Luego, se dejó caer pesadamente en la cama, pensando que, después de todo, quizá dormiría una o dos horas más.
Era de noche otra vez cuando Dozer abrió los ojos. Estaba empapado en sudor, y cuando respiraba, dejaba escapar un pitido agudo y sibilante. Tragó saliva, y la garganta le abrasó como si hubiera ingerido un vaso de lejía. Su corazón palpitaba con fuerza bajo las mantas, y su sonido parecía llenar el silencio de la habitación, como los tambores de guerra de alguna tribu ignota en mitad de la jungla. Tampoco las cosas parecían estar en su sitio: la habitación daba la sensación de extenderse hacia arriba, como si las paredes midieran dos o tres veces su altura normal. El armario de la esquina era un polígono borroso y anguloso, y antes de cerrar los ojos de nuevo, cimbreó con cierta estridencia envuelto en un aura con todos los colores del arcoiris.
¿Mamá?... ¿mami?
Mateo, hijo, ¿has recogido tus juguetes, tus juguetes muertos?
Los he contado todos y no falta ninguno.
¿Dónde, dónde están tus juguetes?
¡Mira, mamá! Ésta es mi mesita... ésta es mi sillita...
Dozer volvió a despertar unas horas más tarde. El cielo, visible a través de la ventana de la habitación, parecía inflamado por un arrebatador rosa intenso. No tenía idea de cuánto había dormido o qué hora era, pero pensó que debía ser el atardecer del ¿segundo, tercer día?
Definitivamente, se sentía mucho mejor, aunque hacía un calor de mil demonios. El pelo corto, ligeramente desaseado, estaba sudoroso y aplastado irregularmente. Se asomó a la ventana, para sentir el frescor del aire, y abajo en la calle vio una muchedumbre enardecida que levantaba sus brazos hacia él. Sus bocas abiertas parecían pronunciar su nombre: ¡
Dozer, Mateo, Dozer
! y se sobresaltó, echando la cabeza hacia atrás instintivamente, casi como si esperase recibir el impacto de una piedra.
Con un gesto de disgusto, echó las cortinas con un movimiento enérgico. No sabía decir cómo se sentía exactamente, pero se decía a sí mismo que debía forzarse a comer un poco. Sin embargo, tanto el suelo como las mesillas de noche donde había dispuesto los alimentos, aparecían desnudas.
¿Dónde los había dejado? Hubiera jurado que no se había movido del sitio, pero le resultaba complicado recordar las últimas horas. Los recuerdos se mezclaban en su mente. Acababa de asomarse a la ventana y, ahora que pensaba en ello, hubiera jurado que el edificio de Carranque seguía allí...
Sacudió la cabeza y abandonó la habitación para dirigirse al salón. El pasillo era largo, endemoniadamente largo, y en sus paredes se desplazaban sombras vertiginosas que le provocaban mareos. Se dijo que comería algo y volvería a la cama. Si conseguía pasar otra noche más durmiendo, por la mañana estaría mucho mejor. A esas alturas le importaba poco que la argucia de Rodríguez funcionase o no; sólo quería recuperar su anterior estado de salud.
—Dozer... —dijo una voz grave, desde alguna parte.
Dio un respingo, girando sobre sí mismo. El pasillo se alargaba en ambas direcciones, sumido en profundas tinieblas. Por un momento le dio la sensación de que el suelo tenía cierta inclinación, por lo que instintivamente extendió los brazos para servirse de las paredes.
¿Había escuchado su nombre, o lo había imaginado? La cabeza le daba vueltas, y al parecer no podía confiar en sus sentidos tampoco, pero por otro lado quizá fuera alguno de sus compañeros, que habían regresado.
Aranda
.
Aranda
se
fue
aquella
misma
mañana
,
antes
de
que
fuéramos
al
puerto
.
Y
él
sabe
moverse
entre
los
zombis,
vaya
si
sabe
...
Ha
debido
volver
... ¡
Aranda
ha
debido
volver
!
—¿Hola? —preguntó. Su propia voz le sonó extraña y lejana, como si estuviera hablando desde el fondo de un estanque lleno de agua cenagosa. Carraspeó—. ¿Hay alguien?
¿
Bhay ggalguieenn
?
Esperó, sintiendo los latidos de su corazón en las sienes. En la confusión del momento, se encontró pensando en el hecho de que reparase siquiera en detalles como ése. El corazón no se siente normalmente; no a menos que algo vaya mal.
Quizá no estaba tan bien como pensaba.
—¡Dozer! —repitió la voz, que retumbó ominosa por las paredes del pasillo.
Aquélla no era la voz de Aranda. Dozer no sabía explicarse, pero a su juicio, la voz tenía las propiedades del crujir de la madera, del tipo de madera con la que se fabrican los sarcófagos.
Mateo, hijo, ¿me escuchas? Sarcófago viene del griego, a ver si te lo aprendes... sarco es carne y fagos tiene la misma raíz que fagocitar. «El que come carne», ¿entiendes?, ¡el que come carne!
El vello de sus brazos se erizó. De repente sentía como si una intensa amenaza convergiese hacia él, pero no podía recordar siquiera dónde quedaba la puerta del dormitorio. El pasillo le parecía demasiado ancho ahora, y... ¿acaso antes tenía tantas puertas a ambos lados?
Empezó a moverse, torpemente, en una dirección al azar. Era incapaz de determinar de dónde provenía la voz, pero sentía el impulso de moverse. El suelo estaba frío, y le calaba hasta los huesos a través de los pies descalzos.
El pasillo no terminaba nunca, lo que le desconcertaba terriblemente. Casi no reconocía la casa donde estaba. Se preguntaba si se había ido a algún otro sitio mientras había estado enfermo. Quizá se levantó en algún momento y estuvo vagando por el edificio. Quizá acabó echado en alguna parte, lo que explicaría la desaparición de la comida. La verdad es que no hubiera podido decir a ciencia cierta que recordaba el dormitorio donde decidió inyectarse la porquería de Rodríguez, así que cualquier cosa era posible.
Pero ¿dónde estaba ahora?
—Dozer... sucio... impío... de mierda.
Sus ojos se abrieron de par en par. Ahora reconocía la voz... la voz inconfundible de aquel hombre abyecto que los había mantenido en jaque. Era él... no se explicaba cómo, pero sin duda era él...
—Sí, Dozer... ¡mírame!
Se congeló en el sitio: ahora era evidente que la voz nacía de algún lugar a su espalda. Giró sobre sus talones, con una expresión atónita en el rostro; la frente era una cortina impregnada por una capa de sudor febril. Allí estaba... erguido en mitad del pasillo cuan alto era. Su sotana negra parecía extenderse a su espalda como las alas enroscadas de un ángel caído, y sus ojos, profundos y hundidos, le examinaban inquisitivos. La parte inferior de la mandíbula seguía ausente, pero su lengua era ahora un tentáculo inmundo que se retorcía en el aire como la cola de una serpiente.
En condiciones normales, Dozer sabía que habría podido reducir a aquel espantajo sobrenatural con un fuerte empellón, pero se sentía inusitadamente débil. Las rodillas le temblaban y los brazos eran dos lastres que le costaba desplazar. Incluso le parecía que el padre Isidro era exageradamente alto; le miraba inclinando la cabeza hacia abajo, con los ojos resplandecientes de un fulgor espectral.
—La vida es un pecado, Dozer ... —soltó el padre—. Y yo te declaro... ¡culpable!
Con un asco infinito, se dio cuenta de que el sacerdote le había puesto las manos sobre el pecho. Ni siquiera le había visto moverse, como si estuviera inmerso en una suerte de película donde faltaban fotogramas. Quiso gritar, pero otra vez su voz sonó amortiguada y sorda, y la sensación horrible de no poder expresarse acentuó la impotencia que sentía.
Las manos del padre eran gélidas, como las de un cadáver. Un helor casi doloroso penetró a través de su piel, extendiéndose por todo su pecho, donde el corazón seguía latiendo.
Bum, bum, bum
. Con un ritmo cada vez más acelerado. Intentó moverse, pero las piernas no le respondían; así que tuvo que obligarse a bajar la vista para no perderse en el abismo de locura que eran aquellos ojos encendidos. Luego intentó desasirse, poniendo sus manos sobre las de él, pero fue como tocar hielo en estado puro: tras una creciente sensación de quemazón, las retiró bruscamente, sintiendo un dolor lacerante en las muñecas.
Bum, bum, bum. BUM
.
Por Dios, ¿me está dando un infarto? Me va a congelar el corazón, ¿es eso lo que quiere hacer?
—¡Culpable! —chillaba el padre—. ¡
Culpable
!
—¡NO! —gritó una voz a su espalda.
Dozer no podía volverse, estaba como petrificado mientras sentía que su cuerpo se sometía a una especie de montaña rusa. El pecho se le hinchaba al ritmo de los latidos. Pero conocía aquella voz. Vaya si la conocía.
Era Uriguen.
—U...U....Uri... —musitó, sintiendo que la vista se le nublaba. El pecho se le había ensanchado tanto que le costaba respirar.
—¡Ven, Dozer! ¡Vamos,
pecholobo
!
No puedo, tío. Es la fiebre. Son los brazos. Es mi madre, mi madre quiere que cuente mis juguetes, así que es mejor que vaya con ella... cuanto antes... cuanto antes...
—¡No, Dozer, ven hasta aquí! —gritó Uriguen.
Dozer pensó cuánto le gustaría verlo, al menos una vez más, antes... antes de que los dos tuvieran que
irse
, pero apenas podía moverse ya, ¿cómo pensar siquiera en volver la cabeza?
—¡Puedes hacerlo! —gritaba su compañero—. ¡Lucha! ¡Lucha, Dozer, lucha!
Luchar. Dozer apretó los dientes, dejándose alentar por las palabras de su amigo. En la trastienda de su atribulada mente, entre las brumas de la confusión, pensamientos irracionales chocaban contra las paredes de su raciocinio, ahora ya casi completamente aniquilado. Pensaba que Uriguen estaba muerto, así que debía saber lo que decía. Y si él aseguraba que podía zafarse... qué joder, entonces lo intentaría de nuevo.
Con renovado ánimo, levantó otra vez los brazos y los colocó sobre las manos de Isidro. Esta simple tarea le costó un esfuerzo terrible, como si tratara de nadar en una poza llena de lodo. El sacerdote reía... sus dedos alargados tenían el color y la textura del mármol, y la piel de su propio pecho había adquirido una tonalidad parecida. Finísimas hebras de vapor helado escapaban de los dedos extendidos del sacerdote.
—Yo soy el Ángel del Abismo, necio —bramó el sacerdote—, y mi nombre en hebreo es Abadón, y en griego, Apolión.
—¡Dozer, ven...
aquí
!
Ya... ya voy, viejo amigo
...
BUM. BUM. BUM
.
Por fin, con un solo gesto enérgico, Dozer tiró de las manos del sacerdote y consiguió separarlas de su cuerpo. El dolor fue superlativo y lacerante, como una descarga eléctrica, y su cuerpo salió despedido hacia atrás. Cayó de culo sobre el duro suelo un par de metros más allá, donde permaneció boqueando como un pez varado en la orilla. Sus ojos, abiertos de par en par, delataban que aún intentaba comprender lo que había ocurrido.
—El justo exultará al ver la venganza —aullaba el sacerdote con la voz demasiado aguda. Avanzaba hacia él lentamente, con los brazos extendidos en cruz—, y lavará sus pies en la sangre del impío...
Con grandes esfuerzos, Dozer rodó sobre sí mismo y empezó a avanzar a cuatro patas. Sólo pensaba en poner tanta distancia entre él y el espantajo humano como fuera posible, aunque la cabeza le daba vueltas y cada vez veía peor. El pasillo parecía envuelto en una bruma espesa, y los ángulos de las paredes eran todos incorrectos. Finalmente, consiguió recuperar cierta estabilidad y ponerse en pie, aunque las piernas no le acompañaban; tuvo que avanzar haciendo resbalar su cuerpo contra la pared, con la mano derecha sobre el corazón.
BUM. BUM. BUM
.
Parecía querer salírsele del pecho.
Bizqueó, intentando enfocar lo que tenía delante, pero por mucho que se esforzaba no veía a Uriguen por ninguna parte.
Por dónde, amigo... ¿por dónde debo... ir
?
Pero Uriguen no quería, o no podía contestarle. Continuó avanzando, sirviéndose de la mano libre para tantear el espacio que se extendía ante él. El aire le faltaba y el corredor... el corredor se asemejaba ahora más al de un hospital, diáfano y aséptico, con paneles luminosos cubriendo el techo de forma que la distribución de la luz era perfectamente regular.
De pronto, el bramido nauseabundo de una decena de muertos vivientes llegó hasta sus oídos. No sabía si habían estado siempre ahí, pero llenaban el espacio a su alrededor como un manto asfixiante.
¡Uri, Uriguen! No puedo seguir... ni siquiera sé si camino hacia los muertos...
Cuando casi sentía ya el aliento cálido y putrefacto del sacerdote en la nuca, se sintió desfallecer y su mente escoró hacia tenebrosos pensamientos de rendición. Pensó que, si se dejaba caer, todo acabaría rápidamente. El frío en los pies, la visión neblinosa, la sensación de ahogo... todo desaparecería, y el corazón dejaría de ser una caja de ritmos en su pecho.
Cerró los ojos, notando que el sacerdote se acercaba, y ya no intentó moverse más.
Mateo, cariño
...
¿
Mamá
?
La voz de su madre le hablaba desde algún lugar a su alrededor. Sonaba alta y clara, por encima de todos los otros sonidos, pero al mismo tiempo cálida y familiar. Dozer se sintió otra vez muy pequeño, y aún con los ojos cerrados extendió los brazos como un bebé que desea ser abrazado.
¿Te acuerdas cuando eras pequeño, tesoro? Tenías asma y no podías correr como los demás niños...
Asma... sí, yo
...
Tenías asma. Tus pulmones no funcionaban bien, y te asfixiabas, y te tumbabas en el suelo embargado por la rabia mientras los otros niños te decían cosas horribles. Y te anegabas en lágrimas, porque querías ser como los otros, querías correr, correr como el viento y demostrarles a todos que no te pasaba nada...
Sí... correr
...
No soportabas sentirte enfermo. Acuérdate de cómo luchamos juntos, cariño, contra aquello. El año de inyecciones en casa, el olor a alcohol en el despacho de papá, aquel practicante gordo que te lanzaba las agujas al pompis desde lejos... todo aquel ejercicio físico controlado, y los baños en el mar, ¿te acuerdas de que toda la familia nos vinimos a Málaga para que tuvieras eso?, ¿te acuerdas de la piragua, cariño? Cómo movías los brazos, cómo mejoraste aquel verano. Todos hicimos un gran esfuerzo, pero después te apuntaste a atletismo en el colegio... ¿y te acuerdas de cómo corrías?