—¡Papá! —graznó. Tenía la boca seca y la garganta cerrada.
Su padre separó el móvil de la oreja y se quedó mirándolo, insensible a lo que pasaba alrededor. Juan vio su cara, y supo que había pasado algo. No reconocía en su padre esos ojos vacuos y esa mandíbula relajada, rendida. Espió la pantalla del móvil, y en su centro, dos palabras volvían a anunciar «SIN SERVICIO».
—¿Papá? —preguntó.
—Se... se ha cortado —dijo su padre.
—Vamos a casa, papá...
Un perro pasó zumbando por su lado, con el rabo entre las piernas. Venía del otro lado de la calle, rodeó al motorista (que tenía notables dificultades para incorporarse) y se dirigió hacia donde los dos (¿
zombis
?) hombres se ensañaban con el que habían derribado. Pero cuando llegó hasta allí, frenó en seco, resbaló sobre sus pezuñas y regresó por donde había venido. Juan nunca había visto un perro con tanto terror impreso en sus ojos.
—Antes de cortarse escuché un grito de alguien —dijo su padre con cierta parsimonia, una voz deliberadamente neutra e impostada que recordaba a los narradores de documentales malos—. Un grito de esos que te hiela la sangre en las venas. Antonio intentó explicar algo, pero se escuchaba muy mal y no me enteré de nada. Se cortaba, ¿sabes? Luego... luego se escuchó un ruido muy fuerte. Creo que debió dejar caer el móvil al suelo. Eso es lo que creo. Quizá salió corriendo. Antonio siempre ha sabido mantenerse alejado de los problemas, ¿no es verdad? Quiero decir... nuestro Antonio... —Dudó unos segundos, como si tuviera una espina atravesada en la garganta—. Alguien pasó junto al teléfono, gritando... como cuando tienes los cascos puestos y el sonido pasa del auricular izquierdo al derecho...
—Papá... —interrumpió Juan.
Estaba consiguiendo que los ojos le empezaran a escocer, pero al mismo tiempo sentía la apremiante necesidad de tirar del brazo de su padre y correr a casa. Separarse del mundo con una puerta. No quería enterarse de lo que su padre quería darle a entender, en aquel sitio. No rodeado de aquellas cosas.
—Creo que entendí que han cortado la carretera —continuó su padre—. Que no podrían llegar. Pero... tú sabes lo tranquilo que es Antonio —un esbozo de sonrisa curvó sus labios—, ¡no lo menea ni un terremoto! Sin embargo, su voz... —se puso serio de nuevo— estaba cargada de urgencia. Estaba nervioso, Juan, estaba nervioso como nunca. Y... yo creo que soltó el teléfono. ¿No crees que debió soltarlo, Juan? Para correr mejor... con Álvaro. Para correr mejor...
Y ahora sí, los ojos de Juan se anegaron en lágrimas, mientras a poca distancia, un grito inhumano, prolongado y discorde rasgó el aire del atardecer. Fue allí mismo, en los albores de un mundo que se desmoronaba, donde Juan supo que nunca volvería a ver a sus hermanos.
Juan abre los ojos bruscamente y, por un momento, la escena del recuerdo que se proyectaba en su mente dormida se ilumina y se quema como el metraje de un Super 8. Abre la boca e inhala aire con profunda avidez, como si llevara un buen rato privado de él. Tiene los ojos acuosos, pero cree que es por el sueño-recuerdo que acaba de tener, como si acabara de vivirlo.
Inmediatamente, el olor a desinfectante le embriaga y le asfixia. El tacto frío de la camilla metálica en la que está tumbado le sorprende. Es fría, demasiado fría, y ese helor intenso le cala hasta los huesos. Hay movimiento alrededor, hay voces que braman y ruidos que no consigue identificar. En un momento dado, percibe con claridad el sonido de cristales rotos. Le parece que alguien lucha en alguna parte, pero no sabría decirlo con seguridad. Descubre, por último, que le cuesta un tremendo esfuerzo mantener los ojos abiertos. Está a punto de decirle a su padre que vuelvan a casa, que se siente drogado y los espectros se acercan, pero entonces recuerda que ya no es octubre, sino enero, y ya no está en el Rincón de la Victoria. Aunque lo de estar drogado es verdad.
De pronto, una cara se pone delante de su campo de visión, demasiado cerca como para que se sienta cómodo. Pestañea, intentando enfocar, pero no lo consigue. No obstante, distingue las formas oscuras de sus ojos y la curva brumosa de su boca.
—¿Está bien?
Quiere contestarle, quiere decirle que sus hermanos han muerto, que está a tomar por culo de estar bien. Quiere decirle que avise a su padre de que no suban la cuesta, que el atasco de coches ha creado una conexión humana hasta Málaga, por la autovía, y que los zombis llegarán como una ola, arrasando con todo. Quiere explicarle que avise a su madre, que no abra la puerta cuando la aporreen porque no es Antonio que vuelve, ni es Álvaro que regresa al hogar, pero no dice nada porque su garganta no responde, ni sus pulmones son capaces se expulsar todo el aire que necesita.
—Tranquilo. Ya está a salvo —dice la cara neblinosa—. Le hemos rescatado.
Entonces se pone en movimiento. Lo sabe porque su cuerpo se sacude con las vibraciones de la camilla. Casi puede sentir las pequeñas ruedecillas girando. Se pregunta quién demonios le ha rescatado, y de qué, pero el esfuerzo de pensar en eso le hace volver a quedarse dormido.
Y sueña que está en la playa, mirando el mar, a los mandos de un quad Foreman, soñando con expandir un gas de su propia invención, uno que puede poner a los caminantes de nuevo en su sitio: a bordo de la galera de velas negras que viaja hacia el dulce olvido de la muerte.
Amanecía una vez más en Carranque, y la luz del sol revelaba poco a poco las ruinas del antiguo campamento, que habían dejado ya de humear. Lo hizo poco a poco, con el cuidado de un mago que retira la tela negra que cubre el objeto de su siguiente número. Al otro lado de la maltrecha alambrada estaba Dozer, agarrado con las manos a la rejilla metálica. Estaba exactamente en el mismo lugar donde ya estuvo Juan Aranda, completamente desnudo, hacía mucho menos tiempo del que podía parecer.
Había caminado hasta allí, cruzando la calle, como lo hubiera hecho un día cualquiera antes de que los muertos empezaran a caminar: despacio, sintiendo la calidez de los primeros rayos en el rostro, y sin miedo. A su alrededor, los muertos se movían como una marea, meciendo los hombros como si atendieran un ritmo tribal audible sólo para ellos, pero eso era todo. Se comportaban como si él no estuviera allí.
Había visto a Aranda caminar fuera del recinto, y en aquellos momentos le pareció algo del todo alucinante, una especie de ventana a lo que sería el futuro de todos ellos; hombres que caminan entre los muertos sin recibir ataques, hombres que podrían, con el tiempo, restablecer la civilización. Y todo al alcance de la mano... en cuanto Rodríguez levantase la cuarentena que había impuesto. Pero que le sucediera
a él
era algo totalmente diferente. Podía pasar una mano delante de sus ojos muertos y agitarla, podía empujarlos, podía hacer todo eso y aun así ser ignorado, como si fuese invisible. Era la primera vez que podía verlos tan cerca, sin que lanzaran sus garras hacia él, sin que aullaran como si les hubieran azuzado con un pincho para reses, y la sensación era increíble.
Le resultaba difícil precisar cómo se sentía. Era como si la pesadilla hubiese acabado para él. Si antes la movilidad había sido un problema, ahora no había nada que le estuviera vetado. Querría subirse al edificio más alto y gritar al mundo que él podía salvarlo, que podía salvar a cualquiera. Podía conseguir medicinas, armas, alimentos. Podía dejar las calles vacías de
zombis
, devolverlos a sus sepulturas o empujarlos a una pira gigante donde sus cuerpos arderían hasta quedar reducidos a cenizas.
La única preocupación que enturbiaba su ánimo eran sus amigos, en particular Aranda. Tenía dos teorías. En la primera, Aranda había conseguido contactar con algún grupo de rescate, y los helicópteros que había visto los llevaban, por fin, a un sitio seguro. En la segunda, Aranda no había regresado aún, y los helicópteros habían podido tener que ver con la destrucción de Carranque. En ese caso, sus amigos podían estar sepultados entre los escombros, o prisioneros en los helicópteros.
La segunda explicación era la que menos peso tenía en su cabeza. No conseguía entender por qué alguien que dispone de helicópteros podría estar interesado en destruir una ciudad deportiva llena de supervivientes, y mucho menos llevárselos.
La primera no explicaba por qué estaba todo destruido, pero a su juicio era la más plausible. Aranda llega a Canal Sur, contacta con el ejército y les explica que tiene un truco mental Jedi que le permite caminar entre los muertos. Los militares los van a buscar y los sacan a todos de allí. Lo de la explosión debió haber sido otra cosa. Apostaba por el padre Isidro. Debió escapar de alguna forma y organizar un buen follón aprovechando que ni el Escuadrón ni Aranda estaban por allí. Debió armar un follón de mil pares de cojones.
De cualquier modo, no quería dejar ningún cabo suelto. Si Aranda estaba aún por ahí disfrutando de su libertad, terminaría por volver en algún momento, y aunque probablemente él tuviera más suerte encajando las piezas del rompecabezas, no quería que pasara por lo mismo que él.
Se las ingenió para encontrar algo de pintura en una de las casas, junto a otros utensilios de mantenimiento del hogar. Con ella dejó un mensaje de diez por tres metros, en mitad de la pista de Carranque: HEMOS IDO A GRANADA. Tras pensarlo un poco, añadió su nombre debajo del rótulo gigante. Luego lo miró desde la distancia y no quedó convencido del todo; casi parecía ser una invitación a un picnic, así que volvió a acercarse y garabateó todavía algo más. Lo que al final escribió se leía más o menos así :
Admiró su obra de arte un rato y pensó que le hubiera gustado añadir la fecha, pero había perdido la cuenta de los días. No sabía cuánto tiempo había pasado desde que se inyectó el Milagro Prodigioso del doctor, así que decidió dejarlo como estaba. Era hora de continuar.
Dedicó un par de horas a buscar cosas para el viaje, maravillado de la rapidez con que podía actuar ahora. No debía preocuparse de hacer ruido, ni de que un espectro le emboscara en uno de los pisos; por lo tanto, todas las tareas le llevaban la mitad de tiempo. Muy pronto tuvo todo lo necesario: agua, algo de comida, una linterna (con baterías) y ropa de abrigo entre otras cosas, y una mochila liviana pero resistente que ponerse a la espalda.
Por la tarde, después de una buena comida, decidió ponerse en marcha. En enero las tardes son cortas y la noche cae con rapidez, pero no quería demorar el viaje. Ya no le importaba caminar a oscuras, sino todo lo contrario. Llevaba meses encerrado en aquel lugar, y la perspectiva de salir al exterior y ver qué había pasado le resultaba muy atractiva. Iría hasta la autovía y allí vería cómo estaban las cosas... si la carretera era practicable o no. Dependiendo de todo eso, podría estar en Granada en dos o tres horas como máximo, o podría llevarle varios días.
Por ahora andaría hasta que se sintiera cansado otra vez; al fin y al cabo, le parecía que había dormido bastante para tener las pilas cargadas durante meses.
A las cuatro y diez de la tarde, Dozer echaba un último vistazo nostálgico a Carranque. Ante sus ojos, los fantasmas de sus compañeros entrenaban de nuevo en las pistas, y José hacía bromas sobre si los pechos de Susana le impedían correr bien. El viejo edificio se reconstruyó piedra por piedra, como si fuera una película proyectada hacia atrás, y se llenó de la vieja rutina, con muchos de los compañeros ocupados en sus quehaceres cotidianos. Por allí iba Peter y su eterno cigarrillo empujando el carrito de mantenimiento, lleno de productos para el saneado de la piscina, y al otro lado, los encargados del huerto plantaban semillas y afianzaban los palos de sujeción de las tomateras. Aranda miraba otra vez desde su ventana, y una pareja se daba un beso fugaz junto a las columnas redondas. Pero entonces, pestañeó brevemente y los fantasmas se deshicieron en el aire, y el edificio volvió a estar desparramado por el suelo: apenas un amasijo de hormigón, ladrillos y varillas de hierro.
Con una tímida lágrima asomando en los ojos, se despidió de su hogar y echó a andar, sin mirar atrás.
Málaga resultó tener un aspecto mucho más lúgubre del que se hubiera atrevido a imaginar siquiera. El silencio en las calles, pese a estar atestadas de muertos vivientes, era impresionante. Qué grises parecían todos los edificios, sin ninguna vida tras sus fachadas, y qué aspecto de funesta desolación provocaban los coches, aglomerados sin orden ni concierto, en las vías principales. A menudo, el único sonido que rompía ese profundo silencio era el de sus propios pasos contra el asfalto.
En un momento dado, perdió el rumbo de la ruta más óptima hacia la autovía. Hubiera podido ir hasta el Carrefour cercano a la gasolinera y haberse encontrado con la autovía que buscaba, o podía haber dedicado cinco o diez minutos en bajar por Santa Rosa de Lima hasta la rotonda de la comisaría, y haber doblado a la derecha: desde allí eran apenas unos pocos kilómetros hasta la salida para Granada. Pero quería ver cómo había quedado su ciudad antes de marcharse. Quería asegurarse de que no quedaba nada, ni nadie, quizá porque en las innumerables noches de soledad que pasó en Carranque, su mente siempre se había preguntado si quedaba todavía alguien en alguna parte.
Mientras andaba, asistió a los testimonios de viejos escenarios de terror. El drama estaba por todas partes, sólo había que saber ver las pistas: una huella de una mano ensangrentada que se arrastraba al interior de una ventana; una solitaria maleta tirada en mitad de la calle, con algo de ropa asomando por un lateral, que denunciaba una huida frustrada; una barricada construida con tablas clavadas desde el interior, pero que había sido superada y revelaba una hendidura profunda como una boca oscura. Cosas como aquellas contaban, en silencio, historias inenarrables de la caída de Málaga a manos de los muertos vivientes. Un compendio de miles de historias de supervivencia frustradas, ocultas en cada vivienda, en las calles, en los sitios adonde los malagueños acudieron para intentar preservar la vida, sin éxito.