No podía.
Víctor gritaba. Mantenía los ojos cerrados y gritaba, porque había llegado a su límite; no podía absorber más violencia, más sangre ni más impactos de cuerpos contra el frontal del coche. Dozer conducía, crispado por la tensión emocional de lo que estaban haciendo. Intentaba mantener el Roña en el centro de la carretera, pero cuando un espectro caía, tenían que pasarle por encima y el vehículo daba saltos salvajes. El sonido, repetido una y otra vez hasta la saciedad, era motivo suficiente para hacer enloquecer a un hombre.
Recordaba vagamente el camino, el único acceso que conocía de vehículos: la Puerta de los Carros a través del Camino de Gomérez. Ninguno de los dos lo sabía, pero la sirena, los disparos, las explosiones y, en última instancia, el fuego, habían llenado de espectros aquel camino. El mismo que Susana y José habían recorrido hacía unas horas, sin encontrar tantos obstáculos.
Al llegar junto a la puerta, los focos iluminaron la empalizada de madera, pero demasiado tarde. Dozer maldijo, intentando frenar el coche, pero las ruedas estaban bañadas en sangre, y la maquinaria de freno se había resentido con los golpes de los cuerpos en los bajos y el eje. La poderosa y esperpéntica máquina chirrió, escorándose peligrosamente hacia uno y otro lado. Víctor abrió los ojos al sentir la inercia del movimiento y su cabeza golpeó contra la puerta.
Sin poder evitarlo, el
Roña
arremetió contra la empalizada, golpeándola con el lateral y haciéndola saltar por los aires. Los trozos de madera volaron, hechos añicos. Finalmente, recorrió patinando la distancia que le separaba de la fachada del edificio que había justo enfrente y allí se detuvo con un estruendo metálico. Dozer y Víctor se agolparon uno contra el otro.
—¡Joder! —exclamó Dozer, apartando las manos del volante. Los músculos de los brazos protestaban después del esfuerzo.
—Tío... —musitó Víctor. El labio inferior le temblaba, y todas esas imágenes espeluznantes de cuerpos golpeados con el morro del Roña le vinieron a la cabeza como una explosión—. Tío, tío...
Habían llegado, pero no había sensación de triunfo.
Dozer miró a su izquierda, a través de la ventanilla. Allí venían los zombis de nuevo. Los que habían sido aplastados por las ruedas se arrastraban por el suelo, incapaces de usar las piernas.
Pero siguen. Los hijos de puta siguen. Nos perseguirían hasta el fin del mundo, si les dejáramos, aunque se rasparan los brazos arrastrándose durante mil kilómetros sobre el asfalto.
—Dozer... ¡mira! —dijo Víctor a su lado, interrumpiendo su línea de pensamientos.
Y Dozer miró. Tuvo que pestañear un par de veces para entender lo que veía. Había zombis también dentro del recinto. Estaban envueltos en una especie de niebla que se movía horizontalmente, como fantasmas de algas mecidas por la marea.
—No...
—¡Tío!
—¡Mierda! —soltó Dozer.
¿Se había equivocado? Habían cruzado toda Granada para llegar hasta allí, ¿y eso era lo que encontraban?, ¿más zombis? Enfurecido, descargó el puño contra el volante, que crujió en señal de protesta.
Víctor dejó escapar una exhalación mientras negaba con la cabeza.
—¡¿Y ahora qué?! —explotó.
—¡Oye, yo qué sé! —gritó Dozer. Tenía la cara roja y las venas del cuello marcadas.
—¡Dijiste que estarían aquí! —exclamó Víctor, visiblemente enfurecido.
—¡Pues te jodes!, ¡te jodes!
Víctor pensó en decir algo, pero se mordió la lengua. Se sentía desvalido e impotente. Sabía que si los zombis llegasen a atraparlos su
nuevo amigo
podría salir indemne. Se preguntó cómo debía sentirse siendo una especie de Superman en un mundo sin
kriptonita
. Pero él... él se encontraba en una situación muy diferente. Todas aquellas monstruosidades les perseguían por
él
. Era
su
sangre la que ansiaban. Era
su
carne la que buscaban, y eso le hacía sentirse en el peor sitio del mundo.
—Tienen que estar... —susurró Dozer. Había puesto la mano de nuevo en el volante, y con la otra estaba metiendo la primera. El coche producía un sonido traqueteante y rítmico, pero no le extrañó... era casi milagroso que aún siguiera en marcha—. Vamos, aguanta un poco más... —añadió, palmeando el volante.
El
Roña
se separó de la pared con un ruido chirriante, justo cuando los muertos estaban ya prácticamente encima. Dozer no sabía dónde dirigirse, sólo que tenía que ponerse en marcha. Hacia el frente, el número de zombis era elevado, pero hacia el lado opuesto era justo lo contrario. Maniobró entonces con rapidez y el coche volvió a demostrar sus tremendas capacidades.
Una vez estuvo enderezado, Dozer tomó una decisión inesperada: metió la marcha atrás y embistió a los zombis que les perseguían. El vehículo pasó dando tumbos sobre sus cuerpos.
—¡Por el amor de Dios! —explotó Víctor.
—¿Se te ocurre una idea mejor? —exclamó Dozer.
Entonces apagó las luces, metió la primera y avanzó de nuevo, alejándose de ellos. Tras de sí quedó una manta de cuerpos, algunos con los miembros cercenados y las caras retorcidas por la impotencia.
Recorrieron apenas unos metros y se vieron obligados a salir a la calle Real. Víctor, arrellanado contra el asiento, miraba alrededor con ojos desorbitados. Había zombis por todas partes, vagando por el suelo asfaltado en las dos direcciones y creando una sensación de caos considerable. Un resplandor anaranjado los envolvía, y cuando cruzaron a través de los restos de unos antiguos muros, tanto Dozer como Víctor vieron de qué se trataba.
Era, por supuesto, el Palacio de Carlos V.
—¿Qué ha pasado aquí...? —masculló Dozer. El fuego se reflejaba en sus pupilas, dándoles un aspecto vidrioso.
Los muertos se volvían ahora hacia el coche, abriendo las bocas muertas.
—Por Dios... este lugar está muerto —añadió.
—Los zombis... Ve más despacio, ¡más despacio!
Dozer soltó el acelerador y redujo la marcha todavía más, hasta que la aguja cayó prácticamente a cero. La estratagema resultó: el motor del
Roña
al ralentí no parecía motivo suficiente para que los espectros se lanzaran sobre el vehículo, y sin duda, el efecto cueva que se producía en el interior de la cabina los mantenía alejados de la vista. Víctor se agarraba al asiento, sintiéndose como un marino que navega en un mar de tiburones, flotando sobre una tabla.
—Tío... —empezó a decir.
—Sssssh —dijo Dozer.
Atravesaron la calle, avanzando a un paso renqueante, y terminaron por meterse en una plaza pequeña, junto a la entrada oeste del Parador. La puerta, sin embargo, estaba cerrada a cal y canto.
—No hay nada que hacer —se lamentó Dozer.
—¿Y si están en alguno de estos edificios?
Dozer miró la puerta. Tenía aspecto de no haber sido abierta en los últimos mil años.
—No... Si estuvieron aquí, deben de haberse ido. Esto es una ruina. Una tumba. Si aquí hubo una batalla, la ganaron los zombis, como hacen siempre esos hijos de puta.
El lugar le traía demasiadas sensaciones. Era la segunda vez en pocos días que llegaba tarde y se encontraba sólo con la destrucción para saludarlo. Humo, llamas, cascotes... eran cosas conocidas. Sintió una opresión en el pecho y una honda tristeza, porque allí no había helicópteros en el cielo que le dieran ninguna pista sobre su nuevo paradero. Pensó en José, en Susana y en Moses. Pensó en Aranda, y de repente dudó si había hecho bien en salir de Málaga sin esperarlo al menos unos cuantos días. Y pensó en todos los otros, sintiéndose cada vez más desesperado y miserable. Estaba solo.
—¿Qué quieres hacer? —preguntó Víctor prudentemente—. Si hay algún lugar peligroso... es éste.
—Lo sé —contestó Dozer—. Vámonos. Aquí no hay nada para nosotros.
Y un trueno hizo estremecer toda la bóveda celeste.
Isabel corría, cada vez con más desesperación. Estaba a punto de tirar el fusil para poder imprimir a sus piernas mayor velocidad cuando una imagen le congeló el corazón.
Ante ella, en mitad de la torrencial lluvia, había una figura oscura acuclillada en el suelo.
Al principio pensó que era un caminante con el cuerpo quebrado, porque la postura era en verdad extraña. Estaba de espaldas, pero las piernas asomaban por debajo en dirección hacia ella, con las puntas hacia arriba. Pero entonces, la figura se incorporó lentamente, y entendió lo que estaba viendo.
Sin dejar de avanzar, con el rifle entre las manos como si fuera un cestillo de fruta, Isabel se acercó. Su corazón latía de una forma despiadada.
Los zapatos, ahora los veía, no eran zapatos. Eran botas. Y los pantalones... Aquellos pantalones...
¿M-Mo?
Sacudió la cabeza, y se detuvo. Su labio inferior temblaba descontroladamente, y mientras su mente se desbocaba llenándose de un terror insondable, más ácido y corrosivo que cualquiera que hubiera podido sentir en toda su vida, la figura que se había alzado se enderezó aún más, como si escuchara. Luego, empezó a volverse, muy lentamente. Y cuando vio su rostro, Isabel tuvo que retroceder un par de pasos para mantener el equilibrio y no caer al suelo.
Era
él
.
No sabía cómo, pero era él, horriblemente desfigurado. Como si... como si...
No tiene boca.
De pronto se acordó de la primera vez que lo vio, en la plaza de la Merced. Ella miraba por la ventana del edificio donde resistía con otros supervivientes —
que él mató
— y él estaba debajo, en la calle, mirándola fijamente. Estaba de pie entre los muertos, y éstos parecían no reparar en él. Entonces lo confundió con uno de ellos. Fue el principio de todo un periplo de acontecimientos que ahora parecía desembocar en aquel sitio, bajo la lluvia.
Sí, estaba allí mismo.
Y el que estaba caído a sus pies...
El padre Isidro supo de quién se trataba inmediatamente. Era una de las primeras rameras que encontró, y una de las más esquivas, por cierto. Recordaba haberla visto desde la ventana de su prisión en el campamento que el Señor castigó tan duramente. ¿No era ella la que iba siempre con el moro que acababa de ajusticiar?
Los músculos de la cara se contrajeron, intentando una sonrisa. Luego se apartó suavemente, levantando el pie derecho como si fuera ingrávido. Parecía una escena rodada a cámara lenta. Después, extendió la mano sobre el cadáver, con un elegante gesto, como si quisiese mostrar su obra.
Su ropa era inequívoca, pero cuando vio su perilla, su cabello corto y oscuro y su tez aceitunada, ya no le quedó ninguna duda.
Fue como si la atravesaran con una banderilla de las que emplean los toreros en las plazas de toros. El dolor empezó en la parte posterior del cuello y le atravesó el pecho como si fuese a partirse en dos.
Estaba
muerto
, sobre eso no albergaba ninguna duda. Aquel ser escalofriante, más parecido ahora a un zombi que a otra cosa, no le habría dejado si no llega a asegurarse de que era así. La ausencia de mandíbula inferior desdibujaba su expresión, pero sus ojos reían. Se regodeaban.
Muerto.
Entonces empezó a temblar, con las piernas incapaces de aguantarle por más tiempo.
El padre Isidro empezó a avanzar hacia ella. Estaba tan delgado que parecía que medía un par de metros; la sotana, infecta de sangre de sus víctimas, se agitaba bajo la lluvia como el cuerpo de una medusa.
Isabel apretó los dientes, mudando su ánimo de una atroz tristeza a una rabia cegadora. Cogió el rifle con ambas manos e intentó apuntar, pero temblaba de los pies a la cabeza y sus brazos parecían incapaces de sujetarlo correctamente.
Hizo un disparo, pero demasiado desviado a la derecha. La bala voló por el aire y se perdió. Isidro dio un respingo, y sus ojos se abrieron de par en par. Isabel disparó de nuevo, con todavía menos acierto: había empezado a llorar de forma descontrolada y apuntaba demasiado bajo; la bala arrancó una pequeña explosión de tierra en el suelo, entre ella y el sacerdote.
Isidro empezó a avanzar.
El tercer disparo volvió a fallar; la bala desapareció entre el follaje en algún lugar a la espalda del sacerdote, haciendo que las hojas se estremecieran.
Entonces, mientras Isidro acortaba la distancia cada vez más, Isabel cayó de rodillas al suelo. La lluvia había aplastado sus cabellos contra su cara, deformada por una expresión de dolor, y el fusil cayó de sus manos.
Cerró los ojos y se rindió.
—¿Qué ha sido eso? —dijo Víctor.
—¿El qué? —preguntó Dozer.
La lluvia repiqueteaba contra el techo y el parabrisas del coche, produciendo un sonido melancólico.
—He escuchado un disparo.
Dozer inclinó la cabeza, sorprendido por un repentino rescoldo de esperanza. Y entonces lo escuchó él también.
La adrenalina inundó su cuerpo con una fuerza inusitada. Estremeciéndose, saltó sobre su asiento, agarrándose al volante. Luego reconsideró la idea.
—¡Quédate aquí! —dijo, abriendo la puerta del coche. El sonido de la lluvia se hizo de pronto más intenso.
—¡¿Dónde vas?! —exclamó Víctor.
Pero Dozer no le escuchaba ya. Había cerrado la puerta con un movimiento brusco y miraba alrededor, intentando orientarse.
Vamos... ¡vamos! Sólo uno más...
Y entonces, alto y claro como el sonido de un trueno, el eco reverberante de un tercer disparo le apuntó en la dirección correcta.
Echó a correr.
El padre Isidro avanzaba hacia la ramera, pero lo hacía lentamente, como si disfrutara del momento. Estaba considerando retenerla, pero no matarla; sería un buen escudo contra las balas si cualquiera de los otros aparecía. O quizá podría esperar a que su amante volviese de su encuentro con el Señor, y entregársela a él. Sería interesante ver cómo cambiaría su disposición hacia ella.
La vio derrumbarse en el suelo y soltar el arma. Ahora parecía tan recatada y dócil, tan sumisa... Casi como si rezara. Eso le arrancó un sentimiento de ternura y misericordia. ¿Acaso se había dado cuenta, en el último momento, de lo equivocada que había estado?, ¿se estaba arrepintiendo, ahora que el final sobrevenía con la certeza que sólo el Señor puede ofrecer? Ah, de ser así, él la recibiría con los brazos abiertos, porque el Señor, en sus enseñanzas, dictaba que el buen cristiano debe saber perdonar, y brindar el perdón. Entonces decidió que la llevaría junto a Él tan rápidamente como le fuera posible, para que fuese juzgada y reconducida de nuevo al camino recto.