algo tan anodino. Amores imposibles los hay en los rincones polvorientos de todas las vidas humanas, Vio. No eres tan única como te crees. No en esto, por lo menos. A pesar de lo del cantante famoso que, lo reconozco, parece muy emocionante.

Ve a verle, anda, aprueba tu asignatura pendiente. Y después, corre a contármelo y recupera tu vida. Tus hijos y tu madre te necesitamos. Besos a raudales. También de Jason.

Mamá

XIX

El día 22 de octubre de 1912 los periódicos informaban de la épica llegada del ejército griego a las fronteras serbias para combatir a los soldados turcos. El lujo de detalles con que se describían los asaltos a trenes bajo la niebla, el robo de banderas al enemigo, la explosión de bombas de dinamita en mitad de la noche o la visión de la flota griega alejándose de las costas de Lemnos hacían sentir al heredero de los Lax la misma emoción que experimentaba de pequeño cuando Concha le contaba cuentos de su pueblo. No recibió del mismo modo la noticia de que un grupo de obreros ferroviarios de la línea Madrid-Zaragoza andaban fastidiando con sus peticiones, que traía la misma página. Cerró el periódico, bebió un sorbo del café negro de todas las mañanas, se ajustó el cinturón de su batín de seda y comenzaba a preguntarse qué emociones le depararía la jornada cuando la puerta se abrió sin que nadie hubiera llamado y las mejillas sonrosadas de Maria del Roser entraron en escena.

—Buenos días, hijo, ¿puedo pasar?

La pregunta estaba de más, puesto que ya había entrado y acababa de tomar asiento. Ante el locuaz silencio de su hijo, la madre se vio casi obligada a preguntar:

—¿Molesto?

—Me iba al estudio —repuso Amadeo, haciendo ademán de levantarse.

La mano de Maria del Roser le ciñó con energía el brazo.

—Sólo un segundo —dijo—. Necesito tratar contigo un asunto importante.

Amadeo se sentó, taciturno.

—Es sobre tu hermano. Últimamente le veo abatido. Apenas come.

—Estará enamorado, madre.

—¡Lo doy por hecho! Pero aún así. Hace un par de meses estaba enamorado con mejor humor.

Los ojillos inquietos de Maria del Roser recorrían la superficie del escritorio y todo su contenido. La carpeta de sobremesa, la batea y el secante de cristal tallado, los tinteros de plata, la lámpara eléctrica con flecos de cristal... en esencia, todo estaba igual a cuando aún vivía su Rodolfo. Sin embargo, ella lo sentía todo tan ajeno como si el lugar fuera otro. Tal vez la ajena fuera ella, se decía a sí misma.

Inquieto por el escrutinio despreocupado de su madre, Amadeo simuló poner un poco de orden entre sus papeles. Formó montones, cuidándose bien de qué documentos quedaban encima y qué otros debajo. Le temía a la desenvoltura con que Maria del Roser entraba allí y lo calibraba todo, tomando sin vacilar cualquier papel que llamara su atención y estudiándolo con mucho interés, mientras entornaba los ojos, como si sus documentos fueran fotografías de familia. Para evitar que viera*lo que no debía, Amadeo abrió el cajón derecho y ocultó en él una de las pilas.

—¿Quieres estarte quieto? —increpó la madre—. Me pones nerviosa. ¡Anda, si es el sello de los Brusés!

Sostenía una tarjeta de buena cartulina que había quedado al alcance de su mano y la estaba leyendo:

«Apreciado señor Lax: Es mi deseo encargarle retratos de mis siete hijastros y de mí misma. Venga a visitarme cuando le sea posible y negociaremos las condiciones. Haga llegar mis saludos a su mamá y hermanos. Cordialmente, doña Matilde Bessa, viuda de don Casimiro Brusés, naviero y exportador de café.»

—Vaya —sentenció Maria del Roser—. Los Brusés son una buena familia. Te conviene aceptar este encargo.

—Gracias, madre. Lo tendré en cuenta. ¿Hay algo más que debamos tratar en este momento?

Maria del Roser dejó la tarjeta perfectamente alineada al borde de la mesa, asegurándose de que no sobresaliera ningún borde. Luego, cruzó las manos sobre el regazo de seda salvaje con el mismo cuidado y observó:

—Ya veo que no vas a ayudarme con lo de tu hermano.

—Juan y yo apenas hablamos, madre. No está bien que me entrometa en sus asuntos. Además, ya es mayorcito.

—Sí, dieciocho años... La peor edad que puede tener un hombre. Edad de echar su vida a perder.

—¿No está exagerando un poco?

De nuevo Maria del Roser se entretuvo alineando la taijeta, pensativa.

—Menuda cruz llevo con vosotros, hijo. ¿No podríais hacer las paces? Por grave que fuera lo que ocurrió en el pensionado, ya queda muy lejos. Han pasado casi diez años.

—Ocho.

—Ocho, diez... qué más da. Seguro que hay remedio.

Amadeo tomó la tarjeta de la viuda del naviero exportador de café y la dejó sobre su carpeta.

—¿Qué tal está hoy Violeta? —preguntó—. ¿Se encuentra mejor?

Maria del Roser negó con la cabeza, abatida.

—Sigue vomitando. Conchita está con ella.

—¿La ha visto el doctor Gambús?

—Esta mañana. Le ha recetado ayuno y agua. Creo que este hombre envejece fatal. ¡Al menos le podría mandar unas pastillas! Está visto que los médicos ya no son como antes.

—Más tarde subiré a verla.

Maria del Roser tomó un abrecartas. Lo miró. Le dio la vuelta. Lo dejó de nuevo sobre la mesa. Tomó una caja de hojalata que coronaba una montaña de cuadernos. Leyó:
«Perry & Co, for rapid writers.»
La dejó de nuevo. Tomó otra: «Laxen Busto. Activo. Agradable. Inofensivo. Económico. No irrita ni provoca dolor.»

—¿Estás estreñido, hijo?

Amadeo perdió los nervios.

—Por favor, madre. Deje eso donde estaba.

—No hay que avergonzarse. La humanidad hace siglos que va estreñida.

—Debo recordarle que éste ya no es el despacho de padre. No puede entrar aquí y revolverlo todo.

Maria del Roser dejó la cajita de hojalata donde antes había dejado la tarjeta y consideró que su hijo tenía razón. Añadió:

—Es la costumbre, perdona.

—Hablábamos de Violeta —prosiguió él, retomando el hilo de la deshilvanada conversación—. Si no mejora en un par de días, mandaré traer un médico de Suiza.

—¡Pobre hombre! ¿Por qué de tan lejos?

—Los médicos suizos son los mejores.

Maria del Roser examinaba las paredes. No le parecía bien que el retrato de Concha sirviendo agua en el patio ocupara la pared principal.

—Ahí deberías poner un retrato de tu padre —sentenció—. Si lo hubieras pintado, claro.

—Estoy pensando en instalar el teléfono aquí. —Señaló la única pared libre—. Parece lo más lógico.

—Tu padre decía que el teléfono no le dejaba trabajar.

Amadeo suspiró. Había aprendido a respetar los malos días de su madre, aquellos en que la añoranza de otros tiempos la dejaba lánguida, quejicosa y dispuesta a perder el tiempo. Formaban parte de su rutina tanto como las visitas de Trescents o las peticiones domésticas de Eutimia.

—Es una lástima que no te encargues tú mismo de los negocios, como quería tu padre —continuó rezongando la mujer, observando con languidez la pared vacía.

—Madre, ya hemos hablado de eso muchas veces. ¿Por qué no le dice a Conchita que le prepare unas hierbas? ¿No tiene nada que leer?

Un mohín disgustado:

—Nada que me apetezca... Ya no existen escritores como los de antes.

—Además, no debe intranquilizarse por la marcha de los negocios. Mi insensatez no se refleja en las cuentas anuales. Todo lo contrario, van mejor que nunca. Incluso voy a ampliar mis horizontes al mundo del espectáculo, con la ayuda de Bassegoda.

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