Era el paso natural, porque, al fin y al cabo, él había investigado el H1N9 desde el principio, cuando aún no tenían ni la más remota idea de lo que aquel superagente, aquel superviviente terrible sacado de los mismos albores de la Tierra, era capaz de hacer. Cuando lo encontraron, rabioso de actividad entre los tejidos de un cadáver momificado en los glaciares noruegos, pensaron que sería una bacteria psicrófila común, pero pronto descubrieron que tenía todas las propiedades de muchas de sus hermanas extremófilas: era capaz de sobrevivir en ambientes con un PH normalmente mortal, o con valores extremadamente negativos, en entornos altamente alcalinos, era resistente a temperaturas muy por debajo de cero y superiores a ochenta grados centígrados, y tenía propiedades radiófilas; es decir, era capaz de soportar una gran cantidad de radiación, entre otras cosas. Creían haber encontrado al Campeón de la Vida definitivo, cuando en realidad despertaron, sin saberlo, al Rey de los Muertos.
Su mente se llenó de recuerdos inesperados, de los días en los que empezaron a investigar sus muchas propiedades. La más fascinante, y la que trajo la gran desgracia a todo el proyecto de investigación, era su capacidad para autorregenerarse. Lo hacía mediante divisiones mitóticas, produciendo células de tejidos maduros, funcionales y plenamente diferenciados, y todo ello de forma indefinida, sin que perdiera sus propiedades. El laboratorio entero quedó maravillado sólo con aquel descubrimiento temprano, pensando en las muchas y prodigiosas aplicaciones que podrían encontrar. Era un milagro en sí mismo, algo sin precedentes en toda la magia natural de la vida en el planeta, desde la sopa primordial hasta nuestros días. Pero el H1N9 resultó ser, más que una caja de sorpresas, una endemoniada caja de Pandora.
Antes de eso, todos los directivos andaban como locos. Iban y venían de los despachos a las salas de investigación, mantenían mil reuniones con bancos de inversión privados y con sus departamentos de desarrollo e investigación de producto. Y en todo momento, iban acompañados de un nutrido grupo de abogados, expertos en cosas como registro de patentes y propiedad intelectual. Estaban obsesionados con salvaguardar su gran descubrimiento para la gloria del laboratorio.
El laboratorio tenía grandes planes, pero los trabajos de investigación necesitaban mentes más preparadas y aparatos más especializados, que requerían costes mayores. Buscando financiación, empezaron a publicar los primeros artículos sobre el descubrimiento en prestigiosas revistas científicas, y corrieron ríos de tinta sobre lo que la Pankki-Tamro Oyj estaba produciendo. El nombre de Jukkar y los otros expertos apareció varias veces en medios especializados, pero la gloria duró poco. De la noche a la mañana, Jukkar y muchos de los otros investigadores fueron retirados total y absolutamente del proyecto, sustituidos por norteamericanos, biólogos y expertos en biotecnología en su mayoría, de cierto renombre.
Jukkar se molestó muchísimo, pero recibió una cantidad sustancial de dinero como indemnización. Decidió retirarse al sur de España, a la ciudad de Marbella, desde donde siguió de cerca el desarrollo de los trabajos. Después de unos meses, se enteró de que la modesta compañía finlandesa había trasladado sus oficinas a Estados Unidos, atraída por grupos de inversores que tenían la capacidad de llevarla a cotas jamás sospechadas, y en ese momento la información dejó de fluir misteriosamente. Era como si hubieran encerrado el proyecto en una caja de plomo, impenetrable a los rayos X de las filtraciones. Se decía que la Pankki-Tamro ya no existía como tal, que había sido absorbida por una empresa farmacológica que trabajaba con un contrato de prestación de servicios al gobierno. También se rumoreaba, en algunos foros especializados en Internet, que la empresa había sido militarizada, e incluso que la NASA había llevado el virus al espacio para hacer ciertas pruebas de propósito indefinido. Cuando el sugerente nombre de Necrosum empezó a circular en relación al proyecto, asegurando que el agente estaba siendo usado para extender la vida más allá de la muerte, Jukkar dejó de indagar, porque la información era cada vez más fantástica, rayana en lo puramente especulativo cuando no en lo absurdo.
Para entonces el clima de Marbella le había hecho tener una perspectiva diferente de las cosas. La indignación de haber sido expulsado del proyecto de forma tan repentina iba quedando atrás, y gustaba de pasar los días en las terrazas del paseo marítimo, cuando no dormitando al borde de una piscina, con cualquier libro que pudiera encontrar sobre su panza. Quizá fuera el ambiente ocioso general, pero ni siquiera leía ya los densos y complicados tratados que solía devorar cuando estaba activo. Casi todo lo que escogía eran novelas de ficción, prosa de baja estofa sin pretensiones.
El futuro tampoco le preocupaba. Calculaba que con el dinero que tenía ahorrado y lo que había recibido como indemnización, podría vivir cómodamente durante el resto de sus días, y la perspectiva de ese ritmo de vida no parecía tan mala. Por aquel entonces, daba la impresión de que en Marbella todo el mundo vivía del negocio inmobiliario, sobre todo los extranjeros, que traían sus fortunas de fuera, y él tenía echado el ojo a un par de apartamentos que podría alquilar o revender en pocos meses, consiguiendo un buen beneficio. La vida parecía luminosa, y quizá lo era.
Pero tan silenciosa como un gato en pos de una paloma, la Pandemia Zombi llegó de forma tan contundente como inesperada. De las primeras noticias al caos generalizado transcurrieron pocos días, demasiado pocos, y los muertos comenzaron a llenar las calles. Siempre le fascinó la velocidad a la que el Necrosum cayó sobre toda la población. Como concepto, era descabellado, pero la evidencia era innegable. Estaba ahí, en el aire, por todas partes. No existía ni un solo rincón de la Tierra que no estuviera infectado. Era casi como...
Enmarañado en sus propias divagaciones, Jukkar pestañeó. De repente se le ocurrió una forma en la que el virus pudo haber llenado la atmósfera terrestre en pocas horas, llegando a todas partes.
¡
Lanzándolo
desde
el
espacio
!
Tenía que pensar detenidamente sobre eso. El Necrosum era virtualmente indestructible... ya lo era antes de que los expertos en biotecnología empezaran a trabajar con él, así que lo veía muy capaz de alcanzar la atmósfera terrestre y viajar suspendido en partículas de polvo flotantes, o en el agua condensada en las nubes. Desde ahí, podría extenderse con rapidez, transportado por las corrientes de aire y propagándose a una velocidad endiablada.
Se estremeció, absorto en su propia línea de pensamientos. Se preguntaba ahora si ese lanzamiento había sido accidental o algo planeado. Al fin y al cabo, la historia estaba llena de casos de usos terribles de enfermedades y virus por parte de seres humanos. Los antiguos romanos ya arrojaban animales muertos en los suministros de agua de sus enemigos con el fin de contaminarlos. Los tártaros empleaban catapultas para lanzar cadáveres infectados con peste sobre las murallas, y el ejército británico obsequió a los indios americanos cobijas que habían sido usadas por personas enfermas de viruela, iniciando así una epidemia que diezmó a muchas tribus. Y en la historia reciente no faltaban voces, incluso dentro de la comunidad científica internacional, que hablaban de virus creados en laboratorios: el VIH, el Influenza y muchos otros.
Y si había sido accidental... ¿había
zombis
en alguna lanzadera espacial con todas las luces apagadas, condenados a flotar ingrávidamente en órbita estacionaria alrededor del planeta, por toda la eternidad?
Suspiró largamente.
De cualquier forma, era hora de que participase de nuevo en desentrañar todo aquel lío. Sin duda, su experiencia con el Necrosum podía ser una baza fundamental para analizar lo que había ocurrido con él dentro de Aranda y qué implicaciones podía tener ser anfitrión de semejante huésped a largo plazo.
Esperó todavía un buen rato, soportando el frío intenso, mientras en el interior del antiguo Parador, los supervivientes empezaban a despertar poco a poco. El silencio empezaba a enturbiarse por un murmullo apenas audible; gente que despertaba de su sueño y se ponía en marcha para hacer lo que quiera que hicieran en aquel antro terrible. Era imperioso que hablara con los doctores o el personal cualificado de la base, debían desentrañar los misterios de Aranda lo antes posible, porque toda aquella gente no resistiría sin comer.
Como especialista en su campo, sabía demasiado bien lo que produce el hambre crónica: un debilitamiento físico general, la pérdida de musculatura y la reducción de las funciones vitales al mínimo. Cuando el cuerpo no recibe nutrientes, el pulso se altera, la presión arterial y la temperatura disminuyen, y el sujeto tiembla de frío incluso en condiciones ambientales normales. La respiración es también más lenta, la voz se debilita, cada pequeño movimiento se traduce en un esfuerzo atroz.
Si la desnutrición continúa, sobreviene diarrea, y entonces el decaimiento se acelera: los gestos se vuelven nerviosos y carentes de toda coordinación, y afloran edemas y úlceras. Jukkar había visto a aquellos hombres y mujeres, y sabía que esos efectos no tardarían en producirse: las miradas apagadas, las expresiones indiferentes y tristes, los ojos profundamente hundidos, el color ceniciento de la piel que acaba volviéndose transparente y seca hasta que se cae a trozos. Después, el pelo se tornaría duro y tieso, sin brillo, y quebradizo, y las extremidades, en especial la cabeza, parecerían aún más alargadas al sobresalir los pómulos y las órbitas de los ojos. Y después... después las actividades mentales y las emociones sufrirían un retroceso radical. El superviviente perdería la memoria y su capacidad de concentración, obcecado en una sola meta: comer. Sólo las alucinaciones provocadas por el hambre disimularían el tormento que les consumiría por dentro. Ya no serían capaces de ver nada más que lo que se les pusiera directamente delante de los ojos, y con el devenir del tiempo terminarían por responder únicamente al estímulo directo de los gritos. Sin alimentos, pensó con pesadumbre, los muertos vivientes no estaban en las ciudades: estaban allí mismo. Ellos eran los muertos en vida.
Por fin, acuciado por sus propias reflexiones, se decidió a ponerse en marcha. Inicialmente, su plan había sido hablar con Abraham, pero algo le decía que no iba a servirle de mucha ayuda, así que caminaría directamente hacia el ala donde habían llevado a Aranda. Imaginaba que encontraría soldados; hablaría con ellos, les diría quién era y les pediría que le llevasen ante el teniente Romero.
Arrancó a andar, alejándose del Parador de San Francisco para dirigirse hacia el extremo oeste de la fortaleza. El ayuno forzoso le hacía sentirse vital, y el aire frío le recordaba a su país, así que recorrió la alameda con andar decidido, satisfecho de poder desempeñar su papel en aquella fantástica representación. Con cada paso que daba, un viejo resquemor iba desapareciendo poco a poco: el de haber contribuido, aun sin saberlo, a la propagación del Necrosum por el mundo. Le gustase o no, él había estado ahí desde el principio, y el haber acabado en aquel lugar formaba parte de una especie de destino rocambolesco, un puzzle de una configuración demasiado extraña y enrevesada en el que las piezas parecían encajar a la perfección. Al fin y al cabo, la aparición de Aranda en el aeropuerto donde estaba retenido, portando una versión latente del virus ya había sido demasiada casualidad, pero acabar siendo transportado al lugar donde un equipo de científicos podrían estar dando con la solución a un problema que era global, era demasiado para la ley de la probabilidad; simplemente, desbordaba todas las tablas. Era casi como un influjo divino, una broma cosmológica, algo tan improbable, que el hecho de que sucediese podría considerarse un milagro.
Una pequeña bandada de gorriones molineros cruzó el cielo encapotado por encima de su cabeza, felizmente ignorantes de todo lo que sucedía en el mundo. Volaban hacia la Vega, porque como muchos otros animales, eran capaces de detectar microcambios en la presión del aire y sabían, por tanto, que el cielo estaba a punto de deshacerse en una tromba de agua.
Unos pocos segundos después, Jukkar se encontró con lo que buscaba, a la altura de los antiguos baños árabes, en plena calle Real. Habían dispuesto allí una suerte de barrera fabricada con sacos de tierra, adoquines y troncos, con apenas un estrecho paso en su parte central. Desde el otro lado, algunos soldados vigilaban la zona, mirando por encima de los muros. En el suelo había trazada una línea amarilla, y la pintura era todavía fuerte y bien definida, como si fuera reciente. Un único cartel, toscamente construido, estaba emplazado en mitad de la calle y rezaba así :
ZONA MILITAR
PROHIBIDO EL PASO
CAMINE CON LOS BRAZOS EN ALTO
NO CORRA HACIA EL PERSONAL MILITAR
RESPONDA CUANDO SE LE PREGUNTE
SE DISPARARÁ A LOS INFRACTORES
Jukkar se detuvo, contrariado por lo que veía. Había esperado soldados, pero nunca un muro con indicaciones semejantes. La cosa era peor de lo que había imaginado al principio, si los militares preferían mantenerse al margen de los civiles que debían proteger. De hecho, no había visto ningún soldado en la zona civil, ni siquiera en lo alto de las murallas que cerraban la fortaleza. Chasqueó la lengua, lamentando no haberse dado cuenta de eso antes. Era típico del pensamiento protocolario de un sistema de seguridad extremo, donde los civiles eran considerados amenazas en potencia.
Se había acercado lentamente a la línea amarilla. El color de la pintura parecía irreal, demasiado intenso, produciendo un fuerte contraste con los tonos apagados que dominaban en la escena.
—¡Eh! —llamó Jukkar. Su propia voz le sonó quebradiza y poco convincente. Carraspeó brevemente, para «calentar motores», como decía su abuela, sólo que ella acompañaba los carraspeos matutinos con una copa o dos de licor—. ¡Eh, hola!
No obtuvo respuesta, pero uno de los soldados levantó la cabeza para otear por encima de la barricada. El casco parecía diferente al de los otros que había visto, pero le fue imposible distinguir su expresión.
Levantó los brazos y cruzó la línea.
—¡Hola! —gritó.
Mientras recorría los dos primeros metros a paso exageradamente lento, el soldado desapareció de la vista. Fue apenas un instante: volvió a reaparecer por encima de la barricada, acompañado de un segundo soldado.