—Yo me llamo Víctor, y éste es mi amigo Javier.
—Ah, qué chingones... —dijo Muñeco, asintiendo con la cabeza.
Ese pequeño acto social, de intercambiarse los nombres, tranquilizó un poco a Víctor. Era como si algo quedase todavía de los viejos protocolos, como un paso en la dirección correcta.
Pero de pronto, Muñeco preguntó algo más, y el camino de baldosas amarillas de Dorothy se desvaneció otra vez.
—Y nomás digan adónde iban, amigos Víctor y Javier... ¿estaban yendo al kilo?
Javier abrió la boca para decir algo, pero luego se detuvo. Miró de soslayo a Víctor, como si de repente no supiese qué hacer. Víctor volvía a sentir flojera en las rodillas; el zumbido en las sienes era el corolario de la semilla del miedo, que otra vez empezaba a germinar en su interior.
No se lo ha tragado. No se ha creído una mierda de lo de Madrid
.
Y por si fuera poco, Malacara hizo girar el cargador de su escopeta —
clac, clac—
sin dejar de mirar la sanguina que venían arrastrando, dejando preparado el siguiente cartucho en la recámara.
—Eh, tío... —dijo Javier, extendiendo ambas manos—. Vamos a Madrid, joder... ¡te lo juro!
—¿Qué llevan ahí en la bolsa? —preguntó Muñeco con cierta parsimonia, indiferente a las explicaciones de Javier.
La palabra llegó como una roca descomunal lanzada por una catapulta de asedio. ¡La bolsa! Víctor la percibió brevemente, apretada contra su cuerpo, sujeta por una pequeña cinta negra que empezaba a deshilacharse. La aguja de ALERTA MÁXIMA aceleró en su indicador invisible y sobrepasó el nivel ROJO de PELIGRO ABSOLUTO en medio segundo. Quiso mover la lengua, pero descubrió que estaba seca como la suela de un zapato y raspaba al contacto con el velo del paladar. Abrió la boca para tragar aire, pero lo percibió rancio y viciado.
Son bollos rellenos de naranja amarga, Muñeco. Son un kilo de alpargatas. Son doce ositos de felpa con una leyenda en su pecho que dice: «I ? Almuñécar». Es todo lo que tú no quieres que sea, te lo juro, Muñeco, lo que sea que haga perder tu interés por ella. Eso es lo que contiene
.
—Es... es un trabajo de investigación —se escuchó decir con creciente horror— que estoy haciendo sobre la Pandemia Zombi.
—¡Vaya! —exclamó, y rompió a reír con una poderosa carcajada—. ¡Un trabajo de investigación! He escuchado un buen montón de cosas en mi vida, y la neta que tengo un chingo como para parar un tren, pero ¡ésta se pasó de lanza! Pues ni modo, amigos, un trabajo de investigación, ¿de qué onda?
Siguió riendo un rato más, mientras Malacara (que seguía sin levantar la vista) pasaba por encima de un batiburrillo formado por piernas, brazos y una espina dorsal que parecía el fósil de un lenguado gigante.
—Es... es en serio —protestó Víctor, pero su propia voz le sonó harto dubitativa y nada convincente.
Malacara se acercaba poco a poco. Ahora empezaba a levantar la mirada hacia ellos, con un gesto de cotidianidad que le resultó en extremo escalofriante. Tenía la expresión aburrida y fastidiada de quien va a abrir el escaparate de su tienda y de quien lo ha hecho cada día durante los últimos treinta años.
—¡Pues ni modo! —soltó Muñeco. Y entonces torció el gesto. Sus ojos adquirieron una profundidad especial—: Vamos... pinche pendejo. Ábrela... abre la bolsa.
Echó un vistazo a Javier, pero se había escabullido al mundo de los idiotas, mirando a Malacara con esa vieja expresión que conocía tan bien: los ojos como platos, y la boca formando una O perfecta. No iba a serle de ninguna ayuda.
Víctor depositó la bolsa en el suelo, descorrió la cremallera y hurgó en su interior. Sacó dos, tres, cuatro cuadernos de varios tipos y tamaños (uno, con la tapa rosa, mostraba una sonriente Hello Kitty), y se los enseñó con maneras lentas y elegantes, como un prestidigitador que acaba de extraer un conejo de una chistera. ¿
Ves
?, decía,
sólo cuadernos. Por el amor de Dios, sólo son cuadernos
.
Muñeco no parecía impresionado por lo que le estaban enseñando, y Víctor introdujo la mano otra vez. En el lateral de la bolsa, las siglas CK despuntaban a la luz del sol como si fueran reflectantes.
Entonces palpó algo bien distinto: el mango de la pistola. Sus ojos centellearon brevemente, con la idea de sacarla y soltarle un tiro a Mala Follada y a su amigo, Jodedor de los Cojones. ¿Podría hacerlo lo bastante rápido?, ¿sería capaz de no fallar? Su mente trabajaba febrilmente con las piezas de una ecuación con demasiadas variables en contra, y una de ellas eran las balas mojadas. ¿Funcionarían? Intente despejar las incógnitas, secar las balas y hallar el valor de
x
mientras esquiva los disparos de
z
y
n
.
Malacara debió de notar algo, porque se detuvo como si hubieran congelado el tiempo, con un pie en el aire. Tenía los ojos fijos en él. Víctor se congeló también... le temblaba la nuca y eso hacía que su cabeza se sacudiese apenas perceptiblemente. ¿
Lo sabe>? Ese cabrón lo sabe...
Ese pensamiento lo decidió. Pero por fin, apartó la mano de la culata y extrajo una bola de papel de aluminio. La abrió, y le enseñó varias cintas de mini-DV, sin marcas ni etiquetas.
—¿Lo ves? —decía Víctor una y otra vez—. Sólo material de trabajo. Soy periodista... recopilo documentación, datos...
Muñeco y Malacara intercambiaron una mirada. Transcurrieron apenas un par de segundos, pero para los dos compañeros se convirtió en un instante eterno, consumidos como estaban por las dudas de lo que pasaría después. En ese instante eterno, Víctor se descubrió mirando la bola de papel de aluminio, abierta en sus manos. Era igual al que usaba su madre para envolver las meriendas que se llevaba al colegio, sólo que en vez de cintas de vídeo, allí solía haber bollos Bimbo con chocolate. El bollo era dulce, aunque seco, pero con el chocolate sabía delicioso, y muchos de los otros niños lo codiciaban, porque la alternativa eran unos panes resecos empastados con mantequilla que repartían en el colegio por las tardes, de un sabor tan extraño e intenso que su olor se quedaba pegado a uno durante muchísimas horas. Se sentía igual de desamparado que entonces, cuando miraba su bollo y sabía que el Gordo o cualquiera de los otros podía aparecer y quitárselo en cualquier momento, cosa que ocurría muchas más veces de lo que le hubiera gustado.
Y como si sus peores temores fueran a hacerse realidad, el latino empezó a avanzar hacia él dando grandes zancadas. Javier siguió su movimiento sin mudar su expresión.
Cortocircuito
, pensó Víctor sin poder evitarlo, quizá para distraer su atención y aliviar así su propio miedo.
Al tipo le ha dado un cortocircuito neuronal y se ha quedado así para siempre
.
Cuando el latino estuvo a su lado, Víctor se dio cuenta de lo grande que era en realidad; prácticamente le sacaba una cabeza, y él nunca había sido bajo. Y su arma. El arma también era enorme, y los cañones parecían repintados de negro, o quizá habían sido engrasados recientemente. Además de ese olor aceitoso y embriagador, recibió una bofetada de otro que le golpeó en la cara con contundencia: el del sudor reseco y viejo.
—¿En serio? —preguntó el latino.
Víctor asintió con prudencia. Sentía las mejillas calientes y las palmas de las manos húmedas. El latino se agachó y metió la mano en la bolsa.
La pistola. Va a encontrar la pistola
, pensó, al borde del desmayo, pero cuando se incorporó de nuevo no llevaba la pistola, sino uno de los cuadernos. La tapa estaba manchada con un rastro de café y recordó cuando estaba trabajando en él, en... ¿Nigeria?, ¿en el Chad? No se acordaba. Toda aquella mierda de sitios le habían parecido iguales.
El latino se acercó el cuaderno a los ojos, como si tuviese problemas de visión. Sus labios se movieron pero sin emitir ningún sonido, mientras leía para sus adentros algunos pasajes. En un momento dado, arqueó una ceja, y siguió leyendo, con los ojos a escasos centímetros de las páginas
—¡Vaya! —Muñeco se quitó el sombrero de mimbre y se rascó la cabeza, pensativo—. Pues igual y es neta lo que dice este
vato
, ¿cómo la vez? ¡Ni de pedo me hubiera imaginado esto en un chingo de años!
Malacara no dijo nada; su rostro seguía siendo tan inescrutable como lo había sido hasta ese momento.
—¿Y van a... Madrid? —preguntó.
Víctor asintió.
El latino dejó caer el cuaderno en la mochila.
—Pero recién no pueden ir caminando, ¿eh?
—No... no te preocupes... encontraremos otra cosa.
—No en esta zona, chingón —exclamó Muñeco. El hedor de su sudor empezaba a ser insoportable—, todo lo que aún andaba ya lo agenciamos nosotros. Y de las gasolineras nos ocupamos también, ¡pues ni modo!
Víctor iba a añadir algo, pero Muñeco retomó el hilo de su monólogo.
—¡Eh! Ya tuve una idea, ¿quieren
checarla
? Les llevamos donde tenemos algunos vehículos, ¿eh? En el
Roña
les llevamos. No son tan chingones como el
Roña Muñinator
, no mamen, pero ya les van a servir.
Víctor no contestó, incapaz de decidir si aquello era buena o mala idea. ¿De verdad quería viajar con Mala Hostia y Jodedor de los Cojones? Miró la bestia híbrida bastarda, desmontada y vuelta a montar hasta en sus partes más íntimas, una especie de
zombi
en sí mismo, muerto y vuelto a la vida a base de cambiarle tripas; fea, brutal, oxidada y reparada en partes, pero al mismo tiempo salvajemente potente.
¿Le dirás que no?, ¿rechazarás el té en la casa de la bruja? Ven a mi salón, dice la araña, pero si no entras en el salón, ¿te atravesará la araña con su aguijón de cañones recortados?, ¿te arrancará la cabeza con un rápido movimiento de brazos y te colgará de las cadenas, con el resto de los pinches putos que ha ido arrastrando durante Dios sabe la madre de kilómetros, wey?
Víctor asintió, incapaz de pronunciar lo que su cerebro no quería decir.
—¡Pues ya suban a la jaulita, chingones, que les llevamos a nuestro deshuesadero! Ya verán la neta de cochecitos lindos que les mostramos.
Mientras cerraba de nuevo la bolsa y subían a la jaula, Víctor agradeció que Javier estuviera como en trance. Parecía limitarse a copiar sus movimientos, mirando a los hombres (sobre todo a Malacara, alias
El Mudo
) con la boca abierta. Se instalaron en la parte de atrás, sentándose sobre unas latas de combustible porque el suelo estaba cubierto de una sustancia pringosa que parecía adherirse a las suelas de sus botas. Víctor pensó que quizá fuera una mezcla de cerveza y... algo más, a juzgar por la cantidad de latas vacías que había allí acumuladas.
Muñeco se sentó en el asiento de delante y aceleró el motor, que bramó como una bestia primitiva, ronca y salvaje.
Y cuando Malacara pasó a su lado para ir a su asiento, de pronto levantó la culata de su arma y le asestó un contundente golpe a Javier, a través de los barrotes medio oxidados de la jaula. Congelado por el estupor, Víctor vio cómo Javier caía a un lado, lacio como una muñeca de trapo. Se quedó apoyado contra el suelo de una forma surrealista que a Víctor le trajo la imagen de un personaje de dibujos animados, con el trasero en pompa y los brazos a ambos lados, como si acabara de quedarse dormido. Y no bien levantó la vista para mirar a Malacara con un gran interrogante esculpido en su cara, la culata voló como una centella hacia él.
Apenas si tuvo tiempo de cerrar los ojos.
BUUUMMMM
.
Un fogonazo blanco, intenso como toda una galaxia de soles, inundó su cabeza. Se sintió resbalar hacia un lado mientras la risa lejana y aguardentosa del latino incendiaba su mente.
Luego perdió la conciencia.
El
Roña Muñinator
arrancó, haciendo girar sus cuatro ruedas (exageradamente grandes) y levantando una polvareda de mil millones de demonios. Mientras cobraba velocidad, hacía saltar las piedras y la tierra a ambos lados. Detrás, como una cola de novia, los
zombis
iban perdiendo más y más trozos de sus cuerpos; y en la jaula trasera, pinche wey, los cuerpos como marionetas sin hilos de Javier y Víctor saltaban como palomitas en una sartén, golpeándose con las paredes oxidadas, dirigiéndose a un destino incierto.
Juan Aranda tiene frío, sobre todo, en los pies; está prácticamente desnudo a excepción de una tela que le cubre sus partes pudendas. Lleva un rato tumbado en una camilla que es dura y desagradable, y cuando intenta levantar la cabeza, descubre que no puede, como si pesara mucho. No sabe decir cuánto tiempo lleva así; su conciencia parece ir y venir intermitentemente. Pero tiene los pies congelados, eso sí, y le molesta notarlos como si no formaran parte de su cuerpo.
En el brazo tiene unos tubos que se hunden en sus venas, y por ellos circulan varios líquidos. Uno es blanco y denso como la leche cremosa, no la de los tetra-brik que venden en los supermercados (enriquecida con vitaminas A y D), sino la de verdad, la de vaca. El otro es oscuro, y supone que es sangre. Su sangre. No tiene ni idea de qué es el otro líquido, pero a estas alturas tampoco le importa.
En el pecho tiene otras cosas. Diodos, le parece, o algún tipo de sensores que le han aplicado con ventosas. Tiene uno sobre el corazón, otro en el cuello y un par de ellos en distintas partes del torso. El dedo está preso por un tensiómetro digital que manda la información a un cacharro ubicado a su izquierda. De vez en cuando, con enervante regularidad, emite un sonido agudo: BIP.
Por lo demás, su conocimiento del entorno es muy reducido. El techo está recorrido por tres focos dispuestos en triángulo, y es difícil enfocar cualquier otra cosa una vez se los ha mirado. La persistencia de la luz en sus pupilas es devastadora, como constata cuando gira con esfuerzo el cuello para echar un vistazo alrededor. Tiene que dejar pasar un tiempo hasta que el fantasma de los tres focos va perdiendo intensidad y acaba por desaparecer.
Allí, los dos doctores van y vienen, vienen y van, ocupados con mil tareas que no entiende. A veces intenta decir algo, preguntar, comunicarse, pero no cree que su boca emita sonido alguno. No cree ni que la lengua llegue a moverse, y eso le perturba. Un poco. La verdad es que se siente tan abrumadamente somnoliento que, con la notable excepción de los pies, el resto le da un poco igual.
Mientras tanto, su mente conjura imágenes. Es un crisol fantasmal donde se mezclan recuerdos de todo tipo. Algunos son recientes, pero a veces se descubre reviviendo escenas de su niñez, como cuando jugaba a subirse a un ficus gigante usando unas cuerdas que alguien (¿su padre, su tío?) había dispuesto como si fuesen lianas. Por entonces pensaba que las cuerdas tenían un olor desagradable, a cuerda de pozo, húmeda y mohosa, o quizá a rabo de perro mojado; pero ahora que el ficus ha desaparecido de su vida para siempre, talado para construir un impresionante bloque de varias plantas, lo echa de menos. Como todos aquellos veranos, cuando la familia comía paella en el jardín y él se dejaba colgar de aquellas cuerdas, vestido con un pequeño bañador en su cuerpecillo encanijado, y las tardes eran cálidas y largas. Veranos talados por el tiempo.