—Me pone enfermo cuando se ponen así —dijo.
El copiloto, al menos, estaba en lo cierto con lo de la sirena. Espoleados por el ruido de los disparos y las luces del helicóptero, los muertos corrían por entre los edificios completamente enfervorizados, cruzando por donde quiera que la configuración de las calles se lo permitía. Los puentes que cruzaban el Darro se habían convertido en un trasiego infame de brazos alzados y cuerpos contrahechos, y la cuesta de la Churra, vista desde el aire, mostraba una jauría de cuerpos en abigarrada confusión.
—Por los clavos de Cristo... —dijo el copiloto—. ¿Cuántos debe de haber ahí?
—Cientos...
—Impresiona verlos desde aquí... ¿y si llegan a la base?
—No pasarán de ahí —dijo el piloto.
—¿Por qué no?
—No se puede subir a la Alhambra por ahí. Demasiado escarpado. Sencillamente, no comunica —contestó.
Pero el copiloto no estaba tan seguro. A pesar de la privilegiada claridad que desprendía la luna, le costaba distinguir lo que ocurría allí abajo; todo era una mancha de un color oscuro, imprecisa y confusa, ofuscada por el espeso tejido de follaje que resultaba demasiado tupido como para vislumbrar nada. Sin embargo, a cada instante que pasaba se convencía a sí mismo de que allí abajo se movía
algo
. Cuando dejaba los ojos fijos en un punto, le parecía captar movimiento con la visión periférica.
—¿Puedes acercarte un poco más ahí abajo? —preguntó el copiloto. Con la mano le hacía gestos indicando que descendiese.
El helicóptero bajó de altitud unos cuantos metros, estremeciendo las copas de los árboles, y el foco del aparato barrió la espesura con un haz dirigido y poderoso. Y entonces enmudecieron. Ya no había duda: contra todo pronóstico, los
zombis
subían por la ladera de la colina, lentos pero seguros.
—Es imposible... —musitó el piloto.
Pero no lo era.
Los
zombis
habían ganado la batalla contra la humanidad precisamente porque el hombre, tan seguro de su supremacía, los subestimaba continuamente. Si los que ahora vagaban por las calles con los ojos velados por un paño blanco pudieran hablar, contarían historias llenas de fracasos donde abundaban actos de suficiencia y exceso de confianza. «No podrán pasar», «no podrán abrir...», «no podrán...». Pero sí que podían. El
zombi
avanzaba con terca obstinación, transportando la carcasa humana a extremos inexplorados por el hombre. Avanzaba a cuatro patas si era necesario, aferrándose con garras y dientes a las raíces que escapaban de la tierra, atravesando los zarzales más espinosos y cayendo colina abajo no una, sino diez veces; pero en todos los casos volvía a levantarse y regresaba de nuevo a acometer otro intento.
En muy poco tiempo, los primeros espectros comenzaron a aparecer por la cuesta que llevaba a la Puerta de las Armas, junto a la vieja Alcazaba. Se movían como posesos, incontrolables, furibundos y acelerados; de tanto en cuando, alguno se encorvaba sobre sí mismo para proferir un grito descarnado, nacido de la impotencia de no poder seguir avanzando, o quizá de no poder identificar de dónde venía aquel sonido que los desquiciaba de aquella forma tan brutal.
—Cristo... —soltó el copiloto.
—No pasa nada... —comentó el piloto, sobrecogido—. Nunca atravesarán las puertas.
El copiloto asintió, sin poder apartar los ojos de la fascinante hilera de espectros que aún subía por la calle y la barriada de la Churra. A la luz de la luna y desde el aire, parecían insectos chascando sus antenas.
—¿Y ahora? —preguntó el piloto.
—Haz una pasada por el interior... quiero ver cómo van las cosas ahí dentro antes de aterrizar.
—¿Y eso?
—Por la sirena. Por si acaso.
Nadie sabe a ciencia cierta de dónde vienen las ideas. Un médico dirá que se generan en la sinapsis neuronal, los
hippies
de la marihuana, los antiguos griegos de sus musas, Van Gogh del hada verde que habita en la absenta y Edison de la transpiración. José, mucho más prosaico, sacó la suya de un deslucido logotipo de Avecrem Gallina Blanca.
Era una furgoneta de reparto que estaba aparcada en la acera, a apenas dos metros de donde estaban. Un modelo algo anticuado, a decir verdad, y quizá por eso con una apariencia sólida y resistente.
—¡Nos iremos en eso! —dijo José.
Continuaban agazapados, viendo cómo los
zombis
corrían alrededor. Sabía que, en cualquier momento, podían reparar en ellos, pero de lo que no le cabía ninguna duda era de que los espectros los perseguirían si empezaban a desplazarse por la calle. No sabía una mierda de cómo funcionaban, si se guiaban por feromonas o alguna otra característica en su visión, pero sí sabía que tenían una capacidad especial para detectar a los vivos.
Susana miraba la furgoneta con ojos atónitos, pero no dijo nada. No le hizo falta; José ya avanzaba hacia ella, moviéndose lentamente mientras los espectros evolucionaban por la calle. Parecían demasiado concentrados en seguirse unos a otros, y José pensó fugazmente en los insectos y sus mentes colmena.
La puerta trasera de la furgoneta estaba abierta, porque algo la había impactado con fuerza y el cierre había saltado. Con un cuidado exquisito, José deslizó la hoja y desapareció en el interior. Susana le siguió, y para cuando estuvo por fin dentro, José ya había saltado al asiento del conductor y empezaba a hurgar debajo del volante.
Ya le había visto operar antes con los cables del encendido en, al menos, un par de ocasiones. La última fue en el aparcamiento de Carranque, hacía... ¿dos, tres días? Parecía mucho más, desde luego, pero mientras su mente viajaba atrás en el tiempo, mecida por el terror de los muertos vivientes que se desarrollaba en el exterior, José ya había hecho que el motor de la furgoneta volviese a la vida.
Susana reclamó el asiento a su lado, con una expresión de perplejidad en el rostro.
—Lo has arrancado...
—Puede que tengamos suerte, después de todo, Susana, cariño...
La furgoneta salió de su aparcamiento con un tirón, como encabritada, y en unos breves instantes discurría por la carretera hacia la cuesta de Gomérez a unos veinte kilómetros por hora. Un par de espectros se interpusieron en su camino, con los brazos extendidos y los dientes expuestos, como si fuesen a lanzar una dentellada contra el frontal. José los empujó, arrastrándolos por la calle. Se agarraban con toda la fuerza que eran capaces de desarrollar, y los miraban a través del parabrisas con miradas cargadas de odio.
Los
zombis
que estaban alrededor viraron inmediatamente. El lateral de la furgoneta se estremeció cuando varios arremetieron contra ella.
—José... —dijo Susana, agarrándose del tirador de su asiento.
—Lo sé...
Apretó el acelerador. Uno de los
zombis
se perdió bajo las ruedas y la furgoneta traqueteó mientras pasaba por encima. Susana agachó la cabeza para no darse contra el techo.
Una mano golpeó con la palma el cristal del asiento de Susana y dejó una huella sucia y pringosa.
—¡José! —gritó Susana.
—¡Lo sé, lo sé!
La furgoneta empezó a subir por la calle de Gomérez con un ruido ronco y acelerado, con los muertos persiguiéndola a la carrera. Allí encontraron más espectros: salían de los edificios, de las calles perpendiculares a aquélla, de cada esquina. La furgoneta los derribaba contra el suelo y caían rodando convertidos en una maraña de brazos y piernas. Susana había visto muchas cosas, pero no podía dejar de sentir una asfixiante sensación de opresión en el pecho al ver todos aquellos rostros bañados por la débil luz de los focos. Resultaba muy difícil imaginar que todas aquellas cosas habían sido personas alguna vez: sus expresiones eran demasiado animales, privadas ya de toda humanidad; eran salvajes, brutales, bañadas por una furia y un odio que se le antojaba insondable.
José se agarraba al volante como si pensara estrangularlo, con la cabeza enterrada entre los hombros y respirando pesadamente por la boca. En ocasiones, las ruedas patinaban con los fluidos corporales que escapaban de los cuerpos cuando el vehículo les pasaba por encima, y la furgoneta se escoraba peligrosamente a uno y otro lado. Se corría entonces el riesgo de estamparse contra alguno de los coches aparcados, lo que sería (ambos lo sabían) el fin; muy poco tardarían en arrancarlos de sus asientos a través de las ventanas para someterlos a un tormento que no alcanzaban a imaginar.
Ninguno dijo nada, pero secretamente, lo que más temían era encontrar el camino bloqueado. Eran tan fácil, y tan lógico, que encontraran un coche trabado en mitad de la calle, que de algún modo vivían su escapada con cierto sentimiento de irrealidad. Si eso llegase a suceder, estarían igualmente condenados. Susana miraba hacia atrás y observaba la puerta trasera abierta que repiqueteaba con un ritmo irregular. Las cajas de mercancías daban saltos con cada bache del camino, y más allá se distinguían las figuras inconfundibles de los espectros trotando en persecución. Suponía que les llevaría unos pocos segundos encontrar esa vía de acceso, si tenían que detenerse a maniobrar.
Después de unos metros, sin embargo, los edificios desaparecieron a ambos lados y se encontraron cruzando un impresionante bosque donde la visibilidad se reducía en extremo, porque los árboles eran viejos y crecidos y las tupidas copas no dejaban pasar la luz de la luna. Allí, casi no se topaban con ningún espectro; solamente de vez en cuando los focos sorprendían a uno de ellos y lo dejaban atrás con rapidez, fugaz como una aparición fantasmal.
Susana se atrevió a respirar de nuevo.
—Joder... —dijo, incapaz de encontrar palabras más adecuadas; y luego, mientras pasaba un brazo por la frente sudorosa, repitió varias veces:
Joder, joder, joder
...
José no dijo nada, pero empezaba a sentirse mejor. Se había permitido incluso acelerar un poco más, a pesar de que el cristal delantero estaba cubierto de sangre y otras inmundicias que dificultaban la visión; no obstante, la idea de activar el limpiaparabrisas no cruzó por su mente en ningún momento.
La furgoneta entera vibraba ahora como si fuese a pasar a la Dimensión Desconocida. El salpicadero amenazaba con desmontarse de un momento a otro, y por la forma que tendía a irse a la derecha, José sospechaba que la rueda delantera había pasado a mejor vida. Finalmente, sin embargo, el camino les llevó a la Torre de la Justicia, donde encontraron tres y cuatro camiones militares aparcados, y José soltó el acelerador y se detuvo, arrancando a los frenos un quejumbroso crujido.
Pasaron algunos interminables segundos mientras se concentraban en escuchar.
—Lo hemos hecho... —dijo Susana.
—Joder, sí.
—¡Hemos salido! —exclamó.
—¡Sí, sí!
Entonces ella le tendió los brazos y José la recibió torpe pero ávidamente. Era la segunda vez que Susana le abrazaba en poco tiempo, pero éste era un abrazo distinto, o así lo percibió. Notó su cuerpo delgado pero fibroso, y su mejilla caliente contra la suya. Su piel olía a sudor, pero por debajo se ocultaba un perfume embriagador que le trajo recuerdos de veranos de playa y de juventud. Aquel abrazo simple y sincero le pareció, en definitiva, una de las pocas cosas
reales
que había vivido en los últimos meses, y por unos segundos se olvidó de la pandemia, de Jukkar, de Dozer, de su propia angustia y de los muertos vivientes.
Pero a lo lejos, por encima del sonido desquiciante de la sirena, un espectro aulló como si le estuvieran arrancando el alma del cuerpo, y el momento pasó. Susana volvió a su asiento y empezó a ajustarse la mochila que aún llevaba a la espalda.
—¿Y ahora? —preguntó—. ¿Cómo entramos?
José miró alrededor. Las descomunales puertas estaban, por supuesto, cerradas, y los camiones estaban alineados al pie de la cuesta, con las lonas de color caqui cubriéndolos como para velar su sueño. La Alhambra quedaba al lado derecho, protegida por un pronunciado terraplén y un muro; las altas murallas les miraban desafiantes a unos doce metros, volviéndolas impracticables.
—Había una entrada por alguna parte... —dijo José, apretando los ojos como si estuviera haciendo grandes esfuerzos por recordar—. Había... agua... ¿has visto agua mientras veníamos hasta aquí?
—Es de noche —protestó Susana—. Lo único que escuchaba era el ruido del motor y el de mi propio corazón.
—Ya... Pues vamos a seguir el muro hacia allá... —dijo, señalando hacia el este—. Creo que había una entrada.
—Sin linternas —dijo ella.
—Sin linternas —concedió José.
Bajaron de la furgoneta y empezaron a andar. No tardaron en encontrar un camino que iba pegado al muro y que recordaba a un foso, angosto y bordeado por un muro de piedra; éste les llevó directamente a la Puerta de los Carros.
—¡Éste era el acceso que recordaba! —exclamó José.
Se trataba de un acceso abierto en el muro, practicado después de la conquista para facilitar la entrada a los carros que transportaban los materiales que se emplearon en la construcción del Palacio de Carlos V. Desde entonces era usado por turistas de todo el mundo para acceder directamente al recinto. Pero ahora, el acceso, que solía estar expedito, se encontraba bloqueado por una hilera de tablas burdamente claveteadas.
—La han tapiado, claro... —susurró José, presionando las tablas con la mano para comprobar su resistencia.
Al lado se abría una entrada accesoria, pero la solidez de la puerta, ribeteada por clavos de hierro de gran tamaño, parecía incluso mayor que la de la barricada.
—Escucha... —dijo Susana de repente. José se congeló en el sitio, volviendo la cabeza suavemente para enfocar el sonido. El ruido de la sirena parecía llenarlo todo, pero por debajo detectó más cosas. Susana tenía razón: a cierta distancia se escuchaba un susurro amortiguado, como el de algo que se movía arrastrándose entre la espesura.
José asintió.
—Es la mierda de sirena... —dijo—. No sé qué estará pasando ahí dentro, pero ha sido la peor idea desde que inventaron el puto virus
zombi
.
—Tenemos que entrar, José.
José apretó los dientes. Claro que tenían que entrar, pero los muros eran altos, la barricada parecía bastante sólida y el tiempo corría en su contra.
—Mierda —soltó.
Y entonces, a lo lejos, sonó una explosión. Jimmy caminaba contento hacia su destino.