—La cómoda también está repleta de ropa. —Arcadio señala un cajón recién abierto.
Violeta husmea en las cosas que hay sobre el mueble. Se prueba los guantes, que se adaptan perfectamente a sus manos pequeñas. El misal tiene letras de oro en el lomo. El otro libro es una novela:
Espirita,
Teófilo Gautier, lee en la cubierta. Es una impresión tipográfica de 1861, firmada por la Librería madrileña de Alfonso Durán. En las guardas lleva un ex libris de estilo modernista que representa un libro cerrado sobre el cual reposan una jarra de agua, una rama de olivo y una balanza, todo entrelazado con las iniciales O. C. G. O. Lo hojea. Tiene pasajes subrayados. Se detiene en el primero que encuentra, en la página 86: «A partir de este momento, todas las mujeres que había conocido se borraron de su memoria.»De entre las páginas cae al suelo un sobre de esquinas desgastadas. En el remite descubre un nombre que no le suena de nada: Montserrat Espelleta. Está dirigida a Teresa Brusés, pero no lleva dirección. Por su parte superior, limpiamente rasgada, Violeta extrae tres hojas de letra redonda y perfecta, que de inmediato le recuerda a la caligrafía de las monjas de su colegio. El encabezamiento reza: «Estimada señora.» La carta es demasiado extensa para leerla ahora. La guarda de nuevo en su envoltorio y continúa la pesquisa.
La caja de hojalata está serigrafiada con ilustraciones infantiles y lleva la marca de una vieja fábrica de galletas escrita con letras modernistas. Está llena de recortes de periódico y papeles viejos. Los mira con la expresión desolada de quien sabe que, por mucho que se esfuerce, no conseguirá entender tantos misterios.
El pasado, visto desde el presente, tiene este aspecto: un rompecabezas al que le faltan piezas.
—¿Pueden trabajar en las otras plantas mientras nos llevamos todo esto? —pregunta Arcadio.
Selvas concede el deseo, benévolo:
—Está bien. Pero háganlo cuanto antes.
Violeta se aburre de esperar, 1913
Oleo sobre tela, 95 x 41 cm
Barcelona, MNAC
El único retrato conocido de Violeta Lax Golorons, la hermana del pintor, es acaso uno de los más delicados de toda la trayectoria del artista. En él se representa a la ¡oven vestida de largo y sentada al piano, de lado, con una mano apoyada en la mejilla y la otra pulsando las teclas con escaso interés. Las perlas del pasador de pelo que luce la modelo, ¡unto con el cuadro que se aprecia en la pared del fondo —al parecer, un plano de la ciudad de Barcelona— han hecho que a menudo se vea esta obra como un tributo a Vermeer. Se han destacado muchas veces la expresividad del rostro femenino, el brillo de los ojos, la fugacidad del momento captado, la sutileza de la escena y el gusto por el detalle, tan notables en los retratos familiares de Lax. Destaca la firmeza en la ejecución, la pincelada amplia y limpia y el modo tan original de tratar el espacio, simplificando los planos. En cuanto a la gama cromática, la obra se asienta sobre el blanco del vaporoso vestido y los tonos pardos del piano —una pieza de la fábrica Cassadó y Moreu, de 1902, de caoba de Cuba y marquetería, perfectamente reconocible—, destacando la nota de color que aporta la rosa azul que la muchacha luce en el escote. En el lenguaje Victoriano de las flores, que Lax empleó con frecuencia en sus retratos, la rosa azul significa lo imposible. En este caso, el símbolo aludía a la curación de su hermana, que murió un año después de posar para este retrato, cuando sólo contaba dieciséis años.
Retratistas españoles del siglo XX.
(Catálogo de la Exposición)
Art Institute of Chicago, Chicago, Estados Unidos, 2010
Maria del Roser Golorons tenía sus razones para pensar que no había atendido bien a sus hijos. De hecho, a nadie de su posición se le pasaba entonces por la cabeza perder el tiempo cuidando mocosos. Para eso estaba el servicio, que sus buenos cuartos les costaba. Los niños afeaban las reuniones sociales y entorpecían las conversaciones. Era mejor mantenerlos apartados hasta que supieran comportarse como verdaderas personas.
De ese modo, los hijos de los ricos llevaban durante sus primeros años una existencia doble, que tanto les permitía conocer los aromas intensos de las cocinas como las delicadezas orientales del tocador materno y en que la felicidad dependía de actividades que harían sonrojar a sus padres, como amarrar la cola de los ratones que capturaban en la leñera o probar el rancho de legumbres y patatas de que se alimentaban los criados. Como todos los niños, los de los ricos también llegaban al mundo dotados de ese talento natural y caduco que les permitía distinguir las cosas que de verdad son importantes de las que no merecen la pena.
Amadeo no fue, en eso, una excepción. Durante los cuatro primeros años de su vida durmió en los sótanos, encajonado en el cuarto de Concha, donde su madre decidió instalarlo aquella noche en que desesperada bajó la escalera en camisón. El nacimiento de Juan requirió a la niñera más arriba y entonces se optó por trasladarlos a ambos al cuarto de jugar, donde las costumbres que habían comenzado en el subsuelo encontraron perpetuidad sin que nadie hiciera nada por evitarlo. El territorio de los niños no era de la incumbencia de nadie, salvo de la niñera. Conchita dictaba las normas con buen tino y, cuando no lo hacía, nadie se daba cuenta.
Una mañana, durante esa hora tan atareada que mediaba entre el desayuno y el paseo, Concha llamó con los nudillos a la puerta de la señora. Faltaba menos de una semana para que la familia se trasladase a la nueva casa.
—Ah, eres tú —dijo Maria del Roser, al verla por encima de las gafas, mientras escribía—. ¿Qué hay?
—Me gustaría contarle algo antes de que lo vea con sus propios ojos o le llegue por terceras personas —dijo.
Ante anuncio tan solemne, Maria del Roser dejó de escribir.
—¿Qué ocurre?
—Esta noche Amadeo se ha hecho una herida en la cabeza. Nada grave, apenas un rasguño.
—¿Y eso?
Conchita suspiró.
—Los dos hermanos se han peleado. Les he impuesto un castigo a ambos. Amadeo se ha ido a la cama muy enfadado. Daba tantas vueltas que ha terminado por caerse y golpearse la frente.
Maria del Roser se quitó los lentes, frunció los labios.
—¿Cuál ha sido el motivo de la pelea?
—Celos. Los dos querían dormir en mi cama.
La señora ponderó el caso.
—Creo que has obrado bien, Conchita. Gracias por informarme.
La nodriza no parecía satisfecha. Vacilaba ante la puerta.
—De todos modos, este tipo de conflictos terminará pronto —añadió la señora—. Amadeo ya tiene casi diez años y su padre y yo hemos decidido matricularle en el pensionado que los padres jesuitas tienen en Sarriá. A partir del quince de septiembre, nos despediremos de él hasta el próximo verano. Los padres son muy estrictos en eso, y no dejan salir a sus alumnos ni siquiera en las fiestas más señaladas. Eso sin contar que en la casa nueva tendrá su propia habitación, claro, como corresponde a un hombrecito como él.
La noticia cayó sobre Concha como un jarro de agua fría. No fue capaz de contestar.
—Eso es todo, Conchita. Retírate ahora, por favor. Debo terminar un artículo.
La niñera cerró la puerta tras de sí y se quedó en el pasillo, mirándose las manos, ajena a todo lo que no fueran sus pensamientos. Amadeo, su niño, su tierna criaturita, se iba a estudiar a un pensionado. Había pensado en ello alguna vez, hacía mucho tiempo, justo cuando comenzaron a llegar a casa aquellos profesores lacios y escuálidos, que lo mismo impartían dibujo que latín, todo con la misma desgana, y se convenció de que los señores se habían decidido por dar a los niños una educación privada a la antigua usanza. Ahora la noticia le había tomado por sorpresa.
Con el corazón acelerado, regresó al cuarto de los niños. Allí esperaba Amadeo, sentado sobre la cama, mirando hacia la puerta como el reo que aguarda su última hora. Sus hermanos tomaban el desayuno ayudados por Carmela.
—¿Me has delatado? —le preguntó, nada más verla.
Conchita cerró la puerta despacio. Negó con la cabeza. El niño se lanzó a sus brazos, con tanta fuerza que por poco la hace caer. Ella acercó la cara al pelo recio y oscuro del chiquillo, aspiró con fuerza y de inmediato sintió ganas de llorar. Su criatura, su Amadeo, su Tito. No podía dejar de pensar en las palabras de Maria del Roser y en lo que vendría ahora. Cuando el niño regresara, ya se habría acostumbrado a estar sin ella, a comportarse como el hombre que sería algún día.
Se sobrepuso para regañarle, como era su obligación:
—He mentido por ti, como me has pedido, pero si incumples tu promesa se lo contaré todo a tu madre, ¿me has entendido bien?
—¡Claro que sí, Conchita! ¡Eres la mejor! ¡Te quiero mucho! —Amadeo se aferraba a su cintura y la ahogaba con su abrazo. Su fuerza ya no era la del niño pequeño que ella se empeñaba en proteger.
—Y ahora, ve a desayunar. La leche se está enfriando.
Amadeo la besó aún media docena de veces antes de unirse a sus hermanos. Como en otras ocasiones, Conchita disfrutó de las muestras de cariño, pero sin dejar de preguntarse si estarían bien en un niño tan crecido. Juan sólo tenía seis años y ya no se comportaba así. Claro que cada cual tiene su modo de ser y sus necesidades, que se muestran ya en la tierna infancia, se convencía la nodriza, mientras sus pensamientos se alejaban de nuevo. El pensionado. Los jesuitas de Sarriá. Septiembre. Una habitación para él solo.
Ni siquiera se atrevió a decírselo a Amadeo. El conflicto de la madrugada pasada era uno de los motivos. Juan se había levantado de pronto, asustado por una pesadilla, y había acudido a la cama de Concha. Pero al apartar las cobijas se encontró con que Amadeo ya estaba allí, durmiendo un sueño tibio, muy abrazado al cuerpo de la mujer.
—Tengo miedo. Quiero dormir contigo —suplicó Juan.
Amadeo se revolvió. Sin despertar del todo le dijo a su hermano que se marchara, que aquél era su sitio.
—Tú llevas ahí un buen rato. Ahora me toca a mí. Tengo miedo —repitió Juan.
Conchita creyó que el pequeño tenía razón. Trató de hacérselo entender a Amadeo. Pero Amadeo no estaba dispuesto a entender.
Entonces Conchita le dejó su cama y se instaló en la de Juan, con el miedoso entre los brazos, pero Amadeo no se conformó. Comenzó a llorar, desesperado, mientras le gritaba que volviera con él y le aseguraba que él también tenía mucho miedo.
—Si no vienes ahora mismo, me moriré —decía, en pleno ataque de rabia.
Se levantó, intentó arrancar a Concha del lado de su hermano, y como ella se mostró inflexible regresó a la cama a regañadientes, furioso, y comenzó a golpearse a propósito la frente contra la cabecera. Una, dos, tres, cuatro veces, hasta hacer que Conchita se levantara, alarmada, y le detuviera justo en el momento en que se disponía a herirse otra vez. Se había abierto una brecha en la cabeza. La mujer tuvo que dejar a Juan y a la pequeña Violeta —que dormía en su cuna, ajena a todo— para ir en busca de agua y jabón con que lavarle a Amadeo la herida. El resto de la noche la pasó con él, sentada sobre la alfombra, acunándolo como si fuera un bebé, susurrando junto a su oído:
—¿Por qué has hecho esto, criatura? ¿Por qué me haces esto?
Amadeo se acostumbró pronto a salirse con la suya. Lo demostró desde el primer momento, poco después de llegar con su cuna al cuartucho de Conchita, en esa época en que a ella le gustaba dormirse mirando la carita plácida de su bebé y deslizar una mano entre los barrotes para acariciarle la mejilla. Cuando el niño le agarraba el dedo, ella cerraba los ojos y se sentía afortunada.
—Tienes un nombre muy grande para lo pequeñito que eres —le dijo una vez—. Te voy a llamar Bonito. Porque eso eres, lo más bonito del mundo.
Una noche, tendría ya quince meses, su niño bonito estableció una nueva norma. Despertó a las tres de la madrugada, miró a su nodriza y sin pensarlo dos veces escaló los barrotes de la cuna y se acurrucó junto a ella. Concha sintió un calor agradable, como de animalito, y en la duermevela sólo consiguió pronunciar una frase:
—Bonito, vuelve a tu cuna.
No le sirvió de nada. Amadeo, como haría muchos años después en aquel mismo sótano, acababa de disponer de otra cama y de otro cuerpo como si fueran de su propiedad.
—Bonito... —susurraba ella, impotente.
—Tito aquí —dijo él, con aquellas palabras balbuceantes que tenían a Concha fascinada, y cerró los ojos.
La nodriza no volvió a recordarle a su pequeño que debía dormir en su cuna. Disfrutaba demasiado de su amor sin condiciones, de su abrazo cálido, de su seguridad a la hora de quererla, de preferirla. No le había ocurrido nunca nada igual. Con nadie.
Cuando se mudaron a la habitación de arriba el hábito continuó, aunque ya no todas las noches. Amadeo abandonaba su cama cada vez que le venía en gana y se instalaba en la de ella. Cuando fue algo mayor y la cama quedó estrecha, Concha no pegaba ojo en toda la noche por miedo a relajarse y que se le cayera el niño. Incluso así, le compensaba. Ahora Amadeo la abrazaba más fuerte y le decía al oído lo mucho que la quería. A menudo lloraba desconsolado, con hipidos de niño muy pequeño, y ella le calmaba con palabras y con caricias. Siempre lo conseguía. Conchita era, por entonces, el único bálsamo capaz de quitarle al primogénito de los Lax aquella tristeza y aquel inconformismo con los que, si razón aparente, había nacido.