Aranda se incorporó, con el estómago castigado por una sensación que conocía demasiado bien, mezcla de incertidumbre y (por qué no admitirlo) miedo, y al hacerlo, los huesos de la espalda crujieron amenazadoramente.
Estaba en una especie de cámara que no reconoció. No era una cueva natural, de eso estaba seguro, pero las paredes eran igualmente toscas e irregulares. Varios túneles nacían desde ellas y se adentraban en la roca viva, zigzagueando hasta perderse en la oscuridad. La luz parecía provenir de una especie de atril provisto de focos que arrojaban una claridad sucia y débil. Pensó, confusamente, que recordaba haber visto unos aparatos similares en viejas películas donde un grupo de espeleólogos acaban, invariablemente, despertando alguna oscura y terrible maldición dormida en los cimientos de alguna construcción subterránea.
Pero allí no había tótems, ni aquellas estructuras habían sido levantadas por ninguna civilización largamente olvidada. Tan sólo había un hombre (vestido con la tradicional ropa de color caqui de los soldados) que, sentado en una caja de madera, le miraba con interés.
—No puedo creerlo... —soltó de repente mientras se ponía en pie de un salto—. ¡Está despierto!
Aranda le miró, todavía sin decir nada. ¿Lo estaba? La cabeza aún le daba vueltas, el estómago era un torbellino furibundo de sensaciones que apenas empezaban a despertar pero que ya comenzaban a firmar una declaración de guerra, y las manos le hormigueaban. Pero suponía que sí, que estaba despierto aunque ahora los recuerdos comenzaban ya a inundarle poco a poco: fotogramas casi velados de imágenes entrecortadas de jeringas, un vial terminado en un cruel garfio, olor a desinfectante y a látex de guantes quirúrgicos. Y dolor... un dolor acuciante en la base de la espalda.
Mientras Aranda comenzaba a ubicarse, el soldado se aproximó a la boca de uno de los túneles y empezó a llamar a alguien a voces.
—¿Dónde estoy? —preguntó Aranda entonces.
El soldado levantó una mano, indicando que esperase un momento. El sonido de unos pasos apresurados empezó a llegar por el corredor y, en unos instantes, un par de hombres más aparecieron en la estancia.
—Vaya... —exclamó uno de ellos.
Aranda se puso trabajosamente en pie, sirviéndose de las manos. Lo hizo torpemente, como si sus brazos y sus piernas hubieran estado demasiado tiempo dormidos y les costase recobrar la movilidad.
—Dejadnos solos —exclamó el mismo hombre. Vestía igual que los otros dos, sin galones ni distinciones y, sin embargo, la frase poseía una remarcada voz de mando: breve y contundente. Al instante, los dos hombres abandonaron la cámara.
—¿Dónde estoy? —repitió Aranda cuando estuvieron solos. Notaba las piernas débiles, y retrocedió un par de pasos para tener la pared más cerca en caso de que necesitase apoyarse en algo.
—¡A salvo! —contestó el hombre mostrando una sonrisa—. Conseguimos rescatarle. Ahora está en buenas manos.
Se acercó a Aranda con la mano extendida, sin dejar de sonreír. Aranda retrocedió un paso más, súbitamente retraído; había algo en cómo se curvaban sus labios que le resultaba frío y artificial, y a Juan le recordó la sonrisa escamosa de un pez muerto. Sin embargo, finalmente extendió la mano y se la estrechó.
—Me llamo Zacarías...
—Juan... —contestó, lacónicamente.
—Es un placer. Realmente tiene algo ahí dentro. Por lo que nos dijo el doctor, debería haber estado durmiendo un día entero más. ¡Tiene la constitución de un caballo!
—No me siento muy bien... —admitió Aranda.
—Siéntese. Ha estado drogado demasiados días... tiene que tomárselo con calma.
—¿Días?
—Unos cuantos.
—¿Qué es eso de que me han rescatado? —preguntó Juan—. ¿Dónde estamos?
—Sigue en la base Orestes, en la Alhambra. Pero en estos momentos estamos escondidos. Conseguimos burlar las defensas del teniente Romero y sacarle de donde le tenían prisionero.
Aranda sacudió la cabeza.
—Un momento... —exclamó—. No sabía que era un prisionero...
—Le drogaron nada más ponerle las manos encima, y ya no ha salido de ese estado. ¿Alguien le ha contado algo de lo que iban a hacer? Creo que no. ¿No le dice nada eso? Para ellos, usted era un espécimen, un portador de algo que deseaban analizar... Han estado trabajando con sus órganos, intentando exprimir todos sus secretos.
—Quizá era la forma más rápida de trabajar... tenerme sedado mientras hacían sus exámenes.
Zacarías se encogió de hombros.
—Hay muchas cosas que no sabe sobre Romero y sus hombres.
—¿Como por ejemplo?
—Tienen dos helicópteros y un centenar de hombres armados, pero ya no hacen incursiones en la ciudad para buscar supervivientes. No se trazan planes para buscar soluciones o mejorar la situación. No vamos a ningún sitio. Los civiles, varios cientos de personas, se pudren en un gueto sin atención médica y sin alimentos. No sé de qué han estado viviendo todo este tiempo, porque Romero cortó el suministro hace cosa de un mes.
Aranda intentó tragar saliva, pero descubrió que tenía la boca seca. De pronto, varios recuerdos se conjuraron en su cabeza. Recordaba a Romero disparando a escasos centímetros de donde él estaba y recordaba también a los doctores en su particular cámara de los horrores, con el cadáver atado a la camilla y sus órganos expuestos y desperdigados en pequeñas mesas dispuestas alrededor. En su momento las había aceptado, sí, pero ahora, a la luz de las palabras de Zacarías, le resultaban comportamientos quizá demasiado sórdidos, incluso para militares. Bajó la cabeza y pensó durante unos breves instantes, con la boca contraída por una mueca.
—¿Los civiles? Pero... ¿por qué? —preguntó al fin.
—Romero acapara todo el alimento para él y sus hombres. No está dispuesto a arriesgar nada. No quiere enviar a sus escasas tropas a la ciudad a por más alimentos. Es un crimen, Juan.
—Pero nos trajo a nosotros...
—Imagino que usted le contó ese pequeño truco suyo. Es fácil imaginar su interés por usted a partir de ese punto.
Aranda asintió, intentando asimilar toda esa inesperada información.
—¿Y quiénes son ustedes?
—Somos soldados disidentes. No estamos de acuerdo con las decisiones que ha estado tomando el teniente Romero y hemos decidido sacarle de allí. Habría muerto, de eso no me cabe duda. Creo que es usted demasiado importante como para permitir algo así...
—¿Dónde estamos ahora?
—Estamos a salvo, en unos túneles excavados bajo la misma Alhambra. Romero no los conoce, no forman parte del circuito turístico. Uno de nosotros sabía de su existencia porque estuvo trabajando aquí antes de ingresar en las Fuerzas Armadas.
—Está bien... —contestó Aranda, estudiando una vez más los impresionantes techos—. ¿Cuál es su plan?
Zacarías suspiró.
—Las cosas están mal ahí arriba, en este momento. Romero ha sido bastante negligente y ha dejado que los
zombis
entren en el recinto.
Aranda dio un respingo, experimentando una súbita sensación de vértigo.
—Fue cuando decidimos aprovechar la confusión para intentar sacarle de allí —continuó diciendo Zacarías—. Estamos esperando a que las cosas se calmen. En realidad tenemos dos opciones, regresar arriba cuando todo vuelva a la normalidad y tratar de destituir a Romero, o apoderarnos de los camiones en los que vinimos y escapar de aquí...
Aranda procesaba la información a toda velocidad. Mientras jugaba con sus manos, miraba ceñudo el suelo.
—¿Cuántos somos? —preguntó.
—Unos veinte.
—Eso deja a Romero con unos... ¿ochenta soldados?
—Más o menos —confirmó Zacarías—. Pero no está claro que le sean fieles. Muchos de esos hombres le obedecen por inercia. Han sido entrenados para ello y hacen lo que se supone que es lo correcto. Pero llevamos varios meses acuartelados aquí y los hombres se impacientan. Sé que muchos aborrecen lo que se está haciendo con los civiles. Sé que otros no entienden que Romero no use los helicópteros para nuevas misiones de búsqueda y rescate. La situación es muy complicada, casi se puede oler la tensión. A veces algún
zombi
para en una de las puertas y se tira toda la noche aullando como un puto gato. Eso pone los nervios a flor de piel. Si les proponemos un cambio, creo que muchos nos seguirán.
Aranda asintió.
—¿Y mis amigos? —preguntó Juan. Sus nombres y sus rostros habían estado revoloteando por su cabeza durante todo ese tiempo, pero ahora esos mismos rostros habían explotado en su mente consciente con una nitidez desgarradora.
Zacarías pestañeó.
—¿Amigos?, ¿qué amigos?
—Los que vinieron conmigo en helicóptero desde Málaga... —explicó Aranda—. Vinieron en un segundo aparato, que aterrizó lejos de donde lo hice yo.
Zacarías compuso una mueca.
—En el área civil...
—Puede ser. Romero dijo que estarían perfectamente.
El soldado asintió con un gesto vago, como quitándole importancia a una vieja cantinela que hubiera escuchado ya demasiadas veces.
—Digamos que están. Esa gente no tiene apenas comida, no tiene recursos. Todo lo que tienen es agua, lo cual ya es algo, pero me temo que han ido a parar a un lugar olvidado de la mano de Dios...
Aranda se incorporó de un salto, apretando los dientes. Según había dicho Zacarías, llevaba unos cuantos días prisionero de Romero, entonces... ¿cuánto tiempo habrían pasado sus compañeros hacinados en esa especie de gueto infame? De pronto se acordó de los niños. Ni siquiera recordaba sus nombres, pero daba igual... seguían siendo niños, por el amor de Dios. La niña era una especie de ángel con una cara preciosa... ¿de verdad habían sido capaces de dejarla entre cientos de personas que sufrían privaciones tan terribles?, ¿estarían a salvo?
—Pero... ¿estarán a salvo de los
zombis
, al menos?
—Lo dudo mucho... —dijo Zacarías—. No tienen medios para protegerse, no tienen armas y apenas herramientas. Ni siquiera han sido advertidos. Creo que Romero, esta vez, los ha condenado definitivamente a la muerte...
De pronto sintió una potente rabia creciendo en su interior. Tenía los puños tan apretados que los nudillos parecían fósiles de puro hueso, despuntando entre la piel.
—Tengo que ir con ellos... —dijo entonces.
—Ésa no es una buena idea —contestó Zacarías, levantando ambas manos como si estuviera solicitando tiempo a un árbitro invisible.
—Claro que lo es... —replicó Aranda, con resolución—. Yo puedo andar entre los muertos... ¡deme un arma! Los sacaré de allí y los traeré conmigo.
—No lo entiende. Los hombres de Romero andan disparando contra todo lo que se mueve... ¿puede también esquivar las balas?
—Iré con cuidado...
—No me haga reír —contestó Zacarías.
—En realidad no me importa, iré de todos modos... ¡deme un arma!
Había extendido la mano y reclamaba lo que pedía con un gesto de impaciencia.
—¡No diga tonterías! —exclamó Zacarías, poniéndose en pie para enfrentarse a Aranda. Le sacaba una cabeza de alto, pero Aranda no se intimidó. Le miraba ahora con la expresión ceñuda, casi torva. Su cabello negro, espeso y recorrido de enmarañados bucles se había desprendido de la coleta que lo recogía y le daba un aspecto leonino—. Conseguirá que los maten... —continuó diciendo Zacarías—. A usted, y a todos sus amigos. ¡No le quepa duda! Tenemos que esperar a que las cosas se calmen un poco. ¿No lo entiende?
Aranda se mordió el labio inferior, con tanta fuerza que sintió un pinchazo de un dolor tan agudo que casi hizo brotar las lágrimas.
—Está bien... —dijo despacio—. Quédese sus armas. Voy a salir de todas formas.
Zacarías suspiró de forma ruidosa, soltando todo el aire de una sola vez.
—Lo siento —contestó al fin—. No puedo permitirlo. Debo pensar en su seguridad, y en lo que representa para todos nosotros. Tiene que ser consciente de...
—¡Ahora está actuando como Romero! —interrumpió Aranda—. ¿Se da cuenta? Protege la única arma útil de que dispone porque teme perderla. ¡Romero hace lo mismo con sus soldados!
—¡No es la misma maldita mierda! —chilló Zacarías—. Si un soldado cae, otro ocupa su lugar. Si un arma se pierde, se saca otra del almacén. ¡Pero usted es único! Representa la esperanza de la Humanidad, ¡y no va a salir ahí fuera!
—¡Impídamelo! —gritó Aranda, fuera de sí. Se volvió con un solo movimiento impetuoso y arrancó a andar en dirección al túnel por donde Zacarías había llegado la primera vez.
Entonces escuchó un sonoro
clic
a su espalda. Conocía bien el sonido, tan característico. Era el del martillo de un arma.
Se volvió lentamente. Zacarías le apuntaba con una pistola, sosteniéndola con ambas manos.
—Está bien —exclamó lentamente—. Se acabó el maldito juego. He intentado que las cosas vayan bien para todos, pero si insistes en jugar al héroe, voy a clavarte en el sitio. No voy a consentir que arruines mi futuro.
—¿
Tu
futuro? —preguntó Aranda, poniendo énfasis en la primera palabra.
Entonces, su rostro mudó de expresión, rindiéndose a las evidencias. Las piezas del puzzle empezaron a encajar en su cabeza, resplandecientes como cometas que irrumpen en la atmósfera terrestre. Ahora, por fin, se daba cuenta. No había sido
rescatado
, habían vuelto a
secuestrarle
, otra vez con fines egoístas.
—Hijo de puta —soltó. Y en las catacumbas de la fortaleza árabe, excavadas con sufrimiento y terror, levantó las manos hacia el techo.
Susana, Abraham y José corrían por el área arqueológica del Palacio Real, amparados por la sombría oscuridad de la noche. Cuando pasaban por los angostos corredores, las tinieblas se volvían más densas, y José, que iba en segundo lugar, apenas podía usar como referencia la espalda de su compañera.
Acababan de escuchar una violenta explosión, tan intensa y vibrante que el cielo se iluminó brevemente durante unas fracciones de segundo. Paralelamente, el murmullo de las hélices del aparato que habían visto intermitentemente entre los edificios se aceleró un momento, para luego cesar de forma abrupta, rodeado de un aparatoso estruendo metálico. Los dos comprendieron al instante lo que había pasado.
Algo iba definitivamente mal.
Se acercaron al Parador por el oeste, donde una hermosa puerta de madera recorrida por refuerzos de hierro dispuestos en líneas horizontales presidía una pequeña explanada. La parte superior era un imponente arco árabe de ladrillo visto.