Metió la primera y avanzó despacio hacia uno de los coches que se encontraba atravesado perpendicularmente a la carretera. El morro del coche tocó el lateral del vehículo, y entonces empezó a acelerar.
El
Roña
vibró, aumentando exponencialmente el rugido del motor. Los zombis gritaron como respuesta, acelerando aún más sus movimientos: la estridencia los enloquecía. Un humo blanco escapó de las ruedas a medida que el coche emitía un lamento metálico. Pero entonces, justo cuando las ruedas traseras empezaban a escorar hacia la derecha, el coche atravesado empezó a desplazarse.
—¡Vamos, vamos! —decía Dozer, sacudiendo el volante con ambas manos.
El
Roña
ganaba impulso. El obstáculo se desplazaba ahora a mayor velocidad... diez centímetros, luego veinte, hasta que con un crujido espantoso, el guardabarros delantero saltó como si lo hubiesen disparado con una catapulta. Entonces el coche abandonado se precipitó hacia delante como si patinase por una pista de hielo. Unos segundos más tarde, superaban el bloqueo con una pequeña sensación de euforia.
—¡Dios, amo este coche! —decía Dozer.
—Qué feo es el cabrón, ¡pero cómo cumple!
Dozer soltó una carcajada.
Encontraron además que las bandas laterales habían sido empujadas fuera de su sitio por ese lado, por lo que pudieron volver a escaparse y avanzar a buen paso por el terreno de tierra. El
Roña
devoraba las altas plantas y las dejaba chafadas a su paso.
No obstante, el momento de euforia pasó. Miraban alrededor, pero todo estaba tan apagado y muerto como la primera vez que vieron la ciudad extenderse ante ellos.
Dozer miraba pensativamente la columna de humo, que ahora quedaba a su izquierda. Estaba ahora tan cerca que casi podían oler el aroma del humo y las cenizas: un olor suave que recordaba a la leña primorosamente prendida en el hogar. Sin embargo, otra vez le trajo recuerdos de Carranque, y de nuevo tuvo la extraña sensación, la casi certeza, de que aquello estaba relacionado de alguna manera con lo que estaba buscando. ¿Qué probabilidades había de que algo echara a arder casualmente, después de tres meses de pandemia, y estuviera en su máximo apogeo justo en el instante en que él llegaba a la ciudad? Sin bomberos ni gente que se ocupara de los fuegos, un incendio de ese tipo podría acabar con la ciudad entera en unos pocos días.
Entonces se convenció. A la altura del parque Federico García Lorca, dio un volantazo y se lanzó por la pendiente de la rotonda, dejando que el coche trotara alocadamente cuesta abajo. Víctor se agarró como pudo.
—¡Coño! —exclamó—. ¿Qué haces?
—Perdona —dijo Dozer—. Creo que tenemos que investigar ese incendio.
Víctor lo miró con los ojos como platos.
—¡Estás de coña!
—No tenemos ninguna otra pista...
—Eso está como... ¡como en el centro de la ciudad!
—Ya veremos.
—¡Tiene que haber un infierno de zombis!
—Puede ser —contestó Dozer.
Y Víctor supo que no había nada que hacer. Miró sus manos grandes y surcadas de gruesas venas aferradas al volante y se dijo, con cierta resignación, que de todas formas estar al lado de aquel tipo era, con probabilidad, una de las mejores opciones que tenía en esos momentos.
Entonces, el parabrisas empezó a cubrirse de gotas, que estallaban contra el cristal dejando una especie de explosiones con forma de pequeñas flores.
—Llueve... —dijo Dozer.
—¿Eso es bueno? —preguntó Víctor.
—No creo que sea ni bueno ni malo. Pero, mira, quizá si llueve durante diez años, los zombis acaben todos en el mar.
—Ya...
Atravesar las calles que llevaban al centro resultó ser una experiencia que no habrían de olvidar fácilmente. Dozer llevó las posibilidades del
Roña
al máximo, embistiendo coches que entorpecían el camino y pasando por encima de los zombis. Víctor mantenía un chillido apagado, agudo y constante, como si estuviera subido en una montaña rusa. El cristal delantero se llenó de sangre, pero el
Roña
no tenía nada parecido a un limpiaparabrisas, así que Dozer conducía con la cabeza inclinada hacia un lado, intentando vislumbrar el camino. Después, el agua de la lluvia aliviaba poco a poco el parabrisas y podía otra vez recuperar su campo de visión.
Los altos edificios tampoco ayudaban: creaban una capa de oscuridad a nivel de la calle que resultaba del todo inalcanzable para la claridad de la luna. Hubo momentos en los que condujo casi por inercia, orientándose por el trazado recto de la calle Recogidas, pero mantenía las piernas tensas en previsión de un choque frontal.
—¡Agárrate! —gritaba, como si Víctor, superado por la situación y gritando como una adolescente en un concierto, pudiera oírle.
Avanzaban hacia el mismo centro de la ciudad, y en un momento de lucidez, Dozer se preguntó si no se había vuelto loco. De vez en cuando, se obligaba a detenerse unos pocos segundos para mirar al cielo. Era algo que intentaba evitar, porque a su paso por las calles, todas las cabezas se volvían hacia ellos. Había suficientes zombis por todas partes como para que resultaran un problema: si decidían lanzarse todos a la vez sobre ellos, sospechaba que ni el motor del Roña podría sacarles de esa situación. Entonces, sería cuestión de tiempo que algún zombi se encaramase en el capó y terminara rompiendo el cristal delantero, bien a base de golpes o por el peso del propio cuerpo. Y entonces no podría contenerlos; no podría proteger a Víctor para siempre. Terminarían por arrebatárselo, arrastrado por una miríada de manos sanguinolentas.
Sacudió la cabeza. Por encima de los edificios, el humo apenas si se desplazaba, como si el tiempo se hubiera detenido. El olor a chamusquina y ceniza era también más intenso: se estaban acercando.
—Es por aquí... —dijo Dozer, sin desviarse de la avenida principal.
Inexplicablemente, aunque se encontraban ya en pleno centro urbano de la ciudad, el número de zombis era cada vez menor.
Víctor abrió la boca para decir algo, pero se contuvo, y hasta retuvo la respiración, como si mencionar el hecho o moverse siquiera fuese a romper el hechizo de lo que estaba pasando.
—Pero qué... —soltó Dozer, aminorando la marcha y mirando alrededor.
—Dijiste que los helicópteros parecían militares... —susurró Víctor.
—¿Qué? Los helicópteros... —dijo, recordando—. Sí, aunque estaban ya bastante lejos. Pero, ¿qué...?
—Si la Pandemia Zombi te hubiera sorprendido en Granada... —interrumpió Víctor—, ¿dónde habrías ido?
Dozer pestañeó.
—Yo qué sé... ¿en qué cojones estás pensando?
—Si me hubiera pillado aquí, hay un lugar al que yo habría ido: el Sacromonte.
—El Sacromonte...
—Pero si hubiera visto a mucha gente que huía conmigo y que iban al mismo sitio, hay todavía un lugar mejor donde hubiera decidido esconderme. Un lugar más grande, diseñado como una fortaleza contra los ataques de enemigos que, por entonces, iban a pie o a caballo.
Entonces, una imagen se formó en su cabeza con la rapidez y el brillo de un relámpago.
—La Alhambra... —dijo.
Víctor asintió.
La ausencia de zombis, pensó, regresando con su mente a Carranque, el humo... si no lo hubiera visto muerto pensaría que es cosa suya
. Un escalofrío le recorrió de punta a punta.
—Ahora piensa en helicópteros militares —continuó diciendo Víctor—. Si llegas a la ciudad y tienes que enfrentarte a los zombis al tiempo que proteges a unos civiles, ¿no instalarías tu base allí donde estén? Asentada en lo alto de una colina que domina toda Granada y protegida por murallas de cientos de años de antigüedad. Parece el lugar ideal para asentar un puesto de mando y empezar a trazar planes desde ahí.
—Dios mío. Puede ser... —exclamó Dozer—. El humo podría venir perfectamente de ahí.
Víctor miraba ahora a través del cristal de su ventana. O mucho se equivocaba, o la lluvia estaba ayudando a disolver la espantosa nube que tenían encima. En el cristal, las gotas dejaban un rastro oscuro que interpretó como ceniza diluida.
—¿Vamos? —preguntó entonces—. Si no hay nadie allí... me parecería un lugar excelente para pasar la noche mientras decidimos qué hacemos mañana. La verdad es que me pone los pelos de punta seguir aquí... da grima. Es peor que una ciudad muerta. Es...
—Lo sé —interrumpió Dozer—. Lo sé.
Sin que ninguno añadiera nada más, el Roña empezó a rodar de nuevo. Avanzó por la calle como una bestia que acaba de lidiar una feroz batalla y busca un lugar donde lamerse las heridas. Las llantas estaban cubiertas de sangre, y el morro, atrozmente tuneado, era un espanto de metal retorcido. Y Dozer, en su interior, empezó a sentir que estaba haciendo lo correcto.
El círculo se cerraba.
—¡Ya están aquí! —dijo Sombra.
Susana estaba tan tensa que parecía un resorte a punto de romperse. El estómago, contraído, dolía como si acabara de hacer una complicada tabla de ejercicios. A medida que los espectros avanzaban por el corredor, esa sensación fue creciendo, oprimiéndola con una fuerza implacable. En su mano, la maza empezó a temblar.
Cuando estuvieron por fin a la distancia de un brazo, Sombra y José descargaron con toda la potencia que pudieron generar. La bola pinchuda golpeó las cabezas de los espectros con un crujido espantoso y terrible, y Susana ahogó un grito. El cuello de uno de ellos se hundió en su base, provocándole un ataque de espasmos nerviosos; el otro perdió un pie con el impacto y se dobló literalmente, dando de bruces contra el suelo. Al girar el brazo para descargar un segundo golpe, Sombra empezó a gritar.
Las mazas subían y bajaban, hundiendo los cráneos y deformando las facciones del rostro. Cuando las manos se interponían, los huesos se quebraban y los brazos quedaban colgando como ramas secas después de una tormenta ventosa.
Susana no había conseguido moverse. Aún mantenía el brazo por detrás de su cuerpo, pero aunque deseaba participar en la contienda, algo en su interior se resistía a responder. Disparar con un arma era una cosa: descargar un golpe tan brutal contra la cabeza de uno de aquellos espectros era otra diferente. Aunque ella no era consciente, había además otro factor que la bloqueaba y que había contribuido tanto a la supremacía del zombi contra el hombre: en la oscuridad del corredor, aliviada tan sólo por la luz de la luna que entraba por el ventanal, los zombis no se distinguían demasiado de un grupo de personas normales. Golpearles con la maza era como cometer un acto de tremenda barbarie contra otros seres humanos.
Los salvajes golpes de sus dos compañeros, sin embargo, estaban resultando mucho más efectivos de lo que había imaginado. Miraba con horror cómo las mandíbulas se desencajaban, los hombros se descoyuntaban, los dedos de las manos saltaban por los aires convertidos en inútiles trozos de carne y los cuerpos se acumulaban contra la mesa. Pero los muertos seguían llegando, aullando en el corredor.
—N-no... ¡no puedo más! —gritó Sombra.
El hombro le dolía del esfuerzo, y el bíceps ardía como si estuviera en llamas. Cada vez que subía y bajaba el brazo para descargar un nuevo golpe, la sensación de que éste se movía como si estuviera enyesado se acentuaba.
—¡Sigue, SIGUE! —gritó José. Tenía la cara cubierta de pequeñas gotas de sangre que cruzaban desde los dientes expuestos hasta el cabello sudoroso, pegado a la frente. Sus ojos brillaban, enardecidos por el exceso de violencia.
Sabía que Susana no estaba ayudando, pero aunque no entendía por qué, no la culpó: estaba, de todas formas, demasiado concentrado en lo que hacía.
Sombra cambió la maza de brazo. Después de un par de golpes, descubrió que podía manejarse casi igual de bien y siguió golpeando. Los muertos siseaban como serpientes, y en algún lugar, retumbó un trueno.
—¡Que termine ya! —exclamó Sombra.
Los muertos le ganaban terreno; retrocedió un par de pasos, rechazándolos ahora con desesperados mandobles. José, a su derecha, se volvió para echarle una mano. Sus golpes quebraron los huesos de los brazos extendidos, pero no a la suficiente velocidad; inesperadamente, una mano le agarró el brazo, con una fuerza tan brutal e inesperada que casi deja caer la maza. José tiró hacia atrás, arrastrando al zombi a primer término, donde tropezó con la mesa.
Entonces sí. Susana avanzó un par de pasos y levantó la maza por encima de su cabeza para dejarla caer con un grito. La maza quebró completamente la cabeza del zombi, que reverberó con un espasmo demoledor. La fuerza del golpe pasó vibrando por el asa de la maza y le atizó en el brazo, que retiró instintivamente. El arma, en cambio, se quedó incrustada en la cabeza, asomando como una cucharilla de postre en un enloquecedor cuenco de hueso y piel. Asqueada y aterrorizada por lo que había hecho, Susana se llevó ambas manos a la boca, con el corazón recorrido por un estremecimiento.
José, liberado repentinamente, perdió apoyo y cayó hacia atrás, dando con el culo en el suelo. Su expresión de consternación dejó paso a una de auténtico terror. Sombra estaba a punto de ser superado por los zombis y retrocedía hacia el gran ventanal, Susana retrocedía (¡sin su arma!), más parecida ahora a la Susana que conoció en los primeros días de Carranque que a la feroz luchadora que luego floreció en ella, y el número de muertos al otro lado de la pila de cadáveres era tan grande, que la mesa misma se desplazaba continuamente, centímetro a centímetro.
Estaba a punto de gritar que se retirasen cuando uno de los muertos se encaramó de un salto sobre la pila de cuerpos. Su llamamiento se congeló en su garganta, superado por la sorpresa. El rostro del zombi, recubierto de estrías inmundas, estaba henchido de rabia. Sombra reaccionó instintivamente, lanzando un golpe hacia delante. La maza se estrelló contra la rodilla y la pierna se dobló formando una ele, pero en el ángulo equivocado. El espectro no pareció notarlo: se lanzó sobre Sombra y éste cayó hacia atrás, precipitándose contra la vidriera que separaba el corredor del patio. El cristal y los embellecedores de madera se rompieron con un estrépito ensordecedor; los cristales volaron por todas partes, cayendo sobre el suelo mojado, y Sombra se encontró mirando el cielo oscuro con la lluvia forzándole a cerrar los ojos.
—¡MARCELO! —gritó José, incorporándose de un salto.
Sin José y Sombra repeliéndolos, los muertos empezaban a saltar ahora por encima de la barricada. Se servían de sus brazos y piernas, pero los usaban de forma poco ortodoxa, agazapados y con las cabezas encogidas entre los hombros; en las penumbras del corredor, José tuvo la fugaz sensación de que se movían como gigantescos saltamontes.