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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

Hades Nebula (63 page)

Víctor frunció el ceño, con una mirada enigmática y una media sonrisa dibujada en sus finos labios.

—Vaaale... —exclamó, con una entonación algo musical.

Dozer asintió, y poco a poco empezó a recordar y a retroceder en su memoria. Primero los últimos días vividos, luego un poco más allá, hasta la peripecia del Clipper Breeze, y aún antes... a los días en los que planearon la puesta en marcha del Álamo, a cuando limpiaban los edificios colindantes, a la llegada de Moses e Isabel, anunciando que un sacerdote loco les perseguía. Y luego recordó los días de la fundación del campamento, mucho antes de que Juan Aranda llegara.

Entonces empezó a hablar. Su madre era una excelente narradora, porque contaba las historias emocionalmente más duras sin ese falso dramatismo que muchas personas utilizan cuando sienten que la situación lo requiere; ella no forzaba las cosas, empleando un tono neutro, suave y calmado en todo momento. No lo hacía conscientemente; simplemente eran historias viejas y hacía tiempo que había asumido la carga emotiva. Pero precisamente esa manera de narrar le otorgaba una cualidad sobrecogedora.

Dozer había heredado esa aptitud, y mantuvo a Víctor en un estado de creciente tensión durante todo el tiempo. Ni siquiera pensó en intercalar exclamaciones de apoyo en mitad de la narración; simplemente se quedó allí, escuchando el torrente de información que Dozer empezó a desgranar, embelesado, asqueado o expectante a medida que la tensión de la narración iba conduciéndole. Dozer se lo contó todo; empezó con los primeros días de Carranque y le habló del día en que Isidro se coló en el campamento, de los descubrimientos del doctor Rodríguez, de Juan Aranda, y de cómo él mismo había decidido inocularse, y terminó con el descubrimiento del mensaje en el suelo, el mismo que le había lanzado a aquel viaje hacia Granada.

Cuando terminó, se sirvió otro vaso de agua y lo apuró.

—Ahora sí que me fumaría un cigarro —dijo.

Víctor lo miraba aún con ojos fascinados y todavía tardó unos instantes en ser capaz de contestar. Había demasiadas cosas en aquel relato que podría emplear para escribir no sólo una buena historia acerca de cómo la humanidad se enfrentó a los muertos vivientes y perdió, sino (y los ojos empezaron a brillarle con febril intensidad) de cómo la humanidad podría salir del profundo agujero donde se había metido.

—¿Qué me dices? —preguntó Dozer, sonriendo.

—Dios mío... —dijo entonces.

Dozer asintió. Miró fuera, a través del amplio ventanal ahora cubierto de polvo y otras cosas que no quería identificar y vio cómo el día se escapaba detrás de la línea de las montañas. Pronto anochecería, y sería hora de ponerse otra vez en marcha.

—¡Dios mío! —repitió—. Ahora entiendo lo que pasó allí dentro...

—Sí...

—Cuando me pediste que me quedara tras la esquina... yo obedecí, pero habría obedecido igual si me hubieras dicho que me bajase los pantalones y pusiera una llama cerca del culo.

Dozer soltó una pequeña carcajada.

—Quiero decir que estaba en estado de shock —continuó diciendo Víctor— y no vi lo que hiciste. Luego estaban todos esos zombis... ¡con la ropa tapándoles la cara! ¡Es absurdo, delirante!

Dozer rió de nuevo.

—Lo más curioso es que no lo había pensado hasta ahora —continuó diciendo—, pero realmente... ¡realmente tú te movías entre ellos!, ¡lo preparaste todo!

—Sí, tío —dijo Dozer, asintiendo despacio—. Tuvimos mucha suerte... demasiadas cosas al azar. Pero improvisamos sobre la marcha, ¿eh?

Víctor empezaba a entrar en una espiral de euforia.

—¿Suerte? ¡Joder! —soltó—. Si no llega a ser por ti, a estas horas formaría parte del elenco de actores zombis de aquellos hijos de puta... ¡Piénsalo!, ¿qué posibilidades había de que me cruzara con un tío que es
inmune
a los zombis?

—No muchas, creo... —convino Dozer, aún sonriendo.

—Tengo... tengo que tomar notas —susurró, visiblemente excitado.

—Claro. Pero escucha, está anocheciendo y preferiría ponerme en marcha... no quisiera seguir aquí cuando no se vea una mierda. Esas cosas son silenciosas como cucarachas.

—Oh... —exclamó Víctor. Miraba ahora alrededor, desconcertado, como si hubiera olvidado que seguía inmerso en una pesadilla. Y era cierto: por unos instantes se había sentido tan absorto por la emoción que lo embargaba, que pensó que estaba en una cafetería cualquiera, y que un tipo desconocido acababa de darle el
leitmotiv
del trabajo en el que llevaba meses involucrado—. De acuerdo... tienes razón.

—¿Qué planes tenías, Víctor? —preguntó Dozer.

—¿Mis planes? —Se encogió de hombros brevemente—. Llegar a la civilización, quizá, donde quiera que esté. Madrid, probablemente.

—¿Crees que en Madrid hay gente?

—No lo sé. El aparato político está allí, también el militar. Si hay algún sitio en España donde deben de haber puesto especial énfasis en la defensa... debe ser ése.

—Es posible.

—Pero tú vas a Granada —exclamó.

—Sí. Ya te lo he dicho. Creo que mis amigos deben de estar allí.

Víctor asintió.

—Entonces voy contigo —dijo resueltamente.

—¿Quieres venir conmigo a Granada? —preguntó Dozer, un tanto perplejo.

Víctor suspiró.

—¿Te extrañas? —preguntó—. Es mi gran oportunidad. Quiero saber qué ocurrirá con eso que tú y tu amigo lleváis dentro. Quiero saber cómo termina, si termina, ¿entiendes? Estoy seguro de que hay mucha otra gente haciendo el mismo trabajo que yo, pero sólo
uno
está en el lugar donde se están dando los pasos para terminar con esto de una vez por todas... Es como si todo lo que hemos pasado me hubiera llevado, día tras día, a este preciso lugar, en este mismo instante...

—¿Crees en esas cosas? —preguntó Dozer. Era una pregunta sincera.

—Hasta hoy, no —contestó Víctor, serio.

Dozer volvió a sonreír.

—De acuerdo... —dijo entonces—. Pero no te garantizo nada. No sé si mi gente estará bien... No sé si Aranda está allí o sigue en Málaga, en alguna parte. Y no sé si quedará alguien que tenga la capacidad para leer el código secreto que llevo en las venas, ¿comprendes?

Víctor asintió.

—Ya veremos —contestó al fin.

Y Dozer asintió lentamente, pensativo, mientras se echaba otro vaso de agua. Ya no tenía sed, pero no sabía cuándo podría engañar al estómago de nuevo, así que apuró el vaso y echó un último vistazo por la ventana del bar de carretera. Fuera, un remolino de viento arrastraba una polvareda siguiendo una ruta imprecisa y caprichosa; y a medida que los rayos del sol comenzaban a huir detrás de las montañas, Dozer se estremeció.

Empezaba a hacer frío.

Diez minutos más tarde, los dos hombres estaban otra vez en marcha. Ahora al menos habían encontrado un pequeño sendero de tierra que zigzagueaba entre terrenos de cultivo, atestados de exuberantes olivos. Nadie recogió la cosecha en los meses pasados, así que sus retorcidos troncos estaban cuajados de aceitunas negras. La mayoría había caído al suelo, donde la lluvia y el sol habían ayudado a descomponerlas. Como resultado, a través de las ventanas abiertas, les llegaba un embriagador tufo a alpechín que parecía impregnarlo todo.

Utilizando la puesta de sol como referencia, decidieron ir hacia el este, con la esperanza de ver aparecer la ciudad de Granada en algún momento. El cielo estaba ya oscuro cuando divisaron una pequeña población a lo lejos.

—¡Por fin! —dijo Dozer—. Temía que no viésemos nada antes de que cayese la noche. El campo es aterrador y desconcertante cuando no hay ni una sola luz que sirva de referencia.

Resultó ser La Fábrica, una diminuta población a unos cincuenta minutos en coche del centro de Granada. Al menos, en circunstancias normales. Pero para evitar ser localizados desde la distancia, y gracias al claro de luna, decidieron viajar con las luces apagadas. Eso les obligaba a conducir lentamente, para ver llegar los obstáculos con tiempo suficiente.

Rodearon la población para evitar sobresaltos imprevistos y terminaron sumándose a una carretera asfaltada. Alguien había apartado los coches abandonados a la cuneta, despeñándolos en algunos tramos. En mitad de la vegetación, los techos de éstos parecían ataúdes dispuestos sin ningún orden ni sentido. Víctor se quedó mirando los vehículos mientras pasaban a su lado, observando las marcas en la carrocería; estaba claro que habían sido empujados con algún tipo de excavadora, lo que les hizo pensar que, en alguna parte alrededor, podía haber un grupo de supervivientes.

No siempre será así, pensó Dozer. Cuando lleguemos a Granada, el tráfico nos impedirá seguir con esta especie de dinosaurio con ruedas. Miró a Víctor por el rabillo del ojo, silencioso en su asiento del copiloto, y frunció el ceño. ¿Y qué haré contigo, Víctor? Yo puedo recorrer las calles. Puedo encontrar una moto, o una puta bicicleta, pero... ¿qué haremos si los zombis se abalanzan sobre nosotros?

Pensó en eso durante unos instantes, mientras se incorporaba otra vez a la carretera principal tras pasar La Fábrica. El asfalto brillaba de tal manera que la carretera parecía un puente de plata tendido en mitad de un manto de oscuridad.

Tuvieron que repetir otra vez la misma operación cuando llegaron a Huetor Tájar, y ambos permanecieron callados a medida que dejaban los edificios a su izquierda. Dozer calculaba que el pueblo debía contar con unos diez mil habitantes, más o menos, y resultaba sobrecogedor verlo apagado y silencioso, como una gigantesca tumba de cemento, ladrillo y cristal. En la distancia, escucharon el aullido de un lobo.

—Lobos... —exclamó Víctor.

—Supongo que los animales han ido recuperando las ciudades, bajando desde el campo a medida que todo quedaba en silencio. Sin ruidos ni luces que los ahuyentaran, deben estar dándose un buen festín de carne putrefacta.

—Eso es pavoroso.

—Eso es lo que hay.

No tardaron tanto como habían esperado en llegar a Granada, incluso avanzando campo a traviesa, lo que se veían obligados a hacer cuando llegaban a las diferentes poblaciones que se recogían alrededor de la A-92. El Roña parecía moverse con la misma soltura en la tierra suelta como en el asfalto, sobre todo desde que se ajustaron los cinturones de seguridad y pudieron dejar de botar en sus asientos. En el último tramo cogieron la general desde Santa Fe hasta Bobadilla, y allí detuvieron el coche, impresionados por lo que veían.

El cielo sobre la ciudad estaba cubierto de un denso manto de humo que parecía brotar de un único punto. Perezoso, el humo estaba prendido del cielo como una especie de garra.

—Supongo que hemos llegado —dijo Dozer, mirando a los zombis caminar en todas direcciones a unos treinta metros.

Habían empezado a ser más y más numerosos en el último tramo, pero lo que tenían delante le recordaba bastante a las calles de Málaga. El número de vehículos abandonados también hacía imposible continuar por ese lado hacia el centro de la ciudad.

—¡Dios, son tantos...! —exclamó Víctor. Hacía tiempo que no veía tal cantidad de
caminantes
juntos—. ¿Y ahora?

—No lo sé —contestó Dozer.

La idea de llegar de noche le había atraído. Había esperado ver alguna luz en el horizonte, como el resplandor que arroja una pequeña población en mitad de la noche, cuya contaminación lumínica incendia el cielo nocturno. Pero no se veía nada, como no fuera aquel humo horrible y denso.

—Algo se ha ido a tomar por culo por allí.

—Sí... —dijo Dozer y, mientras lo decía, tuvo una extraña sensación, como un mal presagio. Le recordaba demasiado a la columna de humo que vieron desde el
Clipper Breeze
y que luego resultó salir del campamento de Carranque.

—No sabes dónde pueden estar, ¿no? —preguntó Víctor. Estaba observando a un pequeño grupo de zombis que empezaban a mirar con manifiesta curiosidad el vehículo; se agachaban, ladeaban la cabeza, espoleados por el ruido ronco del motor.

—No... —contestó Dozer, apesadumbrado a pesar de que había sabido todo el tiempo que no sería fácil localizar a sus amigos.

Si es que están aquí
, se recordó.

—Vale... —exclamó Víctor despacio—. En ese caso, ¿qué te parece si rodeamos la ciudad por la autovía? Puede que veamos algo en alguna parte.

—De acuerdo... Sí.

Maniobró el volante para hacer girar al monstruo metálico y las ruedas chirriaron con un sonido que le recordó al que producen los neumáticos después de Semana Santa, cuando el asfalto está recubierto de cera de los cirios.

Y entonces sí. Los zombis dieron un respingo y empezaron a trotar hacia ellos, extendiendo los brazos. Víctor los miró, asqueado. El
Roña
se alejó de ellos, aprovechando los huecos entre los coches.

Los pocos kilómetros que recorrieron por la autovía de Sierra Nevada fueron los más difíciles de todo el trayecto. En numerosas ocasiones tuvieron que recurrir a la cuneta para avanzar; en otras, aprovechaban que las medianas estaban destruidas para escapar hacia el campo que rodeaba la carretera. Los zombis andaban por todas partes, entre los vehículos, y respondían al ruido del motor con nerviosos espasmos. En un momento dado, uno de ellos se lanzó sobre el cristal de la ventana de Víctor. Éste dio un respingo, pero Muñeco había pensado en todo cuando trabajaba en su
opera
magna
y había instalado una rejilla de hierro que había soldado con meticuloso cuidado. El zombi se agarraba a ésta con los puños, exhibiendo los dientes grandes y negros, pero la mano no pasaba por los huecos de las barras.

—Estoy harto de los zombis... —dijo Dozer, dando un acelerón para librarse del espectro—. Te lo juro. Estoy hasta los mismos huevos...

Un poco más adelante no encontraron forma de continuar. Los coches estaban trabados unos con otros, y los poderosos bloques de cemento flanqueaban ambos lados de la carretera. Cuando Dozer detuvo el vehículo, los zombis que los perseguían los rodearon.

—Vienen por mí, ¿no? —exclamó Víctor.

—Tranquilo. Esta cosa es como un tanque... ni siquiera consiguen mecerlo, ¿lo notas?

Era cierto. Estaban alrededor, empujando, golpeando, pero el Roña apenas se movía. No obstante, ver sus caras contraídas por el odio a través de los cristales componía una imagen que, estaba seguro, volvería a visitarle en muchas de las noches que habrían de venir.

—Vamos a probar este bicho... —exclamó Dozer entonces.

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