Corrió casi diez kilómetros antes de que se hiciera de noche, y luego siguió corriendo, dando traspiés en la oscuridad. En un par de ocasiones estuvo a punto de darse de bruces contra el suelo, pero no era algo que le importara; Dios le había demostrado que su apoyo era infinito. Tenía un agujero de bala en el pecho, otro en la cabeza, le habían arrancado la mitad inferior de la cara, y a pesar de todo, seguía siendo
él
; así que seguiría recorriendo su camino, aun en la oscuridad, y si tenía que caer como lo hizo Jesús en la Pasión, también él se levantaría para seguir con su cometido.
Un poco más tarde, sus pensamientos divergieron. Eran noches de luna llena y la luz era buena, pero él no veía ya las cosas como las personas normales: el Necrosum le proporcionaba una visión prestada, en esencia funcional, y descubrió que el ojo derecho funcionaba intermitentemente. En esas circunstancias, le preocupaba perderse algún vehículo que pudiera transportarle más rápidamente, porque demasiado tarde descubría a veces un grupo de casas a uno u otro lado.
Y entonces reparó en algo.
Era apenas un resplandor tenue y descolorido en mitad de la planicie, pero aunque trémulo, era definitivamente una luz. Aunque sabía demasiado bien lo que eso significaba, se detuvo, presa de la indecisión.
En realidad, ansiaba llegar a Granada e iniciar las pesquisas para dar con el paradero de sus viejos
amigos
. Era como una necesidad básica, un deseo acuciante que le abrasaba, y cuando pensaba en ellos, su cuerpo se convulsionaba. Los rasgos primitivos del moro, en particular, se le aparecían con enervante persistencia: burlones, altivos, insolentes. Recordaba haberle tirado toda una calle encima y, sobre todo, recordaba su ignominioso engaño cuando creía que ya los tenía. De no haber sido por él, habría podido darles caza, y habría cumplido su misión; su estratagema desleal y traicionera le había separado de su merecido descanso.
Y lo pagaría.
Vaya si lo pagaría.
Hundiría los dedos en sus ojos, le mordería el cuello y derramaría su sangre, arrancaría su impío corazón de su pecho y lo arrojaría a las llamas purificadoras, y luego enterraría su cuerpo para que, cuando Dios le devolviera el hálito de la vida, no pudiera encontrar el camino hacia la superficie.
Pero ahora debía concentrarse, pensar en esa luz que tenía delante. Pensar. Pensar. Cada vez le costaba más trabajo pensar. Era como si la furia ciega que le estaba carcomiendo le nublara el pensamiento. Las imágenes de los impíos danzaban en su cabeza, y sus manos se crispaban sin que fuera consciente de ello. Las piernas se le iban solas, y tuvo que hacer un esfuerzo extra por concentrarse en la luz, y en la tarea que tenía delante.
¿
Qué quieres de mí, Padre? ¿Quieres que los juzgue también a ellos, que los juzgue por ti
?
Inclinó la cabeza como para escuchar mejor en el silencio de la noche, pero Dios no le habló. Pensó entonces en la moto, en la Providencia que le había hecho detenerse justo en aquel lugar, y pensó que si eso no era una señal, entonces nada lo era.
Muy bien, Padre, pensó. El Gran Día ya está aquí, y yo recogeré de tu Reino a todos los que cometen iniquidad y los echaré en el Horno de Fuego; y los justos resplandecerán como el Sol en el Reino de su Padre
...
Entonces salió de la carretera, saltó la mediana sin esfuerzo y empezó a caminar por el suelo de tierra hacia la luz. Y mientras avanzaba entre el polvo, canturreaba para sus adentros.
Se trataba de una caravana, emplazada en mitad de lo que debió ser un sembrado dispuesto para dormir en el invierno. Olía a humo y a rescoldo de ceniza, lo que le hizo suponer que habían mantenido un fuego encendido en algún momento; probablemente al atardecer, antes de que la noche trocara la calidez de las llamas en un reclamo para los muertos.
Cuando estuvo más cerca, descubrió que había dos remolques, dispuestos uno frente al otro. La parte superior de uno de ellos estaba abarrotada de trastos; en su mayoría maletas de distintas formas y tamaños, pero no había ningún centinela a la vista. No le extrañó, porque si había un común denominador en toda aquella basta extensión de terreno era precisamente la ausencia de resucitados.
Los Ejércitos del Señor eran una inestimable ayuda. En el pasado se había servido de ellos innumerables veces para sacar a los vivos fuera de sus escondites. Acechar entre sus filas era su especialidad; se ocultaba tras ellos y los azuzaba contra aquellos que se resistían a someterse al Juicio Final. Y qué prodigioso proceso era aquél... La primera vez que se quedó esperando a que uno de ellos
regresara
después de morir, convertido al fin en uno de los resucitados, sintió una ternura infinita. El hombre estuvo resistiéndose hasta el final, incapaz de comprender que él sólo le traía la redención y la gloria eterna. Cuando consiguió reducirlo, se subió a horcajadas sobre él y apretó su garganta suavemente, ejerciendo una presión constante y paulatina mientras lo miraba con infinito cariño.
Sssssh
, le decía.
Sssssh
; y cuando sus ojos dejaron de brillar con el aliento característico de la vida, detuvo la presión y se dedicó a acariciar sus cabellos grasos y desaliñados durante casi veinte minutos. Sabía que, en ese tiempo, aquel hombre anónimo estaría en presencia de Él, dando cuenta de sus actos en vida, así que esperó pacientemente, velando su cuerpo en aquel momento decisivo, hasta que de repente, las facciones del rostro de aquel pecador temblaron ligeramente.
¡Ya estaba! El júbilo le recorrió como una descarga eléctrica, y sus ojos vertieron lágrimas de emoción por la magia del Misterio divino. Era un proceso tan puro, tan lleno de misericordia y de perdón sin reservas, que se emocionó vivamente, conmovido por aquella evidencia aplastante de que el amor de Dios no conocía límites. Cuando abrió los ojos a su nuevo período de eternidad, vio que éstos ya no reflejaban miedo, ni dudas, ni pecado; eran, por el contrario, de un blanco inmaculado. Y en ese estado de pureza exultante, de comunión por excelencia con el Creador, le besó en la frente y le dio la bienvenida mientras se santiguaba, con una sonrisa enorme dibujada en sus labios finos y resecos. Y se conmovió también cuando los otros, que fueron juzgados como él y antes que él, lo trataron como su igual.
Recordaba que la dicha le había inundado tan por completo, que se sintió más cerca de Dios que nunca. En silencio, agradeció a su Señor que le hubiera encomendado aquella tarea esencial y se prometió que no descansaría hasta haber acabado con todos los que se resistían al Juicio Final.
Animado por aquellos recuerdos, el padre Isidro se acercó a la caravana donde había visto el resplandor. Había ventanas en uno de los laterales; apenas unas láminas de algo que parecía más plástico que cristal y que desdibujaban ligeramente el interior, así que se sirvió de un voluminoso ladrillo de hormigón que empleaban para bloquear las ruedas para asomarse por ella y espiar dentro.
Pero apenas lo hizo, se encontró frente a frente con el rostro de una mujer de mediana edad que, con el pelo enmarañado alrededor de la cara, sorbía el líquido humeante de una taza. Estaba sentada a una pequeña mesa plegable, mirando a través de la ventana con aspecto cansado y distraído. Su única compañía era una lamparita portátil, del tipo que se conecta a la batería del coche para emergencias, como un motor disidente en mitad de la noche.
Apenas vio al padre Isidro asomarse por el marco, su rostro se transmutó en una máscara de terror y soltó un alarido agudo y estridente. La taza fue a parar al suelo, donde se deshizo en mil pequeños pedazos. El café que contenía se desparramó por todas partes, manchando de un líquido oscuro los muebles de la caravana.
El padre Isidro se agazapó al instante, tan sorprendido como ella. La lengua se contrajo involuntariamente, quedando retorcida e inmóvil en la parte posterior de la boca. Rápidamente, se lanzó bajo la caravana y se ocultó allí, protegido por la oscuridad, que allí era absoluta.
—¡Martha! —gritó alguien.
El grito se convirtió en un sollozo desconsolado que bordeaba la histeria.
—Martha, ¿qué ha pasado?
—U... ¡Un muerto! —bramó Martha, con la voz rota.
—¿Dónde? —preguntó la voz masculina.
—E... ¡En la puta ventana! ¡Joder, está ahí mismo!
El padre Isidro escuchó pasos desplazándose por el suelo del piso que tenía encima. Sonaba a madera, crujiendo bajo los pasos.
—No veo nada....
—¡Te digo que hay uno! ¡Lo he visto tan claramente como te veo a ti!
—Está bien... —dijo el hombre, ahora en un tono más bajo—. Vale... ¿seguro que era un
zombi
?
—Si le hubieras visto la cara no me harías esa pregunta.
—De acuerdo... Es que es raro... Piénsalo. Si te hubiera visto, estaría golpeando la ventana. Siempre toman el camino más directo...
Se produjo un momento de silencio.
—Ti... tienes razón.
El padre Isidro descubrió que todo su cuerpo estaba en tensión. Los músculos de su cara se contraían dolorosamente, como si la adrenalina fluyese por sus venas a borbotones. Era la voz; las voces de los
vivos
. Sentía un apremiante deseo de abandonar su escondrijo y lanzarse contra ellos, sin pensar en las consecuencias. Quería arrancar la puerta de cuajo. Quería sentir su sangre caliente en sus manos.
Sacudió la cabeza, intentando serenarse.
—Siento lo de la luz... —dijo Martha— yo...
—No pasa nada, cariño...
—He estado muy nerviosa estos días...
—Lo sé. No pasa nada, de verdad.
—Sólo quiero que vuelva... —dijo en un sollozo.
—Lo sé. Mañana estará aquí, ya lo verás.
Siguieron unos instantes de silencio, y el padre Isidro casi pudo imaginarlos abrazados en el interior del remolque. Estaba seguro de que el hombre había apagado la lámpara (seguramente con un gesto distraído, mientras la abrazaba, como si pudiera verlo), lo que produciría un efecto cueva. Si ahora mirase a través del cristal, estaba seguro de que no vería el interior aunque ellos sí fuesen capaces de verlo a él. Hizo una mueca de disgusto.
—Echaré un vistazo... ¿de acuerdo? —continuó diciendo.
—¡No! Por favor, no... No salgas.
—Pero dices que has visto algo...
—¡No! Tengo... tengo un mal presentimiento. ¡Estoy asustada!
—Vamos, Martha...
Sal, cordero, pensaba el padre, porque yo soy el Buen Pastor. Y te digo que no envió Dios a su Hijo al mundo para condenarlo, sino para que el mundo sea salvo por él, y así hizo conmigo. Sal ahora, y te conduciré al perdón de tus pecados
...
En ese momento escuchó una tercera voz, y detuvo sus pensamientos para concentrarse en escuchar, incluso a través de la bruma blanca y ácida que torcía sus pensamientos.
—¿Ma... mamá?
Era una voz infantil, de una niña pequeña. El padre Isidro se quedó congelado, concentrándose en escuchar.
—Julia, cariño... —musitó el hombre—. Vuelve a la cama.
—¿Qué pasa? ¿Ha vuelto el tito?
—No. No pasa nada... anda, ¡vuelve a la cama!
El padre Isidro escuchó los pasitos de la pequeña recorriendo el suelo del remolque, hasta que éstos desaparecieron.
—Voy a echar un vistazo... —anunció el hombre, después de unos instantes—. Sólo un vistazo, para que nos quedemos todos tranquilos y podamos ir a dormir, ¿vale?
Se escuchó una protesta apagada, y después nada. Tumbado en el suelo de tierra bajo el remolque, el padre Isidro sonrió; parecía que el hombre de la casa iba a abandonar la seguridad del remolque, y la noche le era favorable. Apenas podía ver bien su propia mano cuando la sacudía delante de sus narices, así que a menos que el hombre tuviese una linterna y se agachara expresamente para buscar en el hueco de veinte centímetros en el que se ocultaba, no lo vería.
Pero el hombre, que se llamaba Rober y había trabajado como agente medioambiental para el Servicio de Protección de la Naturaleza de la Guardia Civil, no habría sobrevivido tanto tiempo sin saber esas cosas básicas. Cuando la puerta del remolque se abrió con un pequeño chasquido metálico, y bajó hasta el suelo, no portaba ninguna linterna.
El padre Isidro vio los talones de sus zapatos a apenas a un metro de donde él estaba. Escuchó el rebufo de su respiración, y le pareció escuchar otra cosa: un sonido rítmico y lejano que no pudo identificar.
Rápidamente, se arrastró por el suelo moviendo el cuerpo como si fuera una serpiente. Olía a tierra y a polvo, pero había también otro olor en el aire que lo estaba volviendo loco, indefinido y sutil.
Rober miraba alrededor. El paisaje era llano y se extendía hasta donde alcanzaba la vista, como sabía muy bien. Solía elegir lugares como ése para pasar la noche porque allí era capaz de tener una perspectiva completa; una panorámica de 360 grados, lo que le inspiraba seguridad. Si un grupo de
zombis
decidía acercarse, podría verlos fácilmente, sin lugares que entorpecieran la visión, sin emboscadas. Todas aquellas áreas yermas entre poblaciones estaban, de todas maneras, razonablemente libres de espectros, y era inusual ver más de tres o cuatro en toda una jornada. Incluso entonces, los espectros solían viajar aislados.
Miró a un lado y al otro, con su escopeta en mano, pero allí no había nadie. En realidad, lo había esperado. O temido, porque Martha estaba pasando unos días horribles con todo el asunto de su hermano, y no le sorprendía que estuviera empezando a ver fantasmas. Eso no era bueno; no sobrevivirían si no estaban en plena posesión de sus facultades mentales. Él ya tenía bastante trabajo procurando alimentos, agua y planeando nuevas rutas que tomar, buenos atajos y caminos entre poblaciones en los que aún hubiera recursos que encontrar, como para ocuparse también de Martha y, por ende, de la pequeña.
Estaba decidiendo que su mujer bien podía haber tenido una alucinación cuando, de repente, se descubrió cayendo hacia delante. Se estampó contra el suelo, levantando una nube de polvo y tierra, experimentando una explosión de dolor en la zona de la nariz.
El padre Isidro había cogido su pie y había tirado hacia atrás con una fuerza sorprendente. Ahora salía de su agujero como un chacal, emitiendo un gruñido ronco similar al de un jabalí enfurecido. Rober apenas tuvo tiempo para volverse, con los ojos abiertos de par en par. Para entonces, el padre Isidro se había abalanzado sobre él: una sombra oscura y monstruosa, con la sotana ondeando a su alrededor, extendida como el manto de la mismísima Parca. Instintivamente, levantó los brazos para rechazarlo, y su mano se posó en el hueco donde una vez hubo una mandíbula. Estaba húmedo y blando, y la sensación inmediata fue la de haber metido la mano en la taza de un retrete. Sintió un asco inenarrable, pero aun así
empujó
, intentando apartar aquella amenaza de él. No tuvo éxito, sin embargo. El padre Isidro extendió los brazos y le cogió de ambos lados de la cabeza, luego giró, aplicando tanta fuerza y violencia como pudo.