En su cabeza sobrevolaban las palabras de Zacarías, flotando como nubes luminosas. «Te necesito, Jimmy.» «Un gran favor, Jimmy.» Oh, cómo iba a complacerle. Si quería que volase unas cuantas puertas con granadas, haría exactamente eso, y más valdría que nadie intentara inmiscuirse, porque si era necesario metería una bala entre los ojos a todos y cada uno de los soldados de la base.
A su alrededor se desarrollaba un follón de mil demonios, con soldados corriendo como hormigas enloquecidas en medio de un diluvio. Unos se desvivían por cumplir las órdenes recibidas y terminar con el registro; les habían instruido para cumplirlas a toda costa: localizar a aquel individuo era objetivo prioritario, y es lo que pensaban hacer. Otros, en cambio, se movían buscando a sus jefes de escuadra, confundidos por el sonido de la sirena, o intentaban localizar la fuente del ruido.
Jimmy se acercó a la zona de la Alcazaba, como Zacarías le había dicho. El sonido de la sirena era allí mucho más hermoso, casi cantarín, y descendió por los bloques de piedra animándose a acompañar la musicalidad del tono con su propia aportación:
«¡Uuuuuooooh, uuuuuooooh!»
. Le gustaba, y le gustaba
mucho
, principalmente porque era la música de Zacarías, la misma que había empleado para que él le hiciera el favor. Mientras emulaba el sonido con la boca formando una O perfecta, se entretuvo en sacar la primera granada del bolsillo del chaleco. La apretaba contra la mano para percibir su magnífico peso; su tacto frío y reconfortante, y su volumen tan seductor como letal.
Después del último
uuuuuooooh
, se paró en seco. Había tres soldados, atraídos por el sonido de la sirena. Cuando vieron llegar a Jimmy, se acercaron a él hasta que pudieron identificar de quién se trataba.
—¡Sólo es Jimmy! —dijo uno.
—Coño... ¡seguid buscando esa mierda! —exclamó otro—. ¡Hay que pararla ya, hostias!
Jimmy inclinó la cabeza, repitiendo las palabras en su cabeza.
¿Parar la música?, ¿parar la música de Zacarías?
No podían parar la música de Zacarías hasta que él no hubiera cumplido todos sus objetivos, si no, ¿cómo sabría que debía hacerlo? Zacarías había sido muy claro, y se lo había repetido muchas veces a lo largo de muchos días: «Cuando escuches la sirena, lo haces. Cuando escuches la sirena...» Si paraban el sonido, ¿cómo podría saber si debía seguir con sus tareas?
Jimmy apuntó su rifle y disparó. Los soldados cayeron al suelo, acribillados por la salva de disparos, con una rapidez sorprendente. Jimmy se acercó. Uno de ellos estaba tendido boca abajo, respirando con un sonido sibilante y tosiendo sangre. Jimmy le disparó en la cabeza y el contenido del cráneo se desparramó describiendo un arco de sangre y masa cerebral.
—¡Uuuuuooooh! —dijo Jimmy, mirando las gotas de sangre que habían manchado sus pantalones.
Por fin, se acercó a su objetivo, la Puerta de las Armas. En la oscuridad de la noche le parecía negra y aberrante, como casi todo en aquel sitio, así que se apresuró a quitar el seguro de la granada. La sostuvo un par de segundos en la mano, dándose cuenta de la terrible potencia letal que sostenía en su puño. Era casi como darle la mano a la Muerte, como sostener la mirada a la Parca y desafiarla, y por unos breves instantes pensó en quedarse quieto, sin hacer nada, sintiendo la proximidad del olvido definitivo. Sus labios se curvaron en una sonrisa enigmática, una respuesta casi eléctrica a un estímulo nervioso.
Pero después recordó a Zacarías, y sus maravillosas palabras resonaron otra vez en su cabeza:
¡Un favor, un favor importante!
, y entonces se decidió a lanzarla contra la doble hoja. El artefacto rebotó sordamente contra el suelo y se quedó inmóvil, meciéndose suavemente, hasta que explotó con un sonido retumbante. La puerta salió despedida hacia fuera, convertida en una tormenta de esquirlas que volaron por los aires y se clavaron con una contundente violencia en los cuerpos de los
zombis
que esperaban fuera. Un par de extremidades salieron volando por los aires rodeados de una fina lluvia de sangre y resbalaron por el suelo varios metros.
Jimmy había retrocedido varios pasos, dando saltitos como un colegial el último día de curso. La explosión hizo flamear su ropa, y recibió una herida en la mejilla derecha: una astilla de madera con la forma de un punzón de hielo que le dibujó un sangrante corte longitudinal. Pero ni siquiera se enteró. Se quedó mirando con fascinación la polvareda que se había levantado, porque dibujaba formas extrañas en las penumbras. Después de unos segundos, las primeras figuras aparecieron entre el humo, inhumanas y terribles, con los brazos rectos estirados hacia abajo y las bocas abiertas, impuras y hambrientas. El que iba en cabeza tenía un trozo de madera clavado en el pulmón derecho, y la cara parecía haber sido batida por una lluvia de metralla fina. Pero a pesar de ello avanzaba, liderando un ejército invasor que, por primera vez, irrumpía en uno de los últimos baluartes de Andalucía.
A Jimmy no le gustaban los muertos. Sabía lo que podían hacer con uno si le atrapaban, así que se dio media vuelta y empezó a correr. Tenía aún otros favores que hacer.
¡Uuuuuooooh!
Es mediodía, y mientras Dozer recorre la malagueña calle Larios impresionado por el número de gaviotas que descansa en los alféizares de las ventanas, un hombre abre los ojos a un mundo inundado de colores estridentes y formas curvilíneas, tan sórdidas, que se obliga a cerrar los párpados de nuevo. Le cuesta poner en orden sus ideas, como si aún no hubiera escapado del sueño completamente; sus pensamientos parecen desenvolverse como entre algodones, y cuando intenta mover los brazos para incorporarse, ignora si lo ha conseguido o no, porque no los siente en absoluto.
Entonces pestañea, intentando enfocar la visión, y después de unos segundos parece que la cosa mejora. Ahora reconoce los ángulos rectos de las paredes. Ahora reconoce el escenario en el que se halla. En sus oídos suena un pitido suave que poco a poco va desapareciendo, y cuando intenta inhalar una bocanada de aire, descubre que sus pulmones han olvidado cómo hacerlo.
Se mira el resto del cuerpo, haciendo un gran esfuerzo por mover la cabeza. Los músculos del cuello parecen agarrotados, y en algún punto se escucha el ruido de un tendón que acaba de volver a su sitio. Ve sus manos, que se colocan ante sus ojos: los dedos largos y delgados recuerdan a los de un esqueleto, y cuando se fija en las uñas renegridas y astilladas, piensa en las manos que cavan la tierra para escapar de la propia tumba.
Y entonces recuerda.
Recuerda el fogonazo blanco en su cabeza y la contundente sacudida que le hizo estremecerse de pies a cabeza, y recuerda también cómo su visión fue oscureciéndose gradualmente hasta que se sumergió en una negrura infinita, silenciosa y terrible. También consigue rememorar la furia tempestuosa con la que chilló en su mente mientras se perdía, apagándose como la tímida llama de una vela que ha agotado todo el oxígeno. Todo eso había sido su derrota. Todo eso era su vergüenza.
Se palpa la cabeza, y en el lateral, sus dedos tocan una superficie monstruosamente irregular, hundida, deforme. Quiere gruñir algo, pero sólo sale un sonido gutural espantoso más parecido al graznido de un cuervo, y entonces se lleva las manos a la boca y descubre que le falta la parte inferior de la mandíbula. La lengua cuelga, reseca, como un apéndice amoratado recorrido por pequeñas venas negras.
Ese descubrimiento le enfurece: mientras su mano se cierra convirtiéndose en un puño crispado, sus facciones se contraen en un rictus de rabia. Y se estremece, sacudido por la comprensión de lo que le han hecho. Porque si bien no han podido matarlo, sí le han privado de la Palabra, la Palabra de Dios, que él debía extender y promulgar como Él le había ordenado. Entonces se estira en el suelo, como aquejado por un ataque de epilepsia, y lanza un grito que brota directamente de la garganta. El sonido es aberrante, inhumano, hondo y sobrecogedor al mismo tiempo.
Cuando pasan unos instantes, recuerda de pronto las palabras que estudió en tiempos: «Dios habla por medio de su Silencio», pues el que calla para examinar al discípulo también habla; y el que calla para probar al amado también habla; y el que calla para facilitar una comprensión más profunda cuando llegue el momento, también habla, y ¿acaso había un momento más indicado que ése? ¿Qué dijo Jesús en la Cruz? «Todo está cumplido.» Y así era. Ya se había dicho todo, las señales eran claras, Dios quería que llegara el Juicio del Hombre y había hecho marchar a los muertos sobre la faz de la Tierra como se escribió en la antigüedad en los Libros Sagrados según su Palabra, y no hacía falta decir nada más. Como Dios, él sería ahora el Silencio.
Todo está cumplido.
Allí tumbado en el rellano de un edificio de viviendas cualquiera, un monstruoso padre Isidro tiene una especie de exaltación religiosa. Si su cuerpo hubiese funcionado normalmente, una lágrima habría caído rodando por su mejilla; se siente dichoso y cansado a un tiempo. «Mírame, Señor, mira lo que han hecho conmigo...», dice, pero aunque cierra los ojos y encomienda su espíritu como lo hizo Jesús en la Cruz, el descanso no llega. Su corazón no late, sus pulmones no necesitan aire y su piel está fría como el hielo temprano de principios del invierno, pero Él no le permite morir. El corolario de la vida le está vetado. «Dios Padre, ¿no me permitirás descansar?», gime, y de nuevo Él le contesta con su Silencio elocuente, recordándole muy a las claras cuál es su tarea; con su Silencio, le dice que él Le representa, y el padre Isidro asiente, recorrido por un espasmo casi eléctrico de reverencial servidumbre y adoración. «Así se hará», dice al fin, y entonces se incorpora hasta quedarse sentado (y al hacerlo, da la impresión de que esté hecho de madera, como si fuese una tosca versión endemoniada de Pinocho). Luego, se sirve de los brazos para ponerse en pie. La sotana que viste está tan sucia y llena de restos oscuros de sangre que parece acartonada y pesada; sus ojos se entrecierran ligeramente, dibujando una expresión fría y malévola en su cara.
No tiene mandíbula, pero sus labios se curvan igualmente, conformando una sonrisa atroz; y cuando se pone en marcha, se mueve con una rapidez sorprendente, como si no usara las piernas.
Como si levitara a pocos centímetros del suelo.
Los busca, los ansía, pero no los encuentra dentro del edificio. Se han marchado, las ratas han huido del barco. Ahora, todo está en silencio, con la notable excepción de los gruñidos que los zombis dejan escapar de vez en cuando. Sin embargo, cuando se asoma a uno de los balcones, detecta que algo está fuera de lugar. Al principio le cuesta descubrir qué es, pero termina por caer en la cuenta: si bien la calle está tan abarrotada de espectros como de costumbre, el interior del recinto de Carranque está otra vez vacío, tan sólo unas cuantas figuras vagan por su interior, arrastrando los pies por la pista de atletismo.
El padre Isidro masculla algo ininteligible y se lanza al rellano, descendiendo por los escalones como si fuera ingrávido. Cuando llega a la Ciudad Impía, reanuda la búsqueda, pero como había temido, los restos del edificio principal no ocultan ya nada, y los otros están similarmente vacíos, incluyendo el área donde le tuvieron prisionero.
Gruñe, se desespera, cierra los puños con cólera, pero eso no cambia las cosas. Mientras deambula por el complejo, escudriñando todas las esquinas y asustado por la posibilidad de haberles perdido la pista, encuentra un mensaje garabateado con pintura, trazado en el suelo con grandes caracteres irregulares:
El padre Isidro examina el mensaje con la cabeza inclinada, como si quisiera memorizar hasta el contorno de sus irregulares trazos. Se agacha y pasa la mano por una de las enes, y descubre que la pintura está todavía fresca. Entonces, sin atender a ningún motivo especial, se pasa la mano por la cara y se deja un trazo oscuro que le cruza uno de los ojos desde la frente hasta la mejilla. El ojo, de un tono blanco cremoso, contrasta intensamente con la pintura negra.
Luego, gira sobre sí mismo y, sin perder un segundo, se pone en marcha.
Era la segunda explosión que escuchaban, pero ésta había ocurrido mucho más cerca. De hecho, si hubieran avanzado un poco y hubiesen mirado hacia el oeste, habrían visto el rastro de humo levantándose perezosamente en el aire.
Los soldados casi daban miedo. Corrían dándose órdenes contradictorias de un lado a otro, y si bien Moses no entendía gran cosa de armas, podría jurar sobre la memoria del Cojo que lo que se escuchaba a lo lejos, por debajo del sonido desquiciante de la sirena, eran disparos.
—Mo... —decía Isabel, con voz suplicante.
Moses le cogía las manos y trataba de apretarlas fuertemente entre las suyas, pero lo cierto era que no sabía qué hacer. Sentía ahora casi tanto miedo como cuando pensaba que Isabel había muerto, allí en Málaga, encerrado en el Álamo con Branko y el Secretario. Al menos sentía la misma impotencia, porque sabía que no estaba en situación de garantizar la seguridad de nadie. Si algo le pasaba a Isabel o a los niños, juraba por Dios que arremetería contra todos aquellos soldados con la furia demente de uno de los
zombis
.
El resto de los supervivientes no estaban más tranquilos. El rumor de las conversaciones a media voz se había convertido en una algarabía apenas controlada donde se entremezclaban el llanto y las exaltaciones nerviosas cuando no los gritos.