Hades Nebula (14 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

Moses miró hacia arriba con los ojos muy abiertos. La escalera terminaba en un rellano sucio y oscuro, y de repente lo vio con otros ojos, como si fuese un cubil que encerraba enfermedades innombrables.

Finalmente, la hora de la comida llegó. El plato principal, y el único por añadidura, consistía en una especie de sopa que calentaban en un perol de gran tamaño, extraído de las cocinas del Parador. No había vajilla suficiente para todos, así que sorbieron el contenido humeante de los cuencos, vasos y platos con avidez en tres y cuatro turnos. La sopa, de un color ligeramente amarillento, contenía trozos de alguna sustancia blanda flotando.

—¿Qué lleva esto? —preguntó José cuando le tocó el turno. Para entonces, su estómago gruñía como si encerrase un oso de doscientos kilos.

—Un poco de pasta. Y tierra —contestó el hombre.

—¿Cómo que tierra?

—Tierra, hombre. ¡Tierra! Proporciona sales y minerales. Muy necesarios.

José descubrió que la sopa sabía exactamente a eso, a tierra sucia, pero al menos el sabor engañaba al estómago. Un poco. Cerró los ojos e intentó imaginar que se encontraba en el restaurante chino de La Malagueta, y que lo que dejaba un poso arenoso en su lengua era una deliciosa sopa de tiburón caliente.

Cuando terminaron, Moses echó una mano recogiendo las cosas. En un momento dado, acabó apilando cacharros en las enormes cocinas junto a Abraham.

—¿Siempre es así? —le preguntó.

—¿El qué?

—La comida.

Abraham se encogió de hombros.

—Una vez cogimos un conejo —dijo—. Somos tantos que comprendimos que no se podía cocinar. La sopa fue una excelente solución. Partimos la carne en trozos tan pequeños que, cuando el agua terminó de hervir, no quedaba nada. Los huesos se hirvieron tantas veces en días consecutivos que al final no quedó nada de ellos.

—Vaya.

—Hemos ido acabando con todo. Con todas las plantas silvestres que crecían por aquí, por ejemplo, incluso las del exterior. No contábamos con ningún experto en supervivencia, pero las restregábamos contra la piel. Si no había picores o irritación de la piel, colocábamos una pequeña porción en la boca, y si otra vez no notábamos nada, en particular irritación en la garganta, tragábamos una pequeña cantidad. A veces alguno sufría dolores de barriga, entonces la descartábamos. Pero otras eran buenas. Cuando la planta era mala usábamos carbón vegetal mezclado con agua: absorbe el veneno. Y la ceniza de madera blanca es excelente para acallar los estómagos más revueltos.

—Jesús.

—No puedes ni imaginarlo. Creo que no queda ni un solo insecto en toda la Alhambra. Las larvas de escarabajo que se encuentran en muchos árboles, sobre todo los que están podridos, fueron celebradas con verdadero deleite. Eran como salchichas de diez centímetros de largo. Las hormigas se aplastan para conseguir una pasta, y las orugas y gusanos se oprimen para sacarles las tripas y limpiarlos de excrementos. La piel de las orugas se deshecha, resulta demasiado peluda. Pero danos unas semanas más —dijo guiñando un ojo— y encontraremos la forma de hacer paté con ellas.

Moses soltó una carcajada.

—Pero escucha... —dijo en voz baja, mirando alrededor con precaución—. Puede que tenga un poco de algo especial guardado en alguna parte... para los niños, ¿sabes? Algo que les alimente un poco más. Más tarde te lo llevaré.

—Oh... eso sería maravilloso.

—Sí. Pero por lo que más quieras... Asegúrate de que guardan el secreto. Explícaselo durante el resto de la tarde hasta que entre bien en sus molleras, ¿entiendes? Porque si alguno de los otros llega a enterarse...

—Entiendo.

—No, no creo que lo entiendas —contestó Abraham con gravedad—. Esa gente es capaz de todo. Ya tuvimos problemas por cosas así. Problemas graves, ¿comprendes? La comida es lo más importante. Somos cuatro las personas que tenemos la llave del almacén. Si se descubriera, si alguien llegase a enterarse o a sospechar siquiera... no sé lo que podrían hacer.

Moses asintió, experimentado un súbito escalofrío que le hizo estremecerse. No quería imaginar una masa de personas adultas bramando enfurecidas contra la pequeña Alba o contra Gabriel, por muy maduro que éste pareciese. Pero cuando terminó la jornada y la oscuridad fue cayendo sobre la Alhambra, Abraham cumplió su promesa y dejó una pequeña bolsita de plástico con un contenido más valioso que el oro: doce almendras.

Al día siguiente, la jornada se repitió con monótona languidez, sin muchas variaciones, al menos, hasta el mediodía. Esta vez, permanecieron todos juntos, ayudando con las tareas de tala de árboles en el extremo este de la Alhambra. José estuvo usando el hacha con una contundencia desgarradora, como si con cada golpe se deshiciese de algo de la angustia y la impotencia que sentía. Cuando asestaba un corte sobre la madera, su mente liberaba un destello. Daba un hachazo y se abría una ventana conteniendo la imagen de Dozer desapareciendo en el agua; luego daba otro y veía a toda aquella gente famélica y abandonada, privada de toda atención y de medios para subsistir, y con un tercero se veía a sí mismo disfrutando de la compañía de amigos en un bar cualquiera del centro de la ciudad. Mientras las astillas volaban, el sonido quejumbroso de la madera hendida hacía añicos todos esos retazos al tiempo que le proporcionaba cierto alivio. Un golpe tras otro, el malagueño se deshacía de sus fantasmas, sudando copiosamente.

Para los supervivientes, que lo miraban con cierta fascinación, el de José era otro nivel de energía. Habían degenerado todos tan rápido que casi se habían olvidado de mirar en retrospectiva. José tenía los brazos fuertes, y si bien los músculos no estaban demasiado marcados, sí que se contorneaban sus formas.

Cuando el sol estaba en su cenit, José y Moses paseaban por la zona disfrutando de uno de los pocos lujos que en la Alhambra no escaseaba: el agua.

—¿No huele un poco mal por aquí? —preguntó Moses en un momento dado.

José olisqueó con prudencia. Ciertamente había una pestilencia prendida en el aire, como de huevos podridos. Sin decir nada, siguieron el rastro hasta la Acequia Real y allí, junto a la excavadora que José había visto desde el helicóptero, encontraron un pozo excavado en el suelo. Desde esa distancia ya sabía lo que encontrarían. El hedor era mucho más intenso. A José le trajo recuerdos de los contenedores de basura que generaban los chiringuitos de playa, y que en verano se dejaban al sol: un repulsivo hedor a pescado podrido que hacía que la glotis se cerrase sola. Solía haber tantas moscas que teñían de un color indefinido la superficie de plástico.

—Huele a muerto, tío. ¡A muerto de verdad!

Era cierto. Los
zombis
olían mal, pero no tanto como setenta kilos de carne y líquidos que han sido corrompidos por la podredumbre. Allí sólo encontraron un cadáver, tendido boca abajo, aunque en un principio les fue difícil decirlo porque le faltaba la cabeza.

Moses dio un respingo, retrocediendo un par de pasos hacia atrás... ¡el cadáver se movía! Tan sólo un segundo más tarde se daba cuenta de que no se movía, sólo
parecía
moverse. Debajo de la ropa, hinchada y humedecida por un torrente de fluidos corporales resecos, un tropel de gusanos daban buena cuenta de las vísceras de aquel hombre. La pierna derecha había desaparecido; el muñón, por donde asomaba algo que recordaba remotamente a un hueso, era un confuso espanto de un color ajamonado; como si hubiera sido picoteado por un centenar de cuervos. Los gusanos salían de entre la carne y caían al suelo, cimbreándose sobre sus cuerpos blandos.

Las escuadrillas de la muerte no faltaban en la escena: centenares de moscas gordas y henchidas de corrupción, que sobrevolaban el cadáver provocando un zumbido sibilino y enervante. La mayoría de ellas presentaba ya un color verde dorado, y absorbían los jugos de la carne reblandecida con su obscena probóscide. En una esquina descubrieron algo más: una masa agusanada cuyo tembloroso movimiento era casi hipnótico. Moses no lo dijo, pero sospechaba que aquello bien pudiera ser la cabeza perdida.

—Cristo bendito —susurró Moses.

Se había preparado para ver algo similar, y tampoco era el primer cadáver con el que se enfrentaba, pero la visión de aquel despojo sufriendo ligeros espasmos unida al hedor insoportable era una mezcla sumamente detestable.

—Tío... no creo que Abraham sepa una mierda de esto —soltó José.

—No... voy a avisarlo.

—Creo que iré contigo... —dijo, cubriéndose la nariz con el cuello de la camiseta.

—Suerte tener el estómago tan vacío. No creo que nuestro cuerpo se atreva a expulsar nada.

Localizaron a Abraham no muy lejos, hablando con alguien. Discretamente, esperaron a cierta distancia a que se quedara solo y después le pidieron que les acompañase.

Cuando estuvieron junto a la zanja, Abraham se quedó lívido.

—Por Dios... —exclamó—, es Héctor.

—¿Quién?

—Héctor —contestó secamente.

Durante unos instantes, nadie dijo nada. Desde algún lugar llegaba el sonido monótono y rítmico de un hacha talando la madera y en algún momento hasta pareció que la suave brisa traía la risa de la pequeña Alba, espumosa y divertida como una botella de champán recién abierta.

—Héctor murió hace unos días, un poco antes de que vosotros llegarais —explicó Abraham. Su tono era neutro y apagado—. Nadie sabe por qué... simplemente, una mañana apareció muerto en su catre. Creo que tuvimos suerte. El coma
zombi
podía haberle despertado en cualquier momento. O puede que no... era algo mayor, aunque no sé si lo suficiente. ¿Quién puede decirlo? Pero no importa. No lo he comentado antes, porque es bastante desagradable, pero cuando alguien muere... le separamos la cabeza del cuerpo. Para asegurarnos.

José asintió despacio.

—Sé lo que pensáis. Es fácil juzgar una situación cuando se viene de fuera, pero no creo que os hagáis una idea de lo que hemos vivido aquí.

—No, escucha... —se apresuró a decir José.

—Sé que es atroz —interrumpió Abraham—, que también podríamos incinerarlo, por ejemplo... pero no lo hacemos. No sé por qué. Simplemente, alguien tuvo la idea y todos estuvimos de acuerdo. O al menos, nadie se mostró en contra.

—¿En serio te damos esa sensación? —preguntó José.

Abraham se encogió de hombros, pero nadie dijo nada durante un rato. En parte porque José no sabía realmente cómo se había sentido al imaginarse a uno de aquellos hombres decapitando un cadáver. Le recordó al rito del vampiro, a las invasiones bárbaras del siglo iii y al horror resplandeciente y afilado de la guillotina. Sabía que había disparado a innumerables
zombis
directamente entre los ojos, y que sus cabezas, en muchas de aquellas ocasiones, habían reventado como melones maduros arrojados desde un octavo piso, pero de alguna forma extraña era diferente.

—A Héctor le gustaba caminar —dijo Abraham entonces—. Se pasaba el día recorriendo toda la zona civil.

Moses carraspeó. Había algo que no encajaba.

—¿Qué le pasó a su pierna? —preguntó entonces.

—No recuerdo quién se ofreció voluntario para enterrarlo. Tengo que pensar sobre ello. Pero... —miró el muñón salvajemente amputado con expresión pensativa— diría que ese grupo tuvo una ración extra ese día.

José abrió mucho los ojos, comprendiendo lo que quería decir.

—Y creo que tenían pensado volver, cuando se les acabase, porque ni siquiera lo han enterrado. Pero no pensaron en los gusanos.

—Dios mío... —exclamó Moses.

Abraham asintió.

—Si me das una pala —susurró José— yo terminaré de enterrarlo.

Pero Abraham no había pensado en sepultarlo en la tierra, como se debió haber hecho en primera instancia. Ni siquiera consideraba la pavorosa aberración de comer carne humana. Cabalgando entre la repulsa y la morbosa fascinación del espectáculo que tenía delante, pensaba en todos aquellos gusanos llenos de valiosos nutrientes. Movió la boca en un gesto que José interpretó como de repugnancia, pero en realidad, estaba salivando.

Son sólo larvas de mosca. Sólo larvas de mosca
.

Pensaba, en definitiva, en lo absolutamente deliciosos que estarían machacados y hervidos en la tradicional sopa diaria.

El día siguiente amaneció encapotado y brumoso. Jukkar, que acostumbraba a levantarse un poco antes del amanecer, estaba apoyado ya contra el muro exterior, admirando los jardines que tenía delante. Bañados por la luz grisácea de las primeras horas del día, los otrora hermosos jardines se asemejaban más a un tétrico camposanto. Ninguna flor adornaba ahora sus macizos, y el frío intenso del invierno y la falta de cuidados habían deformado los setos, en algunos de los cuales había calvas importantes. Sin embargo, la suave brisa gélida traía un olor agradable, a tierra húmeda, a árboles, a naturaleza, que le recordaron a su país natal, así que durante un buen rato permaneció allí, de pie, ocupado sólo en respirar y en dejar que sus mejillas se congelasen.

Mientras sus compañeros y toda aquella gente desconocida se agitaban inquietos en sus catres, sepultados en un ambiente cargado de toses y lamentos nocturnos y despertándose y volviéndose a dormir a intervalos de pocos minutos, Jukkar no había pasado mala noche en absoluto. Siempre había conseguido conciliar bien el sueño, sin importar demasiado cuáles fueran las preocupaciones del momento o lo que pudiera ocurrir al día siguiente. Jukkar no ponderaba lo imponderable, tomaba las cosas como venían, y aquel inconveniente de los muertos vivientes no era una excepción.

Tampoco estaba muy impresionado por aquella especie de campo de concentración militar. Se acostó con hambre y se despertó con más hambre todavía, eso era cierto, y en aquellos momentos del amanecer habría dado cuatro de sus diez dedos por una buena taza de café negro y caliente, pero suponía que los cambios requieren un período de adaptación, y aquellas penurias eran parte de ese proceso. Al fin y al cabo, era cuestión de tiempo que consiguieran determinar qué ocurría en la sangre de aquel fenómeno de Aranda, y entonces todo podría ser muy diferente.

Le preocupaba que hubieran pasado varios días sin que nadie hubiera ido a buscarle. No le pasó por alto el hecho de que se llevaran a Aranda en un helicóptero independiente mientras el resto del equipo iba apretado en otro aparato, y que ambos escogieran destinos diferentes. Suponía que, a esas alturas, Aranda estaría siendo sometido a diversos estudios, y él quería formar parte de aquello.

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