«PAPÁ, NO CORRAS TRAS LOS VIVOS.»
Al día siguiente, la jornada transcurrió sin muchas complicaciones, al menos la primera parte del día. Tardó prácticamente cuatro horas en llegar a la altura de Antequera, porque avanzar entre los coches abandonados se hacía imposible en algunos tramos. En esas ocasiones, desviaba la moto por el campo, cuando era posible, o dedicaba un rato a circular por las pequeñas carreteras de servicio que corrían paralelas a la autovía. Entonces la Pegaso se comportaba estupendamente, pasando sin problemas por entre las rocas y los socavones del terreno. El día era gris y aciago, pero cada metro recorrido le hacía sentirse mejor.
Después de Antequera, la cosa cambió. No faltaban los vehículos abandonados, pero eran cada vez más escasos y la A-92 se abría ante él, despejada y apetecible. Aceleró la moto y, pese al frío en la cara y las manos, disfrutó de bastantes kilómetros sin contratiempos, concentrado tan sólo en la vibración de la moto y en el trazado de la carretera. En algún momento, llegó incluso a sentirse liberado de la vieja pesadilla, como si el viento que sentía y la sensación de libertad fueran un bálsamo espiritual. El mundo casi parecía normal otra vez, y si cerraba los ojos durante apenas un segundo, se permitía imaginarse que era sábado por la mañana y que iba a Granada para tapear en el Albaicín y quizá tomar un té por las callejas del centro.
El cartel que indicaba la salida de Riofrío pasó zumbando sobre su cabeza. Ya no estaba muy lejos de Granada, y su mente volvió a concentrarse en sus compañeros. A ratos, pasaba del optimismo al desaliento, sin poder decidir qué podía esperar. Había aún otra sombra de duda que se agitaba en su interior, inquieta como un gusano en su sedal: tampoco estaba seguro de cuánto tardaría en encontrar la supuesta instalación militar. La provincia de Granada era muy grande, demasiado grande como para ir por ahí en una moto medio destartalada buscando algún indicio de vida. Podía invertir días en rastrearlo todo, y corría el riesgo de pasar por alto algún detalle que invalidara todo el proceso, obligándole a empezar de nuevo.
Se preguntaba si Granada contaría ya con alguna instalación militar, algo que existiera antes de que el infierno colocara el cartel de «completo». Si pudiera averiguar si había algo así, las posibilidades de que ocuparan esa misma plaza serían bastante altas. Al fin y al cabo, esos lugares contaban ya con depósitos de armamento, barracones, comedores y todas las estructuras esenciales, y tenía sentido querer aprovecharlas; sólo debía averiguar si semejante cosa existía.
Entonces un relámpago cruzó su cabeza, y la súbita inspiración se concretó en una imagen precisa: ¡una radio! Chasqueó la lengua, preguntándose cómo no había pensado en eso antes. Había cruzado toda la ciudad y no se había hecho con uno de esos aparatos. Si Aranda había contactado con ellos, había sido por aquel medio; si había militares operando por la zona, ¿no estarían emitiendo mensajes de algún tipo? Sonrió, asombrado de su poca cabeza. Nunca hubiera imaginado que ir por ahí con una radio pudiera ser esencial para la supervivencia, pero cuando llegara a Granada se haría con una, aunque fuera tan grande que tuviera que llevarla sobre el hombro como los horteras de playa de los ochenta.
Entonces se concentró otra vez en la carretera. Empezaba a ver una forma oscura evolucionando desde el horizonte.
Otro atasco
, pensó, pero era tan...
negro
, que la posibilidad de que fuera otra cosa empezó a pasársele por la cabeza. Avanzó todavía bastantes metros, mientras reducía la marcha, intentando discernir qué era lo que veía.
Resultó ser un enorme camión cisterna, volcado sobre un lateral. Era negro como el tizón, porque había ardido en su totalidad. Había ardido tanto, que estaba consumido por estrías y grietas profundas, y la vieja pintura se había comprimido formando pequeñas y desagradables bolas, como grasa quemada. Los ejes de las ruedas asomaban, desnudos y retorcidos, por entre un amasijo de metal y plástico carbonizado, y el enorme contenedor exhibía heridas mortales, como la panza de una abyecta ballena.
Detuvo la moto, ceñudo. Veía ahora al menos cuatro vehículos diferentes, que yacían apoyados contra la masa calcinada; uno de ellos estaba boca abajo, con los bajos expuestos, y otro descansaba sobre el costado. Dozer había visto demasiado caos en todos aquellos meses como para no darse cuenta de que había cierto orden en aquella escena. No parecía un accidente múltiple. O mucho se equivocaba, o los coches habían sido apilados, de alguna forma, contra el tráiler. Intentó imaginarse a alguien pilotando una grúa capaz de mover vehículos tan pesados y se resistió a creerlo... no en mitad de ninguna parte, entre Riofrío y Loja; pero las evidencias estaban ahí.
Había otras cosas que chirriaban, evidentes como un pegote de pintura en un suelo de madera. No parecía un incendio al uso, porque había ardido todo en su totalidad: hasta el asfalto estaba consumido, oscurecido por una capa de plástico derretido, entre otras cosas. Empezaba a pensar que tampoco era casual; aunque el camión cisterna hubiera contenido algún líquido altamente inflamable, se hubiera desparramado por el suelo y no habría llegado a todos los rincones. Los coches y camiones nunca arden completamente. El fuego no hace arder toda la carrocería, desde una punta hasta la otra; una vez las partes combustibles como los asientos se han quemado del todo, el fuego se detiene. Aquella masa de hierro y hollín tenía el aspecto de haber sido rociada con gasolina a conciencia y hecho arder.
Aquella especie de barricada.
Casi podía imaginarla ardiendo como una pira descomunal, iluminando el campo nocturno como el faro de Alejandría. Pero ¿quién habría querido hacer algo así?, ¿con qué motivo?
Decidió acercarse despacio, avanzando sin apenas acelerar la moto. Su plan era rodear el bloqueo por los laterales, aunque tuviera que abandonar la carretera para ello. No había sitio para un turismo convencional, pero el hueco permitía a una moto pasar holgadamente, lo que agradeció en silencio. Le gustaba la idea de tener el acelerador bajo el puño por si las cosas se torcían; a fin de cuentas, desde esa posición era imposible ver lo que había al otro lado. El motor, no obstante, vibraba con bastante potencia incluso a esa mínima velocidad, y deseó haber podido contar con una moto más silenciosa.
La montaña de restos calcinados se erigía como un monolito mil veces fundido sobre sí mismo, abatido por una tormenta de rayos divinos. En su conjunto, tenían la apariencia de los cadáveres que había visto calcinados en las piras que, en ocasiones, tuvieron que formar en Carranque, y esa comparación danzaba en su cabeza produciéndole un creciente desasosiego. Había algo ominoso y, a la vez, hipnótico, en las caprichosas formas que el fuego había moldeado, y quizá por eso no vio lo que se le venía encima.
Al principio no notó oposición alguna, hasta que fue demasiado tarde. Un cable de acero, delgado como un cabello, se quebró súbitamente, dando un latigazo que rasgó el aire con un sonido intenso; el cable le golpeó en el muslo de la pierna derecha, penetrando en la carne a través de los pantalones. Luego se deslizó como una centella por entre unos engranajes ocultos, sibilante, y liberó un contrapeso escondido al otro lado de la enorme cisterna. Todo ocurrió tan rápido que Dozer no comprendió lo que estaba pasando hasta que el suelo saltó bajo sus pies, lanzándolo por el aire junto con la moto. Una especie de rejilla de cuerda trenzada se desgranó de la tierra, envolviéndolo como una planta nepente, y lo elevó un metro hacia arriba. Quedó plegado sobre la moto, con la pierna palpitando por el dolor, en una posición harto incómoda; las cuerdas se clavaban en su espalda, en sus hombros, en sus muslos, y no podía moverse: la presión del saco en el que estaba prisionero era terrible. El manillar de la moto olía a goma quemada junto a su mejilla. El motor petardeó entonces brevemente y se detuvo con un gorgoteo, como el del agua precipitándose por un sumidero.
—¡Eh! —gritó, aunque no había allí nadie para escucharlo—. ¡Eeeeh!
Se bamboleaba en el aire, meciéndose suavemente en círculos. Intentó sacudirse, conseguir movilidad. Pensó primero en sus manos, y trató de mover los dedos y las muñecas para intentar asir algo, pero habían pasado por los huecos de la rejilla y flotaban en el aire, aislados del resto del cuerpo. Luego intentó desplazar una pierna, pero rozó el tubo de escape y tuvo que doblarla de nuevo por el dolor intenso; estaba, por supuesto, hirviendo como una brasa.
—¡Joder! —bramó, resoplando pesadamente.
El manillar se le clavaba en la cara, y empezaba a sentir un dolor agudo en la zona donde éste presionaba con fuerza. Si seguía en esa posición mucho tiempo más, se dijo, tendrían que recomponerle la expresión con cirugía.
Lo cual despertó una señal de alarma en su interior. Había dicho si seguía allí, pero la pregunta era: ¿durante cuánto tiempo? No tenía ni remota idea de cuál era el propósito de aquella burda trampa, pero por lo que a él se refería, podía llevar allí meses enteros. El que la puso podía estar a varios kilómetros, llevado por la inercia de sus piernas muertas, mirando al sol con aire distraído y dejando que los pájaros le picotearan los ojos, indolente. O podía estar en cualquier calle de Loja, pudriéndose junto a un montón de cadáveres.
Podía ser. En ese caso, ¿quién iba a liberarlo?
Se sacudió, llevado por un sentimiento íntimo de claustrofobia. El manillar se le clavó aún más, y la herida del muslo protestó despertando un dolor agudo y estridente. Entonces decidió quedarse quieto de nuevo, inhalando y exhalando el aire.
Como aquella tipa, pensó, atrapada en su coche para siempre jamás. Es todo lo que haré por toda la eternidad, jadear como un perrillo en celo
.
¿Y si no era así?, ¿y si volvía alguien?, ¿qué tipo de anfitrión podría ser? Una voz en su mente trataba de reconfortarle diciendo que, seguramente, sería un cazador de
zombis
. Eso debía ser. Una trampa para cazar a los muertos vivientes que pudieran arrastrarse hasta esas latitudes. El dueño de la trampa acabaría apareciendo, se llevaría las manos a la cabeza al ver que había cazado
por error
a un ser humano, y lo haría descender. Le pediría mil perdones y charlarían sobre lo mal que estaban las cosas. Pero otra voz, ésta mucho más áspera y desagradable, se reía de esa teoría, y entre risas bramaba que no tenía el puto sentido. No sabía por qué, pero existía cierto instinto gremial entre los
caminantes
. Incluso si se los dejaba en una habitación vacía acababan juntándose, como si buscaran todavía el calor humano que alguna vez recorrió sus cuerpos. Era una especie de ley: si encontrabas un espectro, en algún lugar cercano debía haber otro. Y otro. Y de acuerdo con ese conocimiento, decía la voz vibrante de su cabeza, ¿qué tipo de trampa era aquélla que sólo servía una vez?
Y piensa, tontolculo, añadió la voz, si es una puta trampa para zombis, ¿por qué estaba oculta? Los zombis son estúpidos, y tú no pareces mucho más listo. No es una trampa para zombis. Es una trampa para los pequeños Dozers del mundo que van por ahí sin siquiera un maldito cuchillo
.
Ésa era (ahora se daba cuenta) otra de las cosas que había olvidado. Un cuchillo. Definitivamente llevaba demasiado tiempo acomodado en Carranque si no había pensado siquiera en eso.
Los cuchillos son útiles en extremo, apréndetelo bien: desde pelar un melocotón hasta forzar una cerradura, pasando por cortar trampas de cuerda trenzada anti-Dozers. ¡Ja, ja, ja, ja!
Ninguna de las dos posibilidades parecía esperanzadora, y no podía pensar en ninguna otra, así que intentó concentrarse en salir de allí. La situación le recordó a un sinfín de películas, pero por mucho que se esforzó, no consiguió recordar cómo escapaban los héroes de aquellas cosas. Suponía que quedar atrapado con una moto de 110 centímetros cúbicos con el tubo de escape ardiendo como un hierro al rojo vivo era la parte novedosa de su magistral interpretación en el fulgurante estreno
Dozer contra la red
y, desde luego, complicaba las cosas. A duras penas podía girar la cabeza para ver cómo era la cuerda o el cable que lo mantenía sujeto. Resultó ser ambas cosas, trenzadas convenientemente y sujetas a lo que parecía ser una especie de espolón de hierro, negro y abominable. Un segundo vistazo le hizo pensar que se trataba, más bien, de una grúa convencional, extraída de algún vehículo y anclada de alguna manera al camión cisterna. Calculaba que entre su peso y el de la moto, aquel ariete estaba soportando fácilmente unos trescientos y pico kilos. Era una buena cifra, y el condenado acero ni siquiera protestaba; no se movía ni un milímetro. Alguien se había tomado muchas molestias para instalar aquello allí, y se había asegurado de que sería capaz de soportar un buen peso.
—¡Eeeeeh! —gritó al cabo—. ¡Socorro!, ¡socorro, coño!
Pero esta vez, ni gaviotas ni espectros contestaron a sus gritos, y Dozer se sintió más abandonado que nunca.
El día se acababa, y el cuarto miembro del Escuadrón de la Muerte seguía meciéndose como un saco de patatas. La herida de la pierna latía como si tuviera un corazón adicional instalado en el muslo, las manos le hormigueaban, y el manillar en la mejilla le había provocado una rozadura que empezaba a enrojecer. Además tenía sed, el asiento de la moto le oprimía los testículos, y el ruido de la cuerda tirante, quejumbroso como la madera de un barco viejo, empezaba a ponerle los nervios de punta.
Había pasado por muchas cosas, pero no recordaba estar tan jodido en bastante tiempo. Lo peor era no saber cuánto tiempo más se prolongaría esa situación. Llevaba... ¿cuánto?, ¿tres, cuatro horas ya? Sentía los dedos extraños, hinchados, y estaba seguro de que no podía mover las muñecas tanto como antes. Si intentaba mover la pierna, dolía como si la tuviese completamente dormida, y hasta la cadera empezaba a entumecerse, como si amenazara con descoyuntarse.
En todo aquel tiempo había intentado balancearse, imprimiendo cierto vaivén a su cuerpo. Pero incluso después de dedicar casi treinta minutos a aprovechar la inercia del movimiento para incrementar el contoneo, descubrió que era imposible que alcanzara el ángulo necesario para aferrarse a la cisterna. Ni siquiera había nada allí que pudiera agarrar, pero aun así lo intentó, quizá porque mantenerse ocupado le ayudaba a pasar el tiempo.
También dedicó un buen rato a cantar viejas canciones. Algunas brotaban en su cabeza sin que supiera de quién eran ni cómo se titulaban; otras eran piezas escogidas de entre sus favoritas, incluyendo algunas de Radio Futura. Pasó hasta cinco minutos machacando un estribillo que le pareció apropiado: «Mira cómo esa mujer despierta, ella que un día se creyó muerta. Muerta. Ahora siente el mundo temblar...»; pero después se obligó a parar, porque cantar le resecaba la boca aún más de lo que estaba. El estribillo, no obstante, seguía repiqueteando en su cabeza, imposible de acallar.
El mundo temblar, temblar... Oh, y amigo, espera a que se haga otra vez de día y el sol empiece a apretar, porque entonces sí que vamos a flipar, a flipar de verdad, como en la Escuela de Calor
. Y tenía razón. Se había abrigado para soportar el viento en la moto, y cuando el sol empezara a calentar por la mañana sería imposible abrir siquiera la cremallera de la chaqueta. Pero eso sería por la mañana; antes de eso vendría la noche, y si no llevaba mal la cuenta de los días, seguía siendo el mes de enero. Eso, estando tan cerca de Granada como estaba, significaba frío.
Un frío de cojones
.