Abraham la miró, y de algún modo sobrenatural, pareció captar sus pensamientos. Asintió levemente por toda respuesta y bajó la cabeza de nuevo.
Susana dejó escapar todo el aire de sus pulmones. En su interior, una suerte de rabia ciega y atronadora germinaba, evolucionando como un mar tempestuoso.
Alba despertó bruscamente, espoleada por la algarabía que la llegada de Jukkar provocó en la sala. Había dormido el sueño profundo y reparador de quien está exhausto, sin sueños, y nada más abrir los ojos, miró alrededor, confusa, sin recordar siquiera dónde estaba. Pero la confusión pasó rápidamente: seguía en aquel lugar extraño donde todos los adultos dormían juntos.
Aquellos adultos le provocaban reacciones encontradas. Ya había visto gente como aquélla antes. Cuando era más pequeña, su mamá la llevaba a ver a su abuelito, que vivía en una especie de hospital bastante grande donde casi todo el mundo era abuelito de alguien. El sitio no le gustaba, porque veía en la cara de su abuelo que tampoco deseaba vivir allí. A ella no le extrañaba: todo olía a medicinas, hasta las sábanas de la cama, y por todas partes había médicos y enfermeros vestidos de blanco, o de un color entre verde y azulado, que transportaban cosas como bandejas de plata con montones de algodones blancos e inyecciones, cajas y cajas de pastillas y cosas aún más extrañas y desagradables. Siempre que se iban, su abuelito les despedía con lágrimas en los ojos, y aunque forzaba una sonrisa en su cara poblada con una barba grisácea, ella
sabía
que no era como cuando mamá lloraba viendo una película en la televisión, era muy diferente. Sabía que lloraba porque, en el fondo, le hubiera gustado irse con ellos. «El abuelito no puede venir, cariño —decía su madre—, necesita cuidados especiales que no podemos darle en casa.»
Aquella gente era como los abuelitos de ese lugar. No parecían tan viejos, y algunos incluso eran sin duda bastante jóvenes, pero todos tenían las maneras ralentizadas y el mismo aspecto apagado, de desilusión y tristeza, una pena tan honda que se había enquistado en sus espíritus, manejando ahora los hilos que dirigían todos y cada uno de sus pasos.
—Chicos —dijo de pronto una voz femenina a su lado. Alba dio un respingo, fascinada como estaba por el bullicio que se había formado. Era Isabel, con el pelo revuelto cayéndole sobre el rostro. Tenía la cara hinchada de quien acaba de pegarse una buena
ceporrera
, como decía su padre—. No creo que éste sea el mejor sitio para unos niños como nosotros, ¿qué tal si vamos a dar una vuelta fuera?
—Vale... —dijo Alba.
Gabriel acababa de abrir los ojos al nuevo día y se había incorporado rápidamente, como uno de esos muñecos de resorte que salen del interior de una caja. Miraba a la gente ir y venir con barreños y mantas como si estuviera presenciando el mismísimo desembarco de Normandía.
—¿Qué pasa? —preguntó, con los ojos muy abiertos.
—Nada —le dijo Alba en voz baja—. Un hombre con una cicatriz ha disparado a otro hombre, pero se pondrá bien.
—Guau —contestó Gabriel—. De locos.
Alba pensó durante unos segundos en las palabras de su hermano, y asintió enérgicamente.
—¿Quieres que te acompañe? —preguntó Moses, pasando ambos brazos por la cintura de Isabel.
—No... quédate —contestó ella tras considerar la pregunta brevemente—. Yo me ocupo de ellos.
—Vaya una historia la de estos niños, por cierto. Todavía me cuesta imaginarlos por ahí, sobreviviendo ellos solos a los
caminantes
.
¿Te han dicho qué les pasó?
Isabel suspiró.
—Apenas nada. Pero es lo que voy a averiguar esta mañana, si puedo.
Moses miró sus ojos, y creyó ver una sombra de tristeza, tan profunda y sutil, que no pudo evitar que un deje de inquietud aflorara en su corazón.
—¿Estás bien? —preguntó él.
Isabel intentó sonreír, pero lo cierto era que no estaba bien. Nada parecía ir bien, desde hacía más tiempo del que hubiera pensado que podría aguantar.
¿Que si estoy bien? ¡Repasemos la vida y milagros de Isabel Martínez! Los muertos mataron a su familia, mataron a John, a Mary, al cojo, a Roberto... y cuando creía que había encontrado otro hogar, unos gilipollas alemanes la secuestran, la llevan a una villa de lujo y le hacen cosas que harían ruborizar al Marqués de Sade. Y cuando consigue escapar, ¡zing-boom!, su hogar se ha convertido en una ruina humeante y casi toda la gente que conocía está muerta. Pero esperen, no cambien de canal... porque cuando parecía que se había escapado también de eso, resulta que sus nuevos salvadores disparan a la gente, que no hay comida, no hay una puta mierda de nada y... No, gracias por preguntar, pero Isabel no está bien. De hecho, está a tomar por culo de estar bien.
Pero no le dijo nada de eso. Sabía que eran pensamientos egoístas, que todo el mundo estaba igual (algunos aún peor) y que Moses no tenía culpa de nada; así que imprimió un pequeño beso en la comisura de los labios de Moses, sonrió tan bien como pudo y volvió con los niños.
La mañana transcurrió lentamente. Jukkar no recobró la conciencia, pero su temperatura subió hasta los 39 ºC, y media hora más tarde se puso en los 40,5 ºC. Su rostro había adquirido el color de la cera vieja, y aun en su inconsciencia, temblaba como un cachorro recién nacido. Una señora de cuarenta y seis años que había vivido en la cuesta del Darro desde principios de los setenta estuvo todo el tiempo mojándole la frente con un paño húmedo. Jukkar le recordaba de algún modo vago a su marido, que murió delirando de fiebre en su propia cama, y cada vez que humedecía el trapo, lavaba sin proponérselo un poco de la pena que entonces sintió.
—¿Cómo va? —preguntó Abraham.
—No muy bien, no muy bien —dijo la señora, con una profunda expresión de tristeza.
—De acuerdo... Gracias, María.
María sacudió la cabeza como toda respuesta, mientras aplicaba el paño otra vez.
Cuando salió fuera, Susana y José le salieron al paso.
—¿Cómo sigue? —preguntó Susana.
—Igual...
José asintió con gravedad. Era justo lo que había esperado oír, aunque no lo que hubiera deseado.
—Necesitamos medicamentos... —dijo Susana, apretando los dientes—. Antibióticos, desinfectante... ese tipo de cosas. ¿No hay forma de conseguirlos de esos soldados?
—Me temo que no... —contestó Abraham.
—¡Es ridículo! —exclamó José. Había empezado a dar vueltas cada pocos metros, como un león enjaulado.
—Pero usted es el jefe de zona...
—Todavía antes, eso tenía algún sentido. Al principio nos atendían, más o menos. Pero cuando la comida empezó a acabarse, dejaron de escucharnos. Luego la gente empezó a morir, y entonces nos convertimos en una especie de problema en potencia. De repente, el rebaño no era algo que cuidar, sino que las ovejas del rebaño, en la oscuridad de la noche, se convertían en lobos. Cerraron filas, levantaron barreras y dejaron de escuchar nuestras peticiones.
—¿Y ya está? —preguntó José, atónito—. ¿No hicieron nada?
Abraham dejó escapar una especie de bufido, que pretendía ser una risa.
—¿Que si no hicimos nada? Había un hombre que se llamaba Andrés. Era diabético, tenía el azúcar por las nubes, y las cosas que había para comer por aquí no eran precisamente
light
. Por las noches se le aceleraba el corazón, le daban como taquicardias, y decía que le dolían los ojos. Bebía como un jodido camello, no había forma de que se saciara... Creo que se asustó bastante, empezaba a hablar de la muerte esto y la muerte lo otro. No sé cómo lo consiguió, pero reunió a un grupo de hombres, buenos hombres, todos fuertes y aún jóvenes, y les convenció de que había que plantarse. Se fueron a hablar con los soldados; quería decirles que la situación era insostenible, que necesitaban alimentos apropiados, refuerzos vitamínicos y cosas así, y que movieran esos helicópteros de una puta vez.
—Y acabó mal... —dijo Susana.
—Acabó peor que mal. Cuando empezaron los empujones, les contestaron con una ráfaga de ametralladora. Por entonces todavía estábamos fuertes, y el estrés de la situación no mejoró las cosas. Hubo una especie de revuelta. Contestaron con toda la contundencia.
—Jesús... —susurró Susana.
—Luego pintaron la línea amarilla. Se nos dejó muy claro que nadie debía cruzarla. Nunca. Bajo ningún concepto.
José y Susana se miraron.
—Pero escuche, debe de haber una manera de hablar con alguien... —dijo José—. Tenemos un amigo con ellos, vino en el otro helicóptero. Él puede solucionar nuestro problema... podría ir a la ciudad y traer todo lo que necesitamos. Coño, hasta podría volver conduciendo un puto camión lleno de donuts, si quisiera.
—¿De qué está hablando? —preguntó Abraham.
—Tiene un don especial —intervino Susana—. Él puede... bueno, puede caminar entre los muertos sin que le vean.
—Coño, hasta podría echar una meada encima de uno de ellos, o vestirlos con un tutú rosa. No abrirían la boca en ningún momento.
Abraham pestañeó, intentando asimilar las palabras de aquellos dos recién llegados.
—¿En serio? —preguntó, pero no necesitaba una respuesta para saber que hablaban en serio. No se hacían bromas sobre cosas así, ni se le ocurría forma alguna de que pudieran haber pensado en algo semejante si no lo hubieran visto con sus propios ojos. Pensó en ese concepto durante un instante y la cabeza le dio vueltas a medida que las ramificaciones con las distintas posibilidades iban configurándose en su mente.
—No he hablado más en serio en toda mi puta vida —fue la respuesta.
Estaban a punto de dar las doce y cuarto del mediodía cuando se encontraron otra vez en la zona donde la línea amarilla, escrupulosamente recta y de un tono desafiante, separaba los dos mundos. Ahora, tras la barrera del fondo, no había dos, sino tres soldados.
José se fijó en ellos antes de que ninguno dijera nada. Eran hombres corpulentos, no como los civiles que se hacinaban en el antiguo Parador. No tenían precisamente aspecto de sufrir carestía, y a medida que ese conocimiento se abría paso en su cabeza, la rabia que sentía se intensificó. Apostaría una mano a que los soldados se habían asegurado la comida; hasta sería capaz de posar sus sagrados testículos en una tabla de carnicero si se equivocaba.
—¡Jefe de zona solicita una audiencia! —gritó Abraham.
No hubo respuesta.
—¡Oigan! —gritó Susana, colocando ambas manos a modo de bocina—. ¡Tenemos algo importante que decirles!
Pero tampoco esta vez nadie dijo nada.
—¿No nos oyen? —preguntó José, aunque su indignación hizo que su voz sonara más bien como un graznido.
—Ya se lo dije —dijo Abraham—. Siempre es así.
—Y si cruzamos la línea...
—Si cruzan la línea dispararán —contestó Abraham en un tono monocorde y casi maquinal, como si hubiera repetido esa misma frase un centenar de veces—. Sobre todo después de lo que ha ocurrido esta mañana.
—Hijos de puta... —bramó José.
—El finlandés no aguantará mucho. El tiempo corre en nuestra contra —murmuró Susana.
De pronto, como sacudida por una decisión repentina, se volvió hacia Abraham, adelantando un paso. Abraham echó atrás la cabeza como un acto reflejo, invadido en su espacio vital.
—Dígame que tienen armas —dijo.
Habían caminado casi cuatro horas sin pausa cuando, de improviso, escucharon el sonido inconfundible de un disparo.
—Qué cojones ha sido eso... —dijo Javier, mirando alrededor.
Pero el sonido flotaba en el aire, impreciso, y el eco se extendía por todas partes a ambos lados de la carretera. Víctor giró sobre sí mismo, intentando captar la esencia del eco para determinar la fuente, pero descubrió que era imposible.
—Un disparo... —musitó Víctor, frunciendo el ceño.
—Eso seguro, tío, como que la mierda baja por el retrete.
Un segundo disparo llenó el aire alrededor, poderoso pero aún lejano. Una bandada de pájaros apareció tras una colina y cruzó la carretera de derecha a izquierda, agitando las alas con rapidez. En mitad del vuelo, unos cuantos se separaron del grupo principal y tomaron repentinamente otro rumbo.
—Mira... —señaló Javier.
—Están huyendo... Huyen de los disparos... —dijo Víctor, pensativo, más para sí mismo que como comentario.
—Sí, ¿eh? —contestó Javier. Víctor no le veía, pero mientras seguía con la mirada la nube de pájaros, tenía esa expresión bobalicona que a veces le caracterizaba. Era como si perdiera el control de sus músculos faciales al concentrarse en algo, como si su cerebro no pudiera coordinar dos tareas a la vez—. ¿Crees que pueda ser alguien cazando
pichines
? Ya sabes... para comer.
Un tercer disparo rasgó el aire, transportando un reflujo de eco que lo mantuvo en el aire durante algunos segundos.
Pichines
para comer. Víctor no lo creía. Nadie en su sano juicio provocaría un ruido de mil pares de demonios para intentar cazar un escuálido pajarillo, con más huesos que enjundia. El riesgo era tremendo, porque sonidos como aquél podían alertar a cualquier
zombi
que hubiera en los alrededores. Si bien era cierto que, en aquella zona manifiestamente rural, el número de esas cosas era ridículamente bajo. Con la notable excepción del senderista, en las últimas cuatro horas no habían visto absolutamente a nadie, ni vivo, ni muerto. Encontraron un par de coches abandonados, y en uno de ellos hallaron restos de comida podrida, bollos resecos, una decena de latas de refrescos vacías y cuatro cartones de Marlboro Light, pero eso había sido todo. Incluso el paseo había sido agradable; uno casi podía olvidar todo el horror que se escondía en las zonas más pobladas y disfrutar del camino, y del sol en la cara.
Por descontado, ninguno de los coches tenía ni gota de gasolina. Imaginaba que las estaciones de carretera hacía tiempo que estaban vacías, agotadas por toda la gente que deambulaba de un sitio a otro, y las que estaban instaladas cerca de las poblaciones, eran sencillamente inalcanzables, porque allí los muertos deambulaban a sus anchas. Imaginaba que los coches en circulación se iban quedando poco a poco sin combustible, y sus propietarios echaban a andar. Qué habría sido de todos ellos, no lo sabía, pero su mente jugueteaba con múltiples escenas atroces, donde tipos como el senderista eran los protagonistas indiscutibles.
Un cuarto y un quinto disparo brotaron desde la parte posterior de la colina, como para confirmar sus reflexiones.