Habitaciones Cerradas (17 page)

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Authors: Care Santos

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IX

El jueves 9 de abril de 1925, en contra de su costumbre y acompañada de su hermana pequeña, Tatín Brusés hizo una visita a Maria del Roser Golorons.

—Comprenderá, querida, que no podía tratar este asunto tan inusual más que en persona —dijo, dejándose caer sobre el terciopelo amarillo, envuelta en una nube de olor a rosas, las piernas de seda cruzadas con elegancia, en los labios una sonrisa casi desdeñosa y en las manos y las orejas un conjunto de rubíes que desecaría de la envidia a más de una, aunque no a su anfitriona, por cierto.

Al lado de la sofisticación de Tatín, el gesto discreto de su acompañante destaca sin remedio en la escena. Es Teresa, la pequeña de los siete vástagos que dejaron en el mundo los Brusés. Quiere causar buena impresión, pero sus ojos recorren de un lado a otro la estancia, tal vez como lo haría ella misma si no tuviera que guardar las formas. La viuda de Lax sabía de ella por un retrato que le hizo su Amadeo algunos años atrás, aún vestida de corto, pero se ha llevado una gran sorpresa al verla aparecer transfigurada en una joven de belleza turbadora y expresión triste.

Las dos hermanas se parecen en muchos de sus rasgos. Comparten las ondas doradas del pelo, el claro de los ojos —aunque los de Teresa son más grandes y de un azul más intenso— y la delicadeza de pómulos y mentón. Sin embargo, más allá de estas coincidencias, son bien distintas. Tatín tiene una corpulencia compacta, rectilínea, el cuello grueso y las manos y los pies demasiado grandes. Teresa es todo lo contrario. Posee un talle fino y hermoso y un aire de hada desgraciada que la hace irresistible. Viéndolas una al lado de la otra, Tatín parece una versión más tosca de la misma obra, como si el escultor hubiera ensayado con ella para luego esmerarse en la ejecución definitiva.

—Ya ves, Tessita —dice Tatín Brusés, con el estilo directo que suele emplear en cualquier reunión—, la señora Lax te comprende y nos ayudará.

La hermana menor no parece muy alegre. Sigue observándolo todo, silenciosa. Tiene una sonrisa mustia dibujada en los labios. Parece una flor esperando la primavera.

La entrevista tiene lugar a esa hora de la tarde en que el sol dora los ambientes y lo reviste todo de una pátina de sensualidad. Para que el fenómeno sea apreciable en todo su esplendor, la viuda de Lax ha mandado recoger los cortinajes lo justo y ha situado a sus invitadas de perfil a los ventanales. La chimenea está apagada y el
Tannhäuser
de Wagner otorga al gramófono un romántico protagonismo.

La elección de la música ha sido una de las decisiones difíciles de la tarde, después de que un cochero dejara una tarjeta caligrafiada por la propia Tatín, anunciando su visita con la intención de exponer «unos asuntos muy delicados». En plenos preparativos, la señora ha creído de pronto que en el salón había demasiados tapetes de ganchillo y ha mandado retirarlos a toda prisa mientras Conchita enumeraba la discografía disponible, pero a la viuda de Lax nada le parecía bien. Ni el
Ave Maria
de Schubert («muy beato para esta hora»), ni Carlitos Gardel en
Pobre mi madre querida
(«¡qué tristes son estas canciones modernas!») ni
El relicario de
la Meller («no, no, en ésa todas son morenas y ella es rubia como el oro, a ver si se va a ofender») ni
La Santa Espina
(«Jesús! ¡Tira eso ahora mismo! ¿Es posible que desde que manda Primo no hayamos puesto música?»). Cuando Concha encontró el
Tannhäuser,
la señora logró relajarse porque, según opinó «Wagner va con todo».

Otra decisión complicada fue el refrigerio. Todos sabían que Tatín Brusés no era una de esas mujeres aficionadas a calentar sillones en salones ajenos. Cuando Tatín Brusés salía de casa, siempre envuelta en su perfume de rosas, lo hacía con la intención de conquistar el mundo. Era de dominio público que lo había logrado repetidas veces. Para la visita había elegido, además, una hora crítica: las seis de la tarde; demasiado pronto para un aperitivo y demasiado tarde para un té con pastas. Y no ofrecer nada habría sido una descortesía imperdonable, se decía Maria del Roser. El café se le antojaba tan vulgar como el licor, encargar dulces a alguna confitería era precipitado y poco original y, en fin, ninguna solución era de su gusto y el tiempo se le echaba encima. Hasta que fue con sus dilemas a Vicenta y ésta les puso fin con sólo cuatro palabras: «Usted déjeme a mí.»

Y ahora la conversación se ha agotado, igual que la merienda, y ambas señoras pueden considerar cumplidos sus propósitos: Tatín el de encontrar eco al mal de su hermanita y Maria del Roser el de sorprender a su difícil invitada con algo diferente. Satisfechas ambas, el sopor amenaza con llegar a la reunión. Sin embargo, quien llega es Amadeo.

La viuda de Lax oye el familiar tropezón con el pámpano y al instante se enorgullece de anunciar:

—Aquí está mi hijo.

La florecilla revive de pronto, amagando un grito de emoción.

Tatín la mira con reproche. «Bien está que te hayas enamorado como una mema, pero compórtate como una dama», parecen decirle sus ojos.

es que por eso, ni más ni menos, han venido. Las cuestiones delicadas a que ha aludido en su billete la siempre sorprendente Tatín Brusés han resultado serlo mucho más de lo que a cualquiera se le hubiera ocurrido pensar.

—Odio los circunloquios innecesarios, señora —ha espetado, nada más intercambiar los saludos iniciales—, y por lo que sé de usted, tengo el presentimiento de que puedo hablarle con franqueza. No sé cuánto hace que mi hermana siente hacia su hijo Amadeo un amor como una enfermedad, que la tiene todo el tiempo triste e insoportable. Me he decidido a venir para ver si entre las dos, usted y yo, se nos ocurre algo que hacer para remediar en algo el sufrimiento de la criatura. Y, de paso, para invitarles a usted y a don Amadeo a su puesta de largo, que celebraremos el próximo mes y que temo que más recuerde a un funeral si la festejada no está de mejor humor.

Maria del Roser tampoco se ha andado por las ramas. De una vez le ha explicado a las dos hermanas que su hijo detesta las reuniones sociales y que jamás asiste a puestas de largo ni a cualquier otro acto donde deba alternar con más de diez semejantes. Para suavizar un poco la rudeza de la información, ha añadido:

—Él se debe por entero a su talento, háganse cargo. Encuentra estas cosas una mera distracción.

—Como debe ser —ha estado de acuerdo Tatín.

Teresa, en cambio, a punto ha estado de comenzar a sollozar allí mismo. Si no lo ha hecho ha sido porque en ese momento llegaba por el pasillo Conchita, arrastrando un tintineante carrito de plata.

—Ah, la merienda —ha suspirado la señora.

Sobre la superficie bruñida de la bandeja lucían tres tazas de porcelana. Parecían de consomé, pero en su interior temblaba un líquido blanco espolvoreado con una sombra parduzca. Desprendía un olor dulce y delicioso. Las señoras han olisqueado, sin hacer preguntas. Todavía.

—Me encanta la canela —ha afirmado Tatín, eufórica, en cuanto Concha le ha entregado su taza y su cuchara.

—Nuestra cocinera inventa cosas originales todo el día —ha aseverado Maria del Roser.

La sorpresa ha sido mayúscula cuando han encontrado arroz dentro del líquido.

—Dan ganas de migar pan —ha opinado Tatín.

—Tal vez en ese caso sería mejor servirlo caliente —ha apuntado la viuda de Lax.

La única que no ha dado su opinión ha sido Teresa, pero ni el silencio ni la tristeza ni siquiera el amor le han impedido terminar su ración hasta más allá de lo que la buena educación manda.

—Por Dios, Tessita, deja algo para los criados —la ha amonestado su hermana mayor. La niña ha enrojecido. La dulzura del momento ha animado a Tatín a insistir—: Volviendo sobre lo nuestro, querida... ¿Cree usted que habría alguna posibilidad de desviar a don Amadeo por unas horas de sus obligaciones con el arte? Toda nuestra familia se sentiría muy honrada con su presencia. Hágase cargo que le admiramos desde que tuvimos ocasión de posar para él por deseo de mi tía Matilde.

—En el cielo esté —ha susurrado Maria del Roser, sin pensar.

—¡Sí, sí, y que nos espere allí muchos años! —ha apostillado Tatín, como sin querer, como si aquellas palabras se hubieran deslizado en su discurso sin ella pretenderlo. Ha proseguido—: En fin, señora mía, le aseguro que la fiesta será agradable. Hemos contratado una orquesta de Sabadell que interpretará cuatro fantasías de Wagner, nada ruidosas —ha señalado el gramófono—; ya veo que en eso también coinciden nuestros gustos. Y le prometo que haremos lo posible para que se sientan ustedes como en su propia casa.

Maria del Roser se ha visto en el compromiso de proporcionar alguna esperanza a su invitada:

—Está bien, haré cuanto esté en mi mano. Pero no puedo prometerles que...

—¡Por supuesto que no! —Tatín ha meneado la cabeza—. ¡No quiero comprometerla a nada! ¡Demasiado me he atrevido ya con esta petición!

Cuando Conchita ha devuelto las tazas al carrito, su señora tenía ya la certeza, y la tranquilidad, de que la merienda había sido todo un éxito.

—¿Y tiene algún nombre la receta de su cocinera, señora Lax?

La señora ha pedido auxilio con la mirada a su fiel Concha.

—Vicenta lo llama arroz con leche —ha contestado la nodriza.

—¡Qué original! ¡Arroz en la leche! ¡Cómo se le habrá ocurrido!

Maria del Roser, crecida de orgullo, se dejaba mecer por aquellas palabras que le sonaban a gloria. Después del milagroso potaje, hasta la criatura pasmada tenía mejor color.

Y en éstas, decíamos, llega Amadeo, a una hora en que nadie le esperaba aún y que sólo un año atrás habría sido impensable. Pero la edad, o tal vez el éxito, le están volviendo más hogareño.

Habría sido muy desconsiderado pasar de largo. De habitual, si no halla a nadie en su recorrido, anuncia su llegada a través de alguna camarera y corre a refugiarse en su estudio de la buhardilla. Pero hoy es jueves, día de visita, y dos damas conversan con su madre en el salón. Se desvía de su camino para saludar. Sólo unos metros y sólo unos minutos. Eso piensa, por lo menos. Pero ahí está Teresa. Hermosa como una aparición funesta. Lánguida como la protagonista de una ópera. A punto de cumplir dieciocho años. Vestida a la moda, con una falda que le llega a media pantorrilla, un sombrero en forma de casquete adornado con una flor, los bucles de su melena rubia escapando del recogido que lleva en la nuca, los ojos más azules que ya no recordaba.

Al verla, Amadeo siente ganas de llevársela a algún lugar donde nadie les moleste.

Al verle, Teresa siente que la emoción la deja sin aire.

En el salón flota un olor dulzón que otorga al momento una ambientación como de confitería selecta.

—Ah, hola hijo —saluda Maria del Roser, mientras su hijo la besa en la mejilla—, precisamente estaba hablando de ti con las señoritas Brusés.

Amadeo se inclina para besar la mano de Tatín. Cuando hace lo propio con Teresa, la muchacha abre mucho los ojos, como si estuviera ante un espejismo.

—Tatín ha tenido la gentileza de invitarnos a la puesta de largo de Teresa —prosigue la madre—. La recuerdas, supongo. El mes que viene cumple dieciocho años.

—¿Puesta de largo, ya? —Amadeo se vuelve a mirarlas—. ¡Qué rápido pasa el tiempo! Si parece que fue ayer cuando la retraté a usted enseñando las rodillas. Aunque observo que los años se han encargado de mejorar mucho a la modelo. —Teresa enrojece. Amadeo aprovecha la ventaja para añadir—: Será todo un honor sacarla a bailar el día de su entrada en la edad adulta. Si su guardiana me lo concede, claro.

Amadeo comprueba satisfecho el efecto de sus palabras. La joven siente como si su corazón fuera a reventar. La hermana mayor se levanta, dispuesta a marcharse y convencida de que la visita ha tenido un estupendo colofón. Las plumas de su sombrero rivalizan en altura y aparatosidad con los flecos de la lámpara del techo.

Maria del Roser frunce el ceño, pensativa. Cuando puso tanto énfasis en la animadversión de su hijo hacia las fiestas no tuvo en cuenta un detalle fundamental: que a Amadeo le vuelven loco las jovencitas.

El pintor inclina la cabeza, farfulla una disculpa y desaparece escaleras arriba.

El espejismo desaparece con él.

De:
Violeta Lax
Fecha:
20 de marzo de 2010
Para:
Valérie Rahal
Asunto:
Dos fotografías

Querida mamá: tienes razón.

Soy mejor hija a distancia. Estos mensajes torrenciales son la mayor evidencia.

Haz el favor de no preocuparte en exceso. Estoy bien. El tono «jactancioso» de mis cartas (conste que la palabra es tuya) se debe a que me hago mayor y me vuelvo grandilocuente. No me tomes muy en serio, ¿de acuerdo? Soy una pesada, ya lo dice Daniel.

Y el misterio de mi pasado sentimental barcelonés no es tal. Te lo explicaré, lo prometo, cuando tenga mi propio ordenador y algo de tiempo. De momento, sigo siendo una parásita en casa de Arcadio.

Te escribo porque he encontrado la foto de la que me habló papá el otro día. Y no sólo ésa. Hace mucho tiempo guardé una caja con papeles y libros en el trastero, junto con unas pocas cosas que no quería imaginar en manos de los inquilinos del piso. Te ahorro la descripción de las capas de suciedad que tuve que atravesar para encontrarlas. No puedes imaginar qué emoción experimenté al abrir la caja. Me pasé horas admirándolo todo. Sobre todo las dos fotos, que son impresionantes. En cuanto pueda te las adjuntaré, para que también tú las tengas a mano.

¿Cómo fue la verdadera historia de Amadeo y Teresa, mamá? ¿Hay alguien de la familia que se haya preocupado por saberlo? Se conocieron cuando él la pintó a los doce años, vamos a suponer que eso es cierto, pero ¿qué ocurrió después? ¿Cómo intimaron? ¿Cómo fue el día de su boda? ¿Cómo era su convivencia? ¿En qué se basaba su relación?

Estas dos fotografías son la única respuesta que tenemos a estas preguntas.

La primera es de la biografía cuya existencia me recordó papá la otra noche. Se publicó en la colección Gent Nostra. La foto aparece en la página doce. En el pie dice: «Amadeo Lax y su esposa, en la única imagen de estudio que se conoce.»Es un retrato de boda, en tonos grises. Teresa está sentada en un escabel. A su espalda, de pie, está el abuelo. La mano de él reposa sobre el hombro de ella. Parece un gesto tierno pese al acartonamiento de la situación. Teresa corresponde a la caricia, también con su derecha, y no pasan inadvertidos al observador los anillos que lucen sus dos anulares. Ella descansa la mano izquierda en el regazo, una delicadeza de tules que se prolongan hasta el suelo. El vestido tiene mangas largas y un escote muy modoso. Lleva también un tocado de tul, muy a la moda de los años veinte, del que surge un velo bordado. Está un poco inclinada hacia delante, como si esperara ansiosa el final de la sesión para comenzar a celebrarlo y sonríe con sinceridad infantil. Parece muy joven, aunque tenía veintiún años. Es preciosa.

La expresión del abuelo, por el contrario, es la de la serenidad satisfecha. No es para menos: se ha casado bien, con una joven bella y de buena familia. El matrimonio ha sido bendecido por todos, incluso por él mismo. El rictus de su boca reprime una sonrisa. Tal vez se divertía observando los esfuerzos de su joven esposa, a quien el retratista puede que reprochara su falta de seriedad, su ímpetu. Tiene un porte distinguido, enfundado en su chaqué oscuro, con chaleco, leontina de oro, plastrón de raso y sombrero de copa. No le falta ni uno solo de los complementos que delatan la clase privilegiada a la que pertenece, incluidos los guantes de piel de Rusia, que sujeta con la izquierda. Resulta un hombre todavía joven y atractivo. Seguro que Teresa también sería muy envidiada por tenerle como esposo. Pero lo mejor de su expresión es su mirada, fija en el objetivo, iluminada por el brillo inconfundible de la felicidad.

La segunda foto me la envió papá hace algunos años y de ésta, que yo sepa, no existe otra copia. Es decir, nunca se ha publicado. Tal vez por eso ni él ni yo nos acordábamos de su existencia. Se tomó en el estudio del mismo fotógrafo cuatro años más tarde. En ella, Amadeo Lax aparece vestido con su usual elegancia. Como la moda masculina evoluciona con lentitud, se diría que no se ha cambiado de ropa en todo este tiempo. Sobre el chaleco, destaca otra vez la leontina. El sombrero reposa sobre una mesilla, a su lado. Sin embargo, ahora sus labios se fruncen en un rictus antipático. Ha ganado unos kilos desde la última vez que posó en este lugar. Se diría que ahora no siente necesidad alguna de complacer a nadie. Ni siquiera a quienes posan a su lado.

Frente a él, Teresa se acomoda en una silla. Va vestida con una sofisticada elegancia. Falda tobillera, blusa bordada y zapatos de tacón. Lleva el pelo recogido en un moño algo suelto. Ya no es la jovencita alocada e impaciente de su foto de boda. Tiene veinticinco años —estamos en 1932—, pero parece una cuarentona. Está flaca, ojerosa y desmejorada. Tal vez no se ha recuperado aún del parto. Entre los brazos, sujeta al bebé de apenas unas semanas de vida —papá, vestido con su ropa de bautizo— y le sonríe amorosamente. Sólo esa sonrisa diluida recuerda a la mujer de la otra fotografía. La felicidad, en esta ocasión, no ha pasado a la posteridad.

De todos los retratos de Teresa que conozco, éste es el más cruel. Papá recién nacido. El abuelo representando su papel de padre respetable. Y ella, esa gran incógnita.

Qué curioso. Durante años, procuré que estas fotos no se reprodujeran en ninguna de las biografías del abuelo. Lo hice por respeto a su memoria, a su dolor antiguo, pero también a papá, que no necesita hablar de su madre para mostrar hasta qué punto le duele haber crecido sin ella, hasta qué extremo le reprochó siempre que le abandonara.

La historia de la pintura, del arte, de la literatura, está repleta de personas insufribles que derrochaban talento. Son seres que adornan los manuales pero que constituyen un verdadero castigo para quienes tuvieron la desgracia de convivir con ellos. Puede que el abuelo fuera de ésos, aunque a tanta distancia de su rictus de superioridad no hay modo de saberlo. La posteridad alarga las sombras y borra los perfiles. De otro modo, tal vez las generaciones futuras no hallaríamos nada que admirar.

Durante años contribuí, con absoluto convencimiento, a borrar a la Teresa real de la memoria familiar. Para mí, Teresa sólo era un motivo artístico, una inspiración afortunada, igualada en rango a las damas de la alta sociedad que gracias al abuelo mantuvieron su encanto y su fama indemnes al paso de las décadas.

Ahora ya no. Ahora siento que los ojos de Teresa me reprochan haber sido tan crédula. Siento que mi abuela me pregunta por qué nunca me atreví a ir un poco más allá. Hacia la verdadera expresión de su rostro al mirar a su bebé, por ejemplo.

Creo que nunca debimos dejar de mirar esas fotos, mamá. Contienen una verdad capaz de cambiarlo todo.

Buenas noches,

Violeta

P.S.: ¡Se me olvidaba! Ayer visité el Cementerio de Poble Nou, sólo para comprobar si es cierto lo que se dice en aquella entrada del blog que me enviaste. La tumba de Francesc Canals Ambrós es un lugar increíble. Exactamente como se describe en el artículo. No te rías, pero no pude resistir la tentación de pedirle un deseo al santito popular. Lo escribí en un papel y lo eché por la ranura.

Si se cumple, te lo cuento.

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