Hades Nebula (57 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

—Dios... —exclamó José, con los músculos de los brazos y las piernas calientes y palpitantes por el esfuerzo—. Dios.

Desarmado y sintiéndose arrinconado, José se entregó a un abismo de desesperación. Las piernas temblaron, incapaces de sujetarle, pero cuando parecía que iba a caer de rodillas al suelo, algo tiró de él hacia atrás, con tanta fuerza, que lo lanzó de culo al suelo. Era Sombra.

—¡MUÉVETE! —gritó.

Las facciones se acentuaban en su rostro, dándole la apariencia de una máscara de cera. Tiraba de su ropa usando ambas manos, descamisándolo. José, tirado en el suelo con los brazos a ambos lados de su cuerpo, parecía un pelele.

Mientras tanto, los
zombis
, enfurecidos y ávidos de su calor, lanzaban ya sus manos hacia ellos, y José, lejos de intentar levantarse, cerró los ojos.

Sólo pensó en una cosa: que fuera rápido.

Aranda había sido hecho prisionero en la misma cámara donde había permanecido inconsciente, aunque ahora contaba con la compañía de Barraca, que también era retenido contra su voluntad. No les habían atado ni amordazado, porque no hacía falta. Juan era delgado, no demasiado alto, y bastante joven por añadidura, y Barraca era una especie de cordero asustado, entrado en años y barrigón. Ninguno de los dos representaba un peligro de consideración.

Las únicas salidas eran dos túneles, que nacían de aquella sala en paredes opuestas. Uno de ellos conducía claramente a una estancia donde aquellos hombres esperaban pacientemente a dar el siguiente paso, conspirando en las penumbras de la cueva. Juan sabía que, si los veían aparecer por el corredor, no dudarían en dispararles. También sabía que no podrían hacerles frente: las únicas peleas que había visto en su vida habían sido en películas, y tampoco Barraca tenía aspecto de tener mucha experiencia en ese sentido.

—¿Y ese otro túnel? —preguntó Juan.

Barraca refunfuñó. Llevaba un rato respirando con dificultad, como un cerdo que bufa y resopla en su lodazal.

—Debe de estar vigilado también —contestó.

—Creo que no tenemos nada que perder.

—Qué... mierda... —masculló Barraca.

Aranda lo estudió brevemente. Tenía la cabeza llena de dudas, que revoloteaban por su mente como sombras hostiles.

—Dígame una cosa... —preguntó al fin—. Lo de los civiles, ¿era verdad?

—¿El qué?

—Que los han abandonado a su suerte. Que no tienen nada que comer.

Barraca le miró, con gesto de incredulidad.

—¿Qué cojones quiere decir eso? —respondió—. ¿Es que no ves nuestra situación?, ¿qué cojones importa eso ahora? ¡Me la sudan esos mamones!

Aranda asintió, comprendiendo delante de quién estaba. Tuvo que hacer un considerable esfuerzo por morderse la lengua y no decirle lo que realmente pensaba, porque sabía que, de todas maneras, no conduciría a nada. Barraca andaba de un extremo a otro de la cámara, resoplando y ajustándose los pantalones cada poco tiempo; a pesar de su voluminosa barriga, había perdido algo de peso.

—Voy a ver a dónde conduce eso —anunció.

—¡Estás loco! —exclamó Barraca—. ¡Te dispararán!

Pero Aranda empezó a andar por el túnel sin mirar atrás.

La galería estaba oscura como boca de lobo. Aun así, pronto descubrió que se trataba de un conducto estrecho y de techo bajo, y que si caminaba despacio palpando las paredes, sólo había un camino posible. Anduvo durante un rato, sintiendo el frío de la roca en las manos y la humedad del corredor. De vez en cuando escuchaba sus propios pies chapotear en el agua, y empezó a sentirse un tanto abrumado por la absoluta oscuridad que lo rodeaba. Lo peor era que se veía obligado a caminar con lentitud; le preocupaba encontrar un agujero por el que pudiera precipitarse sin advertirlo primero.

Pero entonces empezó a llegar claridad desde algún punto a su espalda.

Primero pensó que podían ser Zacarías y sus hombres, equipados con linternas, y estuvo tentado de acelerar el paso para intentar poner distancia entre ellos, pero después rechazó la idea: jamás conseguiría ir tan rápido como alguien que puede ver por donde camina. Así que se detuvo, y esperó a que quien fuese que llevara la luz se acercara.

Resultó ser Barraca, lo que averiguó mucho antes de que hablara por su fatigosa respiración.

—Iré contigo —dijo tras el brillante haz cuando llegó hasta él.

—¿Tienes una linterna?

—Siempre la llevo conmigo, en el bolsillo. Es algo que acabas encontrando útil cuando vives en un lugar donde cortan la luz de noche.

Aranda asintió, y reanudó la marcha.

Caminaron durante mucho más tiempo del que habían pensado. Aranda no sabía hacia qué dirección caminaban, porque el camino daba quiebros, bajaba abruptamente y luego volvía a subir perezosamente, virando a uno y otro lado. Imaginaba que los constructores originales estuvieron evitando trozos grandes de roca madre, o quizá lagos subterráneos, u otras cámaras. Por fin, terminaron por llegar a lo que parecía el final del túnel: una cámara pequeña de techos altos donde había un montón de extraño equipo guardado, cubierto con lonas. En el aire flotaba un olor peculiar que hacía que les picase la garganta.

Barraca tosió un par de veces.

—¿Qué es esto? —preguntó.

Juan estaba curioseando el material. Había cajas de madera, bastante rudimentarias, claveteadas con gruesos clavos. Una de ellas se había echado a perder por la humedad y revelaba placas metálicas que no pudo identificar. Bajo una de las lonas, sin embargo, encontró lo que parecía ser un mástil de hierro.

—Equipo de alguna clase... Pero esto lleva aquí mucho tiempo. No es de estos soldados...

—¿Dónde cojones estamos? —preguntó Barraca.

—No lo sé...

—¿A qué huele?

Aranda negó con la cabeza. Era un olor sofocante, que hacía que se le cerrara la glotis. Los pulmones parecían luchar por toser, pero intentó contenerse. Sabía que si empezaba, no podría parar. Mientras tanto, Barraca revisaba las paredes con el haz de la linterna. Como había sospechado, no parecía que hubiese ninguna salida.

—Cerrado. Estaba claro...

Sin embargo, Juan creía haber visto algo.

—Déjame la linterna un momento —pidió.

—¿Para qué? —protestó Barraca, a la defensiva.

Juan reprimió sus pensamientos más inmediatos y contó hasta tres antes de contestar.

—Como quieras... —dijo—. Pero apunta ahí, por favor.

Barraca dirigió el haz de luz donde Aranda le señalaba, y allí descubrieron una pequeña oquedad en la parte baja de un parche de ladrillos. Era apenas un modesto agujero, no demasiado alto y algo más ancho, excavado en la tierra.

—Un agujero.

Juan se acercó. Dentro estaba oscuro y olía a tierra mojada, pero también a ese otro olor picante y desagradable por el que su cuerpo sentía tanto rechazo. Allí, el olor parecía incluso más fuerte.

—Parece un túnel... —dijo—. Y mira el suelo. —Había rastros de tierra, algunos de los cuales formaban la huella de una suela de bota—. Alguien ha estado trasteando en él hace poco.

—Olvídalo —contestó Barraca rápidamente, adivinando sus intenciones—. Jamás cabré por ahí.

—Pero yo sí —dijo Aranda suavemente.

—¡No vas a meterte por ese agujero! —protestó Barraca.

—Al menos voy a mirar a dónde lleva.

Barraca no dijo nada durante unos instantes, estudiando el túnel con expresión de desagrado. Por fin, se acercó a él y se agachó como pudo para verlo de cerca.

—Este olor... —dijo—. Viene de aquí dentro.

—Sí... —confirmó Aranda. A él también le preocupaba.

—Es venenoso, ¿no lo hueles? Es algo químico, lo noto.

—Puede ser.

—Pero a lo mejor no lo hueles, ¿eh? —dijo, mordaz.

—Sí, sí... puedo olerlo... —explicó Aranda—. ¿Por qué crees que no?

—Qué más da —contestó, pero en su cara había aparecido una enigmática media sonrisa que a Aranda no le gustó demasiado.

Por fin, se tumbó en el suelo y empezó a arrastrarse al interior del túnel. Parecía prolongarse varios metros, hacia una oscuridad tan pura y absoluta que daba impresión mirarla.

—¿Me dejas la linterna? —pidió entonces.

—¿Qué? Ni de coña... ¿y si no vuelves? Bastantes problemas tendré ya si no vuelves aquí.

Aranda suspiró. Ni siquiera sabía por qué se le había ocurrido pedírselo. Pero no importaba. Necesitaba regresar con los suyos y saber si estaban bien. Zacarías había dicho que todo estaba lleno de
zombis
, y creía que, al menos, esa parte de la historia de los «alucinantes rescatadores» era cierta. De no ser así, sospechaba que habrían actuado ya, en un sentido o en otro. Así que empezó a arrastrarse por el hueco, empujándose con las piernas y con los brazos flexionados bajo el cuerpo.

La oscuridad ya era bastante mala: era como adentrarse en un nicho funerario, pero el polvo de tierra que se desprendía del techo a medida que avanzaba era aún peor. Continuamente tenía la sensación de que todo el túnel podía venirse abajo y sepultarlo.

También el olor era más fuerte. Ahora olía a humo, humo cálido y sofocante que hacía que respirase con inhalaciones cortas y espaciadas. En ocasiones, incapaz de soportarlo por más tiempo, abría la boca para inhalar una bocanada, pero entonces sentía los pulmones invadidos y tosía con violencia. En medio de uno de los ataques, un montón de tierra le cayó sobre el cabello y luchó por serenarse; probablemente, no era el lugar ideal para provocar ruidos fuertes, podía condenarse a sí mismo con un derrumbe.

Justo cuando empezaba a considerar la idea de desistir y regresar, un pequeño atisbo de luz empezó a inundar el extremo del túnel. ¡Era la luz de la luna, un camino hacia la salida! Empezó a mover los brazos para acelerar el movimiento, pero cuanto más se esforzaba, más difícil se hacía respirar.

Por fin, cuando estaba ya a apenas dos metros de la salida, tuvo que admitir la derrota. El pecho le ardía y el corazón se le había acelerado como un bólido de carreras. Ansiaba aire puro, y la bruma macilenta que se divisaba en el exterior no le invitaba a pensar que la cosa fuera a mejorar. Fuera lo que fuesen aquellos vapores, eran tóxicos; eran
letales
, y aunque alcanzase el exterior, no podría sobrevivir a ellos.

Entonces, presa del pánico, empezó a recular. Ahora se movía con toda la rapidez que podía, aguantando la respiración para no contaminarse. Los ojos estaban enrojecidos, el pelo lleno de tierra, y mantenía la boca abierta como si intentase dar bocanadas de aire donde apenas había. En un momento dado, no supo decir si estaba moviéndose o no, sólo era consciente de que sacudía los brazos con tanta fuerza que empezaba a sentir los antebrazos calientes y palpitantes. Luego cerró los ojos y creyó que se iba, que todo iba a acabar, hasta que algo tiró de él con fuerza.

Salió a encontrarse con una luz brillante que le inundaba los ojos como un sol. Instintivamente, alzó la mano para protegerse. Tenía el antebrazo raspado y sangrante; la tierra se apelmazaba en las heridas formando una costra de una textura rocosa.

—¡Te lo dije! —gritó alguien. Era Barraca, que lo iluminaba con la linterna.

Aranda respiraba con dificultad, y aunque momentos antes ese mismo aire le había parecido viciado, ahora se le antojaba puro y exquisito comparado con los infernales vapores que acababa de respirar.

—¿Qué había ahí dentro? —preguntó Barraca—, ¿eh, qué había?

Aranda alzó un dedo, solicitando unos instantes. Necesitaba recuperarse. Se incorporó hasta quedarse sentado, respirando fatigosamente, pero poco a poco recobraba el ritmo normal.

—Es... es una salida.

—¿En serio? —preguntó Barraca, ceñudo.

—Sí. Pero hay algo... no sé qué es. No se puede respirar ahí fuera... Hay humo en el exterior.

—También te lo dije. ¡Deberíamos volver ahora mismo! Quién sabe de qué estamos contaminándonos en este mismo momento.

—Un segundo... ¡He dicho que es una salida!

—¿Una salida, dices? Te he escuchado ahí dentro, parecía que ibas a partirte en dos con las toses. Me extraña que ese agujero de mierda no te haya sepultado. ¿Desde cuándo
eso
es una salida?

—Debe haber algún modo... —dijo Juan, mirando el túnel.

—Sí... ¡desde luego! —exclamó Barraca—. Para ti desde luego que lo hay...

—¿Qué quieres decir?

Barraca le miró con los ojos entrecerrados. Negaba suavemente con la cabeza.

—Apuesto a que ni siquiera lo sabes...

—¿Saber el qué?

—Maldito... idiota... —masculló el doctor.

Aranda empezaba a perder la paciencia.

—¿A qué te refieres?

—Ve ahí fuera —dijo suavemente—. Y deja que el humo te asfixie. Deja que te mate... —Sonrió fríamente, sin que los ojos se contagiaran—. Y dentro de quince minutos... o puede que una hora... ya no te importará ningún veneno.

Aranda bufó.

—Ya entiendo. Muy gracioso.

Barraca pestañeó.

—No, no lo entiendes. ¿Crees que te estoy diciendo que dejes que te conviertas en un
zombi
? —soltó una carcajada—. No entiendes una puta mierda. ¿No lo sabes?, ¿crees que eres humano como yo? No lo eres. El virus ya está dentro de ti... por eso los muertos no te ven. Hueles a la misma mierda que ellos detectan, tus feromonas exudan un código pasaporte que coincide con el de ellos al cien por cien. ¿Y sabes por qué? Porque amigo... ¡tú eres un
zombi
!

Aranda pestañeó, intentando comprender a qué se refería.

—No puedes morir, porque técnicamente ya lo hiciste, cuando adquiriste la sangre contaminada. ¿Creías que ganaste? —rió otra vez, con bastante sorna—. No se vence a un virus como éste. Es una proeza, único en su tipo. Es mucho más que un virus, es de una belleza tan singular y perfecta que podríamos estar años estudiándolo sin terminar de comprender sus muchos misterios. Y es evolutivo: reacciona constantemente a las nuevas circunstancias.

»Oh sí. Te hemos estudiado, te hemos estudiado lo bastante para saber qué clase de truco ha obrado tu cuerpo. El virus está latente en tu interior, ha ejecutado ya sus procedimientos especiales y cree tener el control. Es como si creyese que ya te ha infectado, sólo que tu cerebro aún gobierna tu cuerpo. Pero cuando mueras... cuando tu cerebro deje de emitir los impulsos correctos, el virus pondrá en marcha todo su complicado bagaje genético y te traerá de vuelta. Y he aquí el truco, la magia de lo que llevas en tu interior y lo que Romero y la gente de Trauma ansían: seguirás conservando la identidad de tu propio yo. No te convertirás en un
zombi
sin cerebro, una carcasa humana anhelante de muerte como esos pobres infelices. No... tú, seguirás siendo tú. ¿No lo sabías? No sé en manos de qué tipo de idiota estuviste, pero si no pudo ver eso, es que sabía tanto de ingeniería biológica como yo de ritos tribales. Aranda... ¡tú eres el secreto de la inmortalidad!

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