Pero Sombra no se dejó impresionar. Con un rápido movimiento de la mano, abofeteó a José. Éste levantó los brazos, como para protegerse, emitiendo un quejido lastimero. Para Sombra estaba claro: era inútil, su mente se había rendido. Levantó la cabeza y vio cómo uno de los zombis recorría los últimos pasos casi a la carrera. En el último momento, se enredó con sus propias piernas y cayó al suelo produciendo un sonido acuoso. Su mano se lanzó hacia delante, agarrando a José por el tobillo.
Entonces, dando un respingo, José reaccionó. La visión de aquella mano ensangrentada sobre su bota había hecho que volviese del lugar donde se había refugiado. Regresó lanzando un grito al aire:
—¡NO!
Instintivamente, flexionó la pierna; pero el espectro continuaba avanzando, impulsándose con sus famélicas extremidades. Ganó todavía unos centímetros, agarrándolo con un terquedad estremecedora. Desde la perspectiva de Sombra, se parecía más a una horrible araña, contrahecha y deforme.
José reaccionó casi sin pensarlo, empleando la pierna libre para asestar una fenomenal patada, directa a la cabeza. Ésta rebotó hacia atrás violentamente, con un sonido de desgarro, y la pierna quedó libre.
José se incorporó como si un arnés invisible tirara de él. Ahora, los espectros estaban ya a escasos centímetros, y ambos tuvieron el tiempo justo para salir corriendo hacia el interior del Parador.
El señor Román no tuvo tanta suerte. Aún estaba en bastante buena forma para la edad que tenía, pero sabía que jamás podría poner distancia entre él y los zombis. Gritando cosas en un lenguaje incomprensible, se enfrentó a los espectros con su bastón, terminado en un pomo de metal. Golpeó dos y hasta tres veces antes de que las crispadas garras tiraran de él y fuera arrebatado de su sitio como si lo hubiera absorbido un tornado. Se perdió entre la masa de zombis con un grito desgarrador.
Cuando llegaron a la carrera a la sala de la recepción, no quedaba ya nadie; las camas que había allí dispuestas estaban vacías. José se alegró de ello. Continuaron corriendo, sin darse tiempo a pensar, hasta que al doblar la esquina se encontraron de bruces con Susana.
—Dios mío... ¡Susi! —exclamó José.
—¿Dónde...? —preguntó ella, pero entonces se detuvo.
Los zombis entraban en tropel en el área de recepción, tropezando unos con otros. Los hombros entrechocaban, los brazos se extendían como tridentes y los ojos buscaban desesperadamente.
—Hos... —empezó a decir.
—¡CORRE! —bramó José, empujándola para que se pusiera en marcha.
Y corrieron, tanto como les era posible, avanzando por el pasillo en cuyas vidrieras de cristal repiqueteaba ya la lluvia abundante. Un par de veces tropezaron con las camas interpuestas porque la luz era del todo insuficiente, pero consiguieron llegar hasta el pie de las escaleras que conducía a las habitaciones del primer piso.
Los muertos los perseguían.
—¿Arriba? —preguntó Susana.
—Por Dios... es una encerrona... —exclamó José, mirando en todas direcciones.
Sombra negó con la cabeza.
—Allí es donde se ha escondido el resto de la gente... —dijo José—, ¡los atraeríamos hacia ellos!
—¿Salimos por atrás? —preguntó Sombra.
José creía que tenía que existir una salida por ese lado, ya que allí los jardines eran (o fueron) hermosos, pero si la había, no la había visto. De existir, pensaba ahora, era posible que allí el número de zombis fuera menor.
—¡Imposible! —interrumpió Susana—. ¡El humo!
Sombra fingió un desmayo, llevándose las manos a la cabeza. Con el estrés de la situación, había olvidado que el exterior era impracticable. Mientras tanto, los aullidos de los zombis empezaban a oírse cada vez con más fuerza y la sensación de urgencia les superaba.
—¡Necesitamos armas! —bramó José.
Entonces, Sombra se llevó una mano a la frente, donde se estrelló con un sonido grave.
—¡Armas! —exclamó de repente—. ¡Pero...! ¡Seguidme!
Entonces echó a correr por el ala que bordeaba el patio, y José y Susana lo siguieron. Justo a tiempo, porque los zombis acababan de llegar al pequeño distribuidor donde estaban, buscando con ojos anhelantes. El resplandor de un relámpago parpadeó brevemente en el patio exterior, iluminando la espantosa comitiva. Era como ver una fotografía en blanco y negro, saturada de contrastes; los ojos enloquecidos parecían brillar con luz propia.
—¡¿Qué pasa, tío?! —gritaba José mientras corrían.
Sombra les llevó hasta una pequeña habitación de servicio que quizá en tiempos estuvo destinada a albergar un despacho. Las mesas se habían aprovechado en alguna parte de las salas habitadas, y las estanterías hacía tiempo que desaparecieron en las pequeñas fogatas que utilizaban para calentar las salas. Allí habían apartado todas las cosas que no hacían falta y no eran útiles: objetos de decoración, maceteros, valiosas piezas de exposición, hasta pantallas planas de televisión (que se acumulaban formando una torre inclinada), sacadas de las habitaciones, y cuyo emplazamiento había sido aprovechado para colgar cuerdas que marcaban diferentes receptáculos. No había lugar para las frivolidades.
Sombra saltó dentro, pese a la oscuridad, provocando un ruido de loza rota. Ubicarse en las penumbras era difícil. Tanteaba con los brazos, derribando inútiles lámparas de noche y otros tantos cacharros.
—¡Me lo enseñó un tipo, ayer o antes de ayer! —decía, sin parar de buscar.
—¡Dinos qué es, te ayudaremos a buscarlo!
—Las... unas armas históricas que tenían en varios lugares... Las metieron aquí cuando las cosas empezaron a caldearse... ¡Para que no estuvieran a la mano!
José pestañeó.
—¿Armas históricas? —exclamó. Su voz sonó demasiado aguda y estridente.
—¡Joder!, ¿se te ocurre algo mejor?
Por unos segundos, José pensó en cimitarras y escudos con forma de media luna, pero después decidió que eso, al menos, era mejor que nada. Susana le miraba con expresión atónita, pero tampoco se le ocurrían otras ideas, así que un instante después se puso a buscar.
Lo que encontraron (debajo de unos doseles que no servían ni como telas ni como ropa de abrigo) resultó, sin embargo, mejor que lo que José había imaginado. Había, naturalmente, espadas árabes hermosamente decoradas, pero éstas hubieran requerido de una destreza que ninguno poseía. Hubieran resultado del todo inútiles contra los muertos vivientes, pues su único punto vulnerable estaba protegido por el cráneo, demasiado grueso y resistente para sus delgadas hojas. Luego aparecieron unas clavas de color terracota, pero resultaban extrañas y, en apariencia, no recordaban siquiera a ningún tipo de arma que hubieran visto anteriormente, así que las descartaron rápidamente. Las mazas de hierro que Sombra sacó como si desenterrara el cayado de un poderoso nigromante, no obstante, eran otra cosa. Sólidas al tacto, pesadas y terminadas en la tradicional bola con pinchos, parecían algo que podrían manejar.
José sopesó una con la mano derecha.
—No puedo creerlo... —exclamó, dubitativo.
Sombra, sin embargo, parecía muy satisfecho con su nueva herramienta. Describió un par de movimientos con el brazo y la maza silbó, cortando el aire.
—No vamos a enfrentarnos a los zombis con esto... —continuó diciendo.
—¡Yo voy a darles con todo! —soltó Sombra.
—Joder... —exclamó Susana, aunque el metal del arma pesaba en su mano, y su bola de hierro macizo era grosera y despiadada, ciertamente no se imaginaba golpeando a nadie, ni a nada, con algo semejante.
Desde el otro ala llegaban ahora los delirantes gruñidos de los muertos, acompañados de golpes y ruidos que éstos producían al moverse en las sombras: tiraban objetos o desplazaban los camastros y las mesas llenas de enseres. El sonido de un vidrio haciéndose añicos contra el suelo les hizo dar un respingo.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Susana. No le gustaba nada cómo se estaban desenvolviendo las cosas, y se sentía un tanto absurda con aquel arma primitiva en su puño.
—Tenemos que enfrentarlos en un sitio estrecho —dijo José.
—Eso es. Y podemos volcar una mesa y nos pondremos detrás —apuntó Sombra—. Son estúpidos, buscarán el camino más directo... ¡tenemos que aprovechar eso!
La idea les pareció buena, y salieron de la habitación para regresar al pasillo distribuidor, junto al ventanal que comunicaba con el patio central. Ninguno se dio cuenta de que los jirones de humo, que momentos antes habían flotado como figuras fantasmales, habían comenzado a diluirse con la lluvia.
En el corredor, los supervivientes habían aprovechado las mesas del enorme comedor para improvisar camas, que se encontraban pegadas a la pared. En la zona de la almohada, la pintura se había vuelto oscura en contacto con la cabeza. Rápidamente, se pusieron a la tarea de desvestirlas de sábanas (que olían a orines y a sudor) para colocarlas en forma de barricada.
—Dios mío... —exclamó Susana con desasosiego una vez hubieron terminado.
Examinaba las mesas de rudimentaria madera, que les cubrían únicamente hasta la cintura, como un adulto miraría un embalse hecho por un niño; un embalse construido en una tarde de juego a base de ramas menudas, hojarasca y arena. Tal y como lo veía, aquella estratagema no podía calificarse siquiera de plan. No podía funcionar. Nunca podrían golpear a los zombis con la suficiente rapidez, ni con la contundencia necesaria. ¿Cuántos mazazos tendrían que asestar para hundir un cráneo y llegar a la zona del cerebro, para desactivarlo eficazmente?
Agachó la cabeza e hizo un gesto de negación, pero supuso que era una forma tan buena como cualquier otra de
intentarlo
.
Un grito estremecedor retumbó en el corredor.
—Ya vienen... —dijo Sombra.
—Si no van por las escaleras... —soltó José.
Susana frunció el ceño.
—Algunos lo harán, es inevitable.
—Si se quedan en sus habitaciones, estarán a salvo —contestó José—. No creo que un zombi distinga una puerta de un retrete. Pero si cometen un solo error... si hacen ruido, o alguno de ellos sale corriendo en un ataque de pánico... entonces están perdidos.
Pero Sombra levantaba ahora una mano, con el dedo índice apuntando al techo.
—¡Ya están aquí! —soltó.
José abrió ligeramente las piernas, con las manos cerradas alrededor de la maza. Notaba las mejillas calientes, y un surco de sudor había empezado a formarse en las axilas y el pecho. Por fin, cuando los primeros zombis doblaron la esquina del corredor y se les quedaron mirando en ese pequeño lapso de comprensión previo al ataque, Susana dejó escapar una exclamación ahogada.
Y después, los muertos se lanzaron contra ellos.
Se llamaba Jorge, aunque todo el mundo le llamaba Lupi por la cantidad de vello que le cubría el cuerpo. Cuando descubrió que apenas le quedaba medio cargador y que, después de eso, sólo podrían enfrentarse a los muertos usando salivazos o epítetos malsonantes, tuvo una idea. No sabía si funcionaría, o si por el contrario, lo que estaba a punto de hacer desencadenaría una explosión de mil millones de demonios, pero merecía la pena intentarlo. La inacción, se dijo, suponía un final garantizado.
Entonces se escabulló hasta el sótano, donde guardaban las últimas reservas de combustible para el helicóptero: un compuesto viscoso cuya base esencial era el nitrometano. Éste se almacenaba en bidones metálicos, de veinte litros de capacidad, y arrastró uno no sin esfuerzo hasta el segundo piso. Mientras daba toda la vuelta por la circunferencia, los gritos de sus compañeros le atormentaban, y cuando creía reconocer la voz de alguno de ellos, apretaba los dientes y seguía tirando del bidón.
Una vez estuvo sobre la puerta de entrada, retiró el doble seguro de la tapa y se las apañó para encaramarlo a la balaustrada. El combustible cayó entonces en cascada, y a medida que se vaciaba —
glop, glop
—, sintió con alivio que su peso se hacía más soportable.
El combustible cayó sobre la pila de zombis que se había acumulado en la entrada. Impregnaba los cuerpos y golpeaba las cabezas de los espectros que, pese a todo, seguían intentando cruzar para llegar al interior. Cuando hubo terminado, lanzó también el bidón y extrajo su mechero Zippo. Hacía meses que no lo usaba, consciente de que no tenía ya ninguna oportunidad de rellenarlo, pero encendió a la primera. Miró la llama durante un par de segundos, y lo dejó caer.
Lupi se asomó inmediatamente por la barandilla, confiando en que la llama no se apagara; pero aunque ésta parpadeó peligrosamente en su viaje hacia el piso inferior, alcanzó los cadáveres bañados en combustible rápidamente. Allí se coló por entre los cuerpos y desapareció.
Lupi esperó, expectante.
Pero no pasó nada.
Lupi se ajustó el casco, lanzando una maldición. Empezaba a pensar que su plan había fallado cuando una llama creció desde alguna parte y se extendió como el fuego en una sartén llena de aceite. Recorrió los cuerpos caídos e inflamó a los zombis que había rociado con el combustible. La llamarada ascendió, haciendo que Lupi tuviera que saltar hacia atrás: las pestañas se le rizaron y el vello de la cara despidió un ligero aroma a pollo quemado.
La luz se volvió intensa en el patio. En el aire, cargado de moléculas de benceno, etanol y acetona, resplandecían las chispas que explotaban como pequeños fuegos artificiales. Los zombis en llamas avanzaban, indolentes, envueltos en un infierno de fuego; cegados, daban algunos pasos en direcciones erráticas y, cuando sus cerebros se cocían en el interior de sus cráneos, caían al suelo pesadamente.
Después de unos instantes de confusión, los compañeros de Lupi estallaron en enormes gritos de júbilo. La entrada estaba ahora anegada en llamas, y a juzgar por el fulgor de éstas, continuaría así durante un buen rato. Los cascos volaron por el aire, y los puños se levantaron hacia el cielo, celebrando la inesperada victoria.
La maniobra llegaba en el momento más crítico; casi nadie tenía munición más que para resistir quizá un par de minutos, y eso si la puntería acompañaba. Poco a poco, los soldados se reunieron en el patio, ayudándose unos a otros y examinando a los que habían caído.
—¡Al Patio de los Arrayanes! —gritó alguien—. ¡Resistiremos en la Torre de Comares! —Estaban a punto de rendir la plaza y retroceder a alguna de las cámaras interiores, donde quizá podrían construir una barricada y resistir.