Apretó los dientes, con una pequeña sonrisa apenas esbozada en su rostro bañado en sudor. Luego cerró los ojos unos breves instantes.
Se dirigió entonces a la sala de radio, para informar a sus superiores antes de que la electricidad fallase. Si él estuviera al mando del grupo de insurrectos, ése sería el siguiente paso lógico, el mazazo definitivo en el clavo que cierra la tapa del ataúd. No quería ni imaginar la presión psicológica a la que se verían sometidos sus hombres al tener que luchar en la oscuridad, cegados por los fogonazos de los rifles y en clara desventaja numérica. Quizá la batalla estuviera perdida, pero no la guerra. Todavía podía controlar la situación, si jugaba bien las pocas cartas que le quedaban. Si en el norte reaccionaban a tiempo, en unas horas podría tener refuerzos en la base: unos cuantos helicópteros cargados de hombres fieles y munición abundante que pudieran recuperar el perímetro.
Después buscarían a Aranda.
Cuando llegó a la sala de radio, le saludó el vacío: no había ningún operador en su puesto. No le extrañó, pese a que las órdenes siempre habían indicado que la radio debía estar atendida en todo momento. Tampoco importaba: había visto a sus hombres hacer las mismas operaciones varias veces y se sentía completamente capaz. Se sentó en su sitio y empezó a operar el aparato.
Después de enviar su mensaje y estar un rato a la escucha, empezó a inquietarse: no llegaba ningún tipo de respuesta. Revisó la frecuencia y todos los otros parámetros y realizó nuevas tentativas, pero el aparato continuaba mudo. ¿Y si había algún interruptor cuya existencia desconocía?, ¿y si no se había fijado bien? En una explosión de rabia, descargó un puño sobre la mesa y una pequeña taza con restos de algo que parecía café saltó unos milímetros en el aire. Luego, se mesó los cabellos con ambas manos y volvió a intentar toda la operación desde el principio, esta vez con infinito cuidado, como si accionando los controles lentamente fuese a conseguir que la comunicación fluyese.
—La lentitud da precisión —dijo a la sala vacía, en un intento de recobrar la serenidad—. La precisión, rapidez.
Tres minutos más tarde, todavía sin noticias, el teniente Romero revisaba las conexiones, los cables, la posición de la antena y, por último, las frecuencias de emergencia que conocía. Nada funcionó.
Cuando estaba a punto de rendirse, una voz brotó por los altavoces externos.
—¿Orestes?, ¿me oyen? Adelante, Orestes.
Romero saltó sobre la silla y cogió el micrófono.
—Aquí Orestes, ¿me recibe? —preguntó, visiblemente exaltado.
—Le recibo, Orestes... Identificación... A29.
Romero sacó su propio libro de claves del bolsillo de la camisa: una pequeña libreta negra donde tenía apuntados varias decenas de códigos. Era la única manera de garantizar que las personas al otro lado del aparato eran quienes decían ser, ya que de todos los sistemas de comunicación posibles, el de la radio era el menos seguro. Nunca repetían ningún código.
—Delta Juliet Sierra Víctor Papa Quebec Quebec Lima —contestó Romero.
—Orestes, es una alegría oírles. ¡Llevamos dos días intentando contactar con ustedes!
Romero pestañeó, y una palabra se formó en su mente, escrita con caracteres temblorosos y sangrientos:
TRAUMA
, exactamente igual a la que había visto en la pared del área. Nadie le había informado sobre ningún intento de comunicación, aunque estaba claro a qué se debía. Una vez más, sus dientes chirriaron al percibir la magnitud del problema, aunque de nuevo, tanto daba. Era obvio que los rebeldes seguían camuflados entre sus hombres, tejiendo traicioneras telarañas que saltaban a la cara en el último momento. ¡Qué ciego había estado! De pronto, tuvo la tentación de darse la vuelta, temiendo encontrar el cañón de una pistola apuntando a su sien, pero luego sacudió la cabeza y agarró el micrófono con ambas manos.
—Póngame con el oficial al mando, ¡es muy urgente! —dijo al fin.
Una pequeña pausa.
—Creo que yo soy el oficial al mando, Orestes...
Romero frunció el entrecejo.
—¿Con quién hablo? —preguntó.
—Soy el sargento Iván.
Romero tragó saliva, aunque tenía la boca seca y la garganta hizo un esfuerzo por tragar en vacío.
—Soy el teniente Romero. ¿Dónde están sus superiores?
—Teniente, creo que a estas alturas... deben estar muertos.
Los ataques de pánico, por lo general, no suelen durar mucho, pero son tan intensos que la persona afectada los percibe como muy prolongados. Para Romero, el instante duró una eternidad. El pecho se entregó a una especie de montaña rusa y la sensación de ahogo fue a más, brotando de una pequeña palpitación en la zona del corazón hasta el cuello. Luego la visión se nubló, para terminar enfocándose de nuevo como una película antigua.
—¿Teniente?, ¿me recibe? —preguntó el sargento.
—Tengo una situación de emergencia aquí —logró decir Romero—. Necesito apoyo inmediato. —Y como para reforzar su comentario, el grito de uno de sus hombres resonó a través del corredor desde el patio.
Pero el sargento no contestó enseguida.
—Mierda —exclamó—. Eso iba a pedirle yo a usted... —Su voz estaba cargada de pesadumbre.
—¿Qué está diciendo? —graznó Romero.
—Teniente, todo está perdido.
—¿Qué está perdido?
—Todo. Hemos perdido la guerra.
—¿Contra los muertos?, ¿han sido esas cosas?
—Contra los vivos, teniente. Hemos perdido casi todos nuestros efectivos. Esperamos la ocupación final en dos o tres días.
—¿De qué está hablando? —exclamó Romero, confuso. Sudaba copiosamente.
—De los hombres del general Edgardo Guerrero —hizo una pausa y añadió—. ¿No lo sabe? Teniente, ¿está enterado de nuestra situación?
A Romero le sonaba el nombre. Edgardo Guerrero. Había oído hablar de ese general en alguna ocasión, pero el dato flotaba en su memoria como si fuese un eco de antaño, quizá de la época anterior a la Pandemia Zombi.
—Nos sesgamos en dos facciones —continuó diciendo el sargento—. Intereses políticos, entre otras cosas... Hemos estado enfrentados en las últimas semanas.
Romero masculló algo.
—Oiga, no tengo tiempo de escuchar la historia completa, estoy en una situación de emergencia extrema. Mis hombres están muriendo a pocos metros de aquí. ¿Sabe algo de nuestras órdenes prioritarias?
—Ustedes eran nuestra reserva.
—No... ¡La orden que recibimos hace unos días!
—¿Hace unos días? Me temo que no...
El teniente estudió las posibilidades durante unos instantes.
—¿No pueden enviarnos ayuda? —preguntó al fin.
—Es imposible. Como le he dicho, estuvimos intentando contactarles para solicitarles lo mismo.
Entonces se derrumbó, dejando caer los brazos a ambos lados de su cuerpo. La barbilla se pegó al pecho, incapaz de aguantarse por un momento más. De repente se sintió cansado, muy cansado. Ahora estaba claro. No sólo había perdido la batalla, sino también la guerra. Trauma ganaba, los
zombis
ganaban y el general Edgardo ganaba también. Su derrota era tan completa y absoluta como nunca hubiera podido imaginar.
Sin añadir nada más, extendió una mano temblorosa y apagó la radio; los altavoces crepitaron y la máquina se sumió por fin en el silencio.
Luego, sacó su pistola de la funda y comprobó que estaba debidamente cargada y preparada. Era una operación reconfortante que realizaba varias veces al día, una especie de terapia personal, pero ahora era una cuestión de supervivencia básica: iba a necesitarla de veras.
Moviéndose tan silenciosamente como un fantasma, el teniente salió de la habitación, pero en ningún momento pensó en los civiles o la suerte que pudieran correr.
Sólo pensaba en los camiones; aún tenía los camiones.
Las primeras gotas empezaron a caer inadvertidamente: apenas unas manchas oscuras que se formaban en el suelo y sobre los techos de la Alhambra. Cuando lo hacían cerca del creciente incendio, se evaporaban rápidamente, bien fuera porque el pavimento se encontraba a una temperatura bastante elevada o porque el mismo calor las hacía desaparecer. En pocos instantes, sin embargo, el sonido lejano de un trueno coronó el cielo y éste empezó a descargar una tromba de agua.
En el interior del antiguo convento, la lluvia pasó desapercibida. Las ventanas habían sido cerradas (incluso los batientes) y los accesos principales seguían clausurados a cal y canto. Al otro lado de las puertas, los
zombis
seguían llamando.
Susana se encontraba en la Sala Nazarí, junto a las puertas de cristal que conducían al patio interior; ése era el único lugar en el que no había nadie. Estaba apoyada contra la pared, entre dos grandes maceteros cuyas plantas habían desaparecido ya. Detrás había un enorme cuadro que una vez estuvo colgado de los muros del patio, pero que luego trasladaron para instalar tendederos de ropa. En el más puro estilo romántico, mostraba una escena de unos querubines comiendo sandía, aunque el hollín había cubierto las frutas. Susana tenía las piernas flexionadas contra el cuerpo y la cabeza oculta entre los brazos.
Cuando escuchó el repicar de la lluvia contra el suelo empedrado, un montón de recuerdos corrieron a asaltar su mente: una procesión de imágenes de cuando aquel sacerdote espantoso consiguió violar el recinto de Carranque y llenarlo de muertos vivientes. Aquel día también llovió de forma intensa durante todo el periplo de resistencia
zombi
, y aunque las cosas se pusieron mal, había pequeños matices que hacían que todo fuese completamente diferente. Veía a José descargando su rifle en las estrechas escaleras y veía a la gente usando los colchones de las camas para mantener a raya a los
caminantes
. Lo pasaron mal, tuvieron mucha suerte y ella recibió un disparo de bala que pudo haberla matado, pero al final consiguieron la victoria. Por entonces, todavía quedaba algo por lo que merecía la pena arriesgar la vida, algo que era bonito y hermoso: un sentimiento de comunidad, de familia, de unión. Lucharon todos juntos, de la mano, y ese esfuerzo común les permitió escapar de la muerte.
Ahora, sin embargo, ¡qué diferente era todo! Intentaba comprender por qué toda aquella gente había dejado fuera a los demás, sobre todo porque no había habido un motivo real. Ahora los
zombis
llamaban otra vez a la puerta, pero no sentía ningún interés por luchar al lado de todas aquellas personas que habían condenado a la muerte a Moses, a Isabel, a los niños, y al mismo Abraham, que tantos esfuerzos había realizado por mantener un mínimo de orden y de organización en aquel gueto de mierda. Cuando se enteró de lo que habían hecho, vio sus caras neutras mirándole con ojos vacíos, lánguidos, y los odió profundamente. Si el Dios de Moses existía, había sido muy sabio haciendo que perdiera su arma, porque probablemente habría disparado contra ellos. Chilló cosas horribles, tiró todo lo que tuvo a la mano por el suelo y por fin huyó hasta ese rincón, donde había estado llorando amargamente los últimos diez minutos.
Sabía que José estaba organizando la defensa: les escuchaba mover muebles de un lado a otro, arrastrándolos por el hermoso suelo y dejando marcas que ya nadie repararía, pero no quería participar. No quería ya entender.
Lentamente, volvió a bajar la cabeza, e intentó dejar la mente en blanco.
Sólo quería que entraran los
zombis
.
Quería terminar de una vez.
José, junto a unos cuantos hombres, trataba de empujar un vetusto y enorme aparador desde una de las salas contiguas. Le exigía un esfuerzo prodigioso; cada empellón requería poner todos sus músculos a prueba y cuando se detenía para hacer acopio de fuerzas, el mueble no avanzaba. Sencillamente, ninguno de los otros hombres tenía ya la energía necesaria.
—¡Empujad, coño! —gritaba.
La puerta se sacudía de una manera preocupante. La bisagra superior había saltado, y el pomo era una pieza metálica que temblaba convulsivamente.
A cada poco, José miraba por encima del hombro. La sala estaba ya vacía, pero todavía les quedaba por recorrer unos buenos diez metros.
—¡Queda poco! —gritó.
El señor Román observaba desde su posición, pegado a la pared. Tenía una expresión ceñuda en el rostro.
—¡No funcionará, José! —exclamó.
—¡Es lo que tenemos!
—¡Lo echarán abajo!
José prefería no escuchar. En realidad, él tampoco pensaba que el mueble fuese a suponer mucha diferencia, aunque esperaba que si conseguían mantenerlo vertical, los retendrían el tiempo suficiente para darle una oportunidad a los soldados.
Porque vendrán... Tienen que venir. Sólo tenemos que darles tiempo para que aseguren la posición, y entonces vendrán a acabar con el resto de los zombis. Dios, no permitas que nos dejen solos con esto
.
Nueve metros.
Empezaba a preguntarse si había sido una buena idea enviar a Sombra a transportar a Jukkar. Decidieron llevarlo al extremo más alejado, a la zona de las cocinas, donde un montón de gente ya se había congregado en previsión de que la puerta cediera. Les había instruido para que se encerraran allí, al menos hasta que las cosas se calmaran, apilando algunos de los estantes contra la puerta. Sin embargo, muchas otras personas habían rehusado aquel plan. Decían que era un callejón sin salida; que si conseguían superar las puertas, no habría forma humana de escapar. A José le parecía razonable. Por otro lado, Sombra era el único que aún podría contar con fuerzas para mover aquel mueble, construido con una madera tan basta y tantos refuerzos de metal que había sobrevivido a la quema. Pero como resultado, era indeciblemente pesado. Quizá... si estuviera aún con él, habrían conseguido hacer llegar aquel armatoste hasta la entrada a tiempo. Dándose cuenta de que éste podría ser del todo insuficiente, pensaba ahora que quizá había considerado erróneamente las cosas; era posible que si se hubiera concentrado en la primera línea de defensa, las cosas se hubieran desarrollado de otro modo.
Mientras pensaba en eso, el pomo se sacudió una vez más y cayó finalmente al suelo, produciendo un sonido tintineante.
—¡Empujad! ¡EMPUJAD!
Y justo cuando se estiraba hasta terminar inclinado casi cuarenta y cinco grados para dar el máximo nivel de empuje al mueble, las hojas de la puerta se abrieron de par en par, golpeando las paredes con un ruido explosivo. Varios
zombis
cayeron al suelo, empujados por todos los que les iban a la zaga. Irrumpieron en la habitación en estampida, lanzando aullidos que parecían impropios de gargantas humanas y rodeados por una espesa bruma. Su piel humeaba, dándoles el aspecto de demonios expulsados del mismísimo infierno.