¿Era eso posible?
—No es que sea difícil de creer, Gaby —dijo al fin—. Es que... Supongo que necesito tiempo para pensar bien en todo eso.
—Vale —contestó Gabriel rápidamente.
Tenía las manos metidas en los bolsillos y los hombros alzados, pero Isabel supo enseguida que no era un gesto de introversión, sino que hacía un frío intenso. Sentía las manos, la nariz y las mejillas doloridas, como si fueran postizos, burdos añadidos ajenos a su cuerpo. Después de todo, llevaban un rato allí fuera y el helor había penetrado, subrepticiamente, en sus cuerpos.
—Oye... te diré qué haremos. Vámonos a otro sitio. Está helando, y no parece que el sol vaya a salir hoy.
—Vale...
Buscaron a Alba con la mirada, pero no la vieron inmediatamente. El dibujo había quedado abandonado y los jardines estaban vacíos. Por fin, divisó a la niña, avanzando con gráciles saltitos hacia Susana, José y Abraham, que se acercaban caminando por la avenida.
—Yo sé —dijo la niña—. Sé dónde hay armas.
José frunció el ceño y miró rápidamente alrededor. Los oídos empezaron a zumbarle. ¿Realmente habían sido tan descuidados que hasta una niña pequeña, a muchos metros de donde ellos estaban, había podido oírles?
Susana y Abraham seguían líneas de pensamiento similares. Se miraron con gesto incómodo, pero no supieron qué decir.
—¡Alba! —dijo una voz desde lejos. Susana miró. Era Isabel, que se acercaba junto con aquel muchacho, el hermano de la niña.
—Hey... Buenos días —saludó Isabel con una sonrisa.
—Muy buenas...
—Hola, Isa...
—Alba —dijo Isabel agachándose junto a la pequeña—, no has debido alejarte, cielo, sin decirme nada. Me has preocupado.
—Lo siento —exclamó la pequeña.
Isabel no sabía si era por lo que ahora conocía de ella, pero al mirarla a los ojos, sintió que estaba ante algo especial. Vio océanos vastísimos, inconmensurables, de una profundidad abrumadora. Vio los diagramas secretos del universo encriptados en las suaves formas geométricas de su iris, y vio el compendio de las proporciones humanas descritas en el
Vitruvio
de Da Vinci. Vio todo eso, aderezado por una limpia y cálida inocencia que dejaba fuera cualquier deje de duda. Y por un segundo, Isabel creyó sin reservas en la historia de Gabriel. Creyó en ella, creyó en el viejo dicho de que los ojos son el espejo del alma, y creyó en lo que allí se asomaba, una fuerza poderosa, natural y sincera.
Pero el instante pasó, y el destello mágico desapareció como el aroma de la dama de noche al amanecer. Isabel volvió a verla como a la niña pequeña que había irrumpido en la habitación donde ella estuvo retenida, sucia y desaliñada, y algo desvalida, pero con mirada valiente y decidida.
Quizá en recuerdo de aquello, Isabel asintió brevemente por toda respuesta y la atrajo hacia sí para darle un abrazo.
—Tenía que decirles una cosa importante —dijo Alba después.
—¿Sí?, ¿a ellos?
—Sí. Sobre todo a ella —contestó Alba.
—Bueno... ¿y ya se lo has dicho? —preguntó Isabel.
—Ajá...
Isabel volvió la cabeza hacia Susana, con una media sonrisa y la frente arrugada en una expresión de interrogante. Susana se encogió de hombros.
—Bueno, creo que esta pequeña picarona ha escuchado parte de una conversación privada que manteníamos... —explicó José.
Susana no sabía qué pensar. Estaba razonablemente segura de que habían mantenido la conversación en un tono confidencial, y la pequeña había llegado brincando alegremente desde el jardín. En esas circunstancias, resultaba difícil pensar que les podía haber escuchado. Sabía, no obstante, que estaba todo en silencio, y que el sonido podía propagarse de formas insospechadas, sobre todo en las antiguas construcciones romanas y árabes. Era, además, la única explicación plausible.
—No... —dijo Alba rápidamente, intentando arrugar la frente para parecer indignada. Sabía muy bien que las conversaciones de los mayores eran privadas. Se lo había dicho su madre, y no le gustaba que la acusaran de semejante falta delante de su hermano.
—Bueno... —exclamó Isabel—. Gaby, ¿por qué no te llevas a tu hermana a jugar un rato, eh?
Gabriel asintió, y se alejaron hacia los jardines cuchicheando entre ellos. Isabel esperó a que se hubieran alejado un poco más.
—Bueno, ¿qué te ha dicho? —preguntó.
—Pues... estábamos hablando de cómo conseguir armas —explicó Susana. Le incomodaba que algo que preferían tratar en privado empezara a circular, aunque fuera con alguien de su grupo. Al fin y al cabo, nunca había hablado demasiado con Isabel; dentro de la comunidad de Carranque, sus pasos iban por caminos divergentes—, y ella debió escucharnos, porque llegó y dijo que sabía dónde había.
—¿Dijo que sabía dónde había armas? —preguntó Isabel.
—Sí...
—¿Ha podido verlas en alguna parte?
—No, no hay armas en ningún lado, como no sea las que llevan los soldados —explicó Abraham.
—Ha debido escucharnos hablar de ello —opinó Susana, pero seguía albergando dudas más que razonables de que algo así fuera posible.
—Cosa en verdad muy extraña —coincidió Abraham—. Hubiera jurado que hablábamos en voz baja.
—No ha podido oírnos —intervino José—, es imposible, ¿no lo veis? Debe ser una coincidencia. La pobre tiene que estar impresionada por lo de esta mañana. Creo que estaba dormida cuando aparecimos con el finlandés... una herida aparatosa, y todo el revuelo que se formó. Tiene que tener esas cosas en la cabeza. Un juego de niños, no saquéis las cosas de quicio.
—¡Ah, por supuesto! —exclamó Abraham.
Isabel comentó algo brevemente, intercambiaron algo de conversación trivial y después se despidieron. Susana quería saber cómo seguía el finlandés (del que nadie recordaba su nombre) e Isabel volvió con los niños. Algo palpitaba en su cabeza y en su pecho, una sensación acuciante que no podía desatender. Una corazonada que debía quitarse de encima.
Llegó hasta ellos cuando estaban colocando piedras en el suelo, formando un cuadrado; los cimientos de un rudimentario juego de mesa que Gabriel estaba ideando sobre la marcha.
—Alba —dijo Isabel—, ¿tú sabes dónde hay armas?
Gaby levantó la vista rápidamente, mirándola como si hubiera soltado una de esas expresiones que harían sonrojar a un marinero.
—Ajá... —dijo despacio.
—¿Y cómo lo sabes?
Alba miró a Gabriel. Tenía la expresión de quien acaba de cometer una travesura. Entonces, Gabriel le preguntó algo al oído, y ella asintió con prudencia.
—Entonces díselo —concluyó Gabriel—. Se lo he contado todo. Ella sabe.
Alba abrió mucho los ojos.
—¡Ven! —dijo poniéndose en pie de un salto, y saliendo a la carrera por la avenida.
Isabel se levantó como espoleada por una vara, sorprendida por su reacción. Gabriel, mientras tanto, la miraba con expresión cansada.
—Así son estas cosas —dijo entonces; y algo en su forma de decirlo, en su tono de voz pausado e impropio de su edad, le hizo parecer mucho, mucho más viejo, casi un anciano vencido por la experiencia que acarrea sobre sus hombros.
Alba no la llevó muy lejos. La condujo por calles que no había recorrido nunca con la maestría de un guía turístico. El hecho no se le pasó por alto a Isabel; mientras andaban con ella un par de metros por delante, le preguntó a su hermano.
—¿Os trajeron tus padres alguna vez, Gaby?
—¿A Granada? No...
—No a Granada. Aquí, a la Alhambra de Granada...
Gaby pareció pensar un momento.
—¿Esto es la Alhambra?
Era, naturalmente, toda la respuesta que necesitaba.
—Sí, esto es la Alhambra...
Mientras tanto, Alba continuaba corriendo, como si estuviera inmersa en un juego, con una sonrisa de oreja a oreja. Ahora giraba a la derecha, ahora tomaba una calleja a la izquierda, hasta que se detuvo, dándose la vuelta con una expresión de triunfo dibujada en su hermosa carita. Isabel sólo había estado un par de veces en la Alhambra, pero reconoció el lugar: era la parroquia de Santa María. Ésta formaba parte de la zona militar, si bien parte de ella se internaba en el área civil. El callejón en el que se encontraban estaba recorrido por las sombras umbrosas de un par de los pocos árboles que aún continuaban intactos; probablemente, por su proximidad al área vetada.
—¡Es aquí! —dijo Alba, contenta de haber localizado el lugar que ya había visto en esos momentos de ensoñación en los que todo parecía oler a tarta de coco.
—¿Dentro de la iglesia? —preguntó Isabel.
—Mira... ¡allí arriba!
La pequeña señalaba uno de los ventanucos de la segunda planta, rodeado de una hilera de finos ladrillos. Isabel no había sido nunca demasiado buena calculando las distancias, pero parecía abrirse en el muro a cinco o seis metros de altura.
—Vaya... —dijo pensativa. Se acercó a la puerta de madera y la tanteó, empujándola suavemente. Estaba, por supuesto, firmemente cerrada.
—Bueno... está bien —exclamó al fin.
De repente se sintió incómoda. Se habían alejado mucho de la zona donde estaba el resto de los supervivientes, demasiado, y además sola, con la única compañía de dos niños pequeños. Había sido una imprudencia, y ahora se daba cuenta: la Alhambra era grande, estaba llena de rincones, de casas cuyo contenido se le escapaba, de edificios con las ventanas oscuras que parecían mirarla acusadoramente, llenas de los fantasmas de la historia. Y nadie le había dicho que todo fuera seguro.
Nunca había sido una mujer aprensiva, pero ahora estaba experimentando una asfixiante sensación de pánico súbito. Todo el entorno parecía sumamente hostil. Las hojas que se agitaban en las copas de los árboles parecían susurrar palabras de advertencia y las puertas cerradas eran promesas de una amenaza segura. No era realmente consciente del porqué de ese ataque de ansiedad, pero en su mente, la silueta difusa de Theodor se paseaba por los recovecos de su memoria, implacable, sobrecogedor y omnipresente.
—Vámonos —pidió, con la voz temblorosa.
La sonrisa de Alba se desdibujó rápidamente. Había notado el cambio de actitud en ella. Gabriel tampoco sabía qué había pasado, pero Isabel estaba ahora pálida y sus ojos no tenían la mirada dulce de antes. Acertó a decir algo más o menos coherente y tomó a su hermana de la mano.
Mientras emprendían el camino de vuelta, Isabel se sintió aún peor. A cada paso que daba, se sentía más cerca de Moses y el resto de sus amigos y, consecuentemente, el miedo se deshacía como el hielo de un iceberg que abandona aguas heladas. Entonces se repudiaba, se repudiaba por haberse sentido tan sumamente desprotegida y estúpida, y aunque en su fuero interno sabía dónde acababan normalmente las plegarias, rezó en silencio por no volver a sentirse igual nunca más.
Y mientras el edificio del Parador se hacía visible en la distancia, dos lágrimas resbalaron por sus mejillas.
—¿Cómo sigue? —preguntó Susana.
—Igual, me temo —respondió Abraham tras hablar con las personas que habían estado cuidando a Jukkar—. Tiene fiebre, y no recobra el conocimiento.
—Va a necesitar analgésicos... —susurró ella.
—En las próximas veinticuatro horas —fue la respuesta.
La hora de la comida fue, como en los días anteriores, de una tristeza inhumana. Abraham, ayudado por algunos otros, dispuso una mesa a la entrada del Parador y los supervivientes desfilaron para recibir su ración. Ésta consistía en una horrible rebanada de pan tostado con sal, fina como una compresa, y una cucharada de mermelada de fresa con grumos negros. El pan sabía a harina quemada y la mermelada tenía un olor rancio, como si llevara algunas semanas caducada. Nadie decía nada.
—Bebe mucha agua, muchacho... —le dijo una mujer a Gabriel, en tono confidencial—. Ayuda a mantener el estómago engañado.
A las cinco de la tarde, mientras José se paseaba como un perro rabioso por el jardín del Parador, esperando quizá que la solución Jedi se «presentara por sí sola», Susana se encontraba apoyada contra una de las columnas, pensativa. Su cabeza no paraba de trabajar. No sabía cómo iba a conseguir lo que Jukkar necesitaba, pero si no se le ocurría nada antes del anochecer, juraba por Dios que cogería a José por el cuello e irían a hablar con los soldados hacha en mano.
—Hola... —dijo una voz conocida junto a ella.
Susana dio un pequeño respingo. Estaba tan ensimismada que no la había visto acercarse.
—Hola, chica —contestó.
La miró con curiosidad. Isabel tenía una expresión extraña en el rostro y supo enseguida que se traía algo entre manos.
—Hey... ¿qué te pasa? —preguntó Susana.
—Moses me ha explicado para qué queríais las armas.
—¿Sí?
—Sí... No sé cómo lo hacéis, pero... creo que si alguien puede conseguirlo, sois vosotros. Lo de salir fuera, quiero decir. Os he visto en acción y sois... sois increíbles.
Eramos increíbles, sí, pensó Susana con repentina amargura, pero Dozer está alimentando a los peces en el fondo del puerto de Málaga y Uriguen se quemó. Ya ves, somos como un soldado al que le falta una mano, y la otra está desnuda, sin una mala piedra que tirar a los caminantes...
—Si te pido que me sigas y te enseño algo... —continuó diciendo Isabel, sacándola de sus reflexiones—, ¿no me harás preguntas?
No habían dado las seis de la tarde y José seguía dándole vueltas a la cabeza. La impotencia que sentía le desesperaba. El estómago le dolía de pura hambre y el estado de Jukkar le transportaba a abismos de rabia. Había visto a los soldados de la barricada y a los que iban en el helicóptero, como el soldado cuyo nombre significaba «trueno» en griego, y por su vida que no presentaban ningún indicio de que estuvieran pasando hambre. Hasta diría que tenían un aspecto saludable.
Esos hijos de puta tienen comida, y apuesto a que tienen medicinas. Una mierda de antibiótico podría hacer que el finlandés tuviese una mínima oportunidad de sobrevivir, pero no quieren saber nada... No quieren saber nada...
Y mientras pensaba en esas cosas, otra voz gritaba de fondo: ¿
Por qué?, ¡¿por qué?¡
, pero no tenía respuestas. No comprendía por qué alguien podría abandonar a varios cientos de personas a su suerte, las mismas personas que habían jurado proteger. Entonces se mordía los puños mientras apretaba dolorosamente el vientre.
—¡Eh, José! —dijo una voz.
José levantó la cabeza. Susana le llamaba desde el otro lado del pequeño patio en el que se encontraban.