—Te he estado buscando —dijo Susana mientras se acercaba.
—Tía, he estado pensando —soltó José—. No podemos esperar más, tenemos que volver con esos soldados otra vez y...
—Espera —interrumpió Susana—. Tienes que ver una cosa.
Le llevó hasta un apartado situado a poca distancia, donde había un poyete rodeado por un magnífico parterre. Allí las plantas habían crecido exuberantes, y las hojas eran grandes y de un color verde lozano. Para su sorpresa, Isabel y Moses estaban allí sentados, con una expresión enigmática en el rostro. Él tenía las manos de ella entre las suyas.
—Mira... —dijo Moses al verlo llegar.
Comprobó que no había nadie alrededor y se giró para revelar una especie de manta mugrienta. José pestañeó, sorprendido por aquel ambiente de secretismo. Pensó en decir algo, pero entonces Moses levantó la manta y reveló su contenido.
—Hostia puta —soltó José, con los ojos muy abiertos.
Eran varios fusiles, de los que usa el ejército de tierra, negros, mates y lustrosos como si acabaran de salir de la fábrica. En el paquete iban varios cargadores, apilados con sus bandas de goma.
—¿Qué coño...? —preguntó.
Moses volvió a cubrir los fusiles.
—¿De dónde han salido? —quiso saber José.
Isabel le miró con una sonrisa.
—Nos los ha conseguido un ángel —dijo—. Un ángel muy especial.
Fue el calor, más que el dolor, el que sacó a Dozer del sueño profundo en el que había caído. Pero a pesar de eso, tan pronto empezó a conectar de nuevo con el mundo, todos los músculos de su cuerpo protestaron al unísono, denunciando magulladuras y hematomas en lugares por donde ni sabía que circulara la sangre.
Estaba bañado en sudor. Formaba manchas oscuras en las axilas y en el torso; el cuello estaba cubierto de una película pegajosa y lo mismo ocurría con la cara. La frente le ardía, y el pelo corto tenía un aspecto grasiento y desaseado, pero lo peor era quizá la boca, transmutada en una especie de desierto árido. Abrió los ojos a duras penas, y los rayos del sol, de una intensidad abrumadora, le cegaron por unos segundos. Éstos entraban por el techo del lugar en el que estaba, magnificados por una vidriera polvorienta, y caían sobre él con cruel dureza.
Agachó la cabeza y pestañeó varias veces, intentando adaptarse a la luz. Hasta mover el cuello levantaba oleadas de sensaciones incómodas, como si algún proceso alquímico hubiera convertido sus tendones en un fósil rígido y quebradizo. También descubrió que necesitaba respirar por la boca. Tenía la nariz taponada, y moverla le traía sensaciones hasta tal punto dolorosas que pensó que, probablemente, estaba anegada en un rastro de sangre seca.
Y había todavía otra cosa: al intentar mover los brazos, descubrió que sólo obtenía un tintineo metálico: estaban trabados a la altura de las muñecas. Tenía ambas manos atadas a la espalda, alrededor de una especie de poste sobre el que se apoyaba. Tenía las piernas extendidas ante sí, completamente estiradas.
Y de pronto, al ser consciente de su encarcelamiento, su cerebro arrancó con un
clic
casi audible. Un torrente de imágenes le inundó, ofreciéndole los últimos momentos vividos antes de perder la conciencia, antes de acabar en aquel lugar. Se recordó colgando de su jaula de cuerda trenzada y cables de acero, y en esas imágenes vio a Marcus
el Zombi
saliendo despedido con una contundencia demoledora. Vio su suéter de un verde sucio manchado de sangre, y casi pudo volver a rememorar, con todo el registro completo de inflexiones, a aquel tipo mexicano. Recordaba la luz mortecina que bañaba todas las cosas gracias a los faros de algún vehículo... y entonces... ¿qué pasó entonces?
Mientras repasaba ceñudo aquellas escenas pero sin conseguir traspasar ese momento clave, sus ojos empezaron a ofrecerle un poco más de información. Comenzó a pasear la mirada por su entorno, sintiéndose más y más inquieto. Parecía una especie de nave industrial, diáfana y espaciosa, llena de estanterías que se alzaban prácticamente hasta el techo. Vio baterías de coche, latas de combustible y de aceite, algunos gatos, una esmerilladora, cajas de tornillos, un torno, una pila de llantas con sus embellecedores horriblemente deformados, y bastantes otras cosas, todas relacionadas con el mundo de la mecánica. En el suelo vio una grúa de pluma hidráulica de la que pendía un motor renegrido y desvencijado, una prensa hidráulica y una rectificadora tan vieja y rematada con clavos que parecía una joya del retrofuturismo, algo fabricado con tecnología del siglo xix o sacada directamente de la mente de Julio Verne. Conocía bien todas aquellas cosas porque estuvo seis meses trabajando en un taller mecánico antes de que la vida le llevara por otros derroteros, cuando tenía dieciocho años, y efectivamente, todo el lugar olía a aceite de motor caliente y a gasolina. Eran olores que no se olvidan.
Pero además de toda aquella cacharrería había otras cosas que parecían fuera de lugar en aquel sitio. Junto a la pared de uralita había varios maniquíes que exhibían sus desnudeces sin ninguna pudicia. Uno de ellos llevaba una sofisticada pamela, aunque tenía un aspecto demasiado polvoriento y apagado para resultar remotamente estético. Tenía, además, un pecho quemado, y el plástico se había derretido dándole un aspecto de sebo. Al lado había un cartel donde los azules destacaban sobre el resto por la acción del sol. Mostraba a una chica que intentaba parecer seductora en un sofá lleno de globos, y debajo las palabras: «PENÉLOPE Y LOS KLEENEX EN CONCIERTO, GRANADA». Debajo, escrito con caracteres involuntariamente infantiles, se leía: «Sos mi mejor amiga, te llamas Pamela y toda la noche soplas la vela».
A su derecha, con varias toneladas de peso, la Joya de la Corona, una aberración contrahecha de un tamaño formidable descansaba sobre cuatro ruedas varios enteros por encima de la medida recomendada para un vehículo de esa clase; un híbrido entre un Grand Cherokee y otros turismos con la palabra «ROÑA» escrita en la puerta del conductor. Tenía el aspecto de haber pasado por un túnel de fuego y haber salido con toda la pintura desabrigada, formando calvas negruzcas que con el tiempo se habían oxidado. Si alguna vez había visto un coche feo, era aquél.
Intentó girar la cabeza para ver qué tenía detrás, pero descubrió que no podía ver gran cosa. Estaba atado a una viga que hacía las veces de pilar de sujeción y que se elevaba hasta el techo. Pero aun así, creyó atisbar algo con la visión periférica que le recordaba vagamente a una figura humana. Si se trataba de eso, era alguien que descansaba en el suelo, como él.
—¿Hola? —llamó.
Pasaron un par de segundos de inquietante silencio. El sonido del viento escabulléndose por un cristal roto era el único que parecía llenar la habitación.
—¿Hola? —dijo una voz al fin.
Dozer contuvo la respiración, pero la voz sonaba lastimera y apagada, casi balbuceante.
—¡Eh!, ¿quién está ahí? —preguntó.
—¿Quién...? —dijo la voz—. No lo sé, tío... no sé de qué va esto...
—Escucha... ¿puedes verme?, ¿me ves?
—S-sí.
—Vale. Estoy atado, ¿ves?... ¿Estás atado tú también?
—Sí...
—De acuerdo... —asintió Dozer, incapaz de determinar si la noticia le aliviaba o le preocupaba más. Lo había esperado, de alguna forma; el hecho de que fuera otro prisionero coincidía con su tono de voz quejumbroso y vencido—. ¿Hay alguien más ahí atrás, contigo?
—Sí. Mi amigo Javier... pero sigue inconsciente. Tiene sangre en la nariz, tío, y le cae también por las orejas...
—Vale... no te preocupes... ¿sabes quién nos ha atado?
—Sí. Pero le cae sangre por las orejas... Eso... eso no puede ser bueno...
—¿Tu amigo respira? —preguntó Dozer.
Hubo otro momento de silencio. Fuera de la nave, el viento empujó torpemente un cubo de pintura vacío. Rodó varias veces sobre sí mismo antes de quedar encasquillado contra una piedra.
—Sí...
—Se pondrá bien, ya verás —exclamó Dozer, visiblemente interesado en retomar la conversación hacia donde pudiera extraer más información. Sentía que el tiempo corría en su contra—. ¿Quién nos ha hecho esto?
—Unos... unos tipos. Gente muy rara, tío... si hubieras visto lo que llevaban arrastrando en el coche...
Dozer miró a su derecha, donde el
Roña Muñinator
descansaba sobre sus exacerbadas ruedas. Pero no había ya nada colgando de su parte de atrás, como tampoco la había de ningún otro sitio; la siniestra cola de novia había desaparecido.
—¿Cuántos eran? —preguntó.
—Eran... eran dos cuando nos cogieron —contestó la voz—, pero aquí hay más gente. Los he escuchado antes. Están preparando algo chungo, tío. Algo muy chungo.
A Dozer le pareció que sollozaba, aunque veladamente.
—¿Qué has escuchado?, ¿qué han dicho?
—Se han ido a preparar un juego. Nos dejaron aquí y se fueron a preparar «el juego». Así es como lo dijeron. Y tío, estoy... estoy acojonado.
Dozer frunció el ceño, intentando descifrar qué podía suponer el significado de «juego» para gente que cazaba personas. Dicen que la imaginación siempre es peor, y la de Dozer había sido cuidadosamente aderezada por un sinfín de películas donde las situaciones más abyectas se producían, precisamente, en lugares como aquél, con gente atada a vigas y un fuerte olor a aceite de motor impregnándolo todo. En todas esas escenas, que se solapaban ahora en su cabeza como un tropel aberrante y enloquecedor, las personas atadas solían acabar de las formas más terribles que se pudieran concebir, no sin antes atravesar un periplo de dolor descarnado e indescriptible. Intentó apartar ese mosaico de imágenes tan pronto empezaron a formarse, pero lo consiguió a duras penas; quedaron flotando en los lindes de su conciencia, como telarañas cargadas de un aborrecible veneno.
Y en ese momento, cuando estaba a punto de añadir algo, escuchó el ruido inconfundible de una puerta corriendo sobre sus rieles.
Su cuerpo reaccionó como lo hubiera hecho un ratón sorprendido en una esquina de la habitación, atrapado contra dos paredes y sin posibilidad de escapar. Empezó a temblar con movimientos nerviosos e incontrolables, y sus músculos se tensaron dolorosamente. El sonido de unos pasos llenó entonces el espacio abierto de la nave; pasos blandos sobre la tierra que cubría el suelo albarizo y que se hacían más y más cercanos a cada golpe de suela.
Por fin, un hombre grande vestido con una camiseta de tirantes irrumpió en la estancia, apareciendo tras la esquina del marco que dividía las dos cámaras. Llevaba el pelo largo apretado contra el cráneo, recogido en una coleta que brincaba a su espalda. Tan pronto descubrió la mirada de Dozer, dio un salto en el aire que pretendía ser cómico.
—¡Hey, chingón! ¡Ya despertaste, qué bueno!
Avanzó hacia él, ajustándose el pantalón con unas manos llenas de algo que parecía grasa.
—¡Y el chalán aquel también!
El mexicano pasó por su lado sin mirarle y desapareció a su espalda. Una vez más, Dozer intentó volver la cabeza, doblando el cuerpo todo lo que daba de sí maniatado, pero sin conseguir ver nada.
—Por favor... —suplicó la voz, rota.
—Ay, por favor... —se burló el mexicano—. Yo ya soy chucha
cuerera
con los
porfavores
, así que ya deje la chamba, pinche, que vamos al jueguito, ¿eh?
—¿Qué... qué juego?
—¿No juegan acá en
gachupinlandia
? —exclamó riendo—. ¡Pues me vale madres!
Entonces empezó a llamar a voces.
—¡Manuel! ¡Manuel! —Mientras gritaba, Dozer seguía sacudiendo las manos, intentando desasirse pero sin ningún éxito—. ¡MANUEL! Este pinche puto... ¡ÓRALE, VEN A AYUDAR CON LA PERRADA!
Y de improviso, otro hombre apareció por el marco de la puerta. Se había acercado sin hacer ruido alguno. Esa capacidad para desplazarse de forma tan sigilosa, casi etérea, sumada a su aspecto lúgubre y sus ojos oscuros como pozos de brea, le dieron la apariencia de un ser fantasmal. Dozer se llevó un pequeño sobresalto. Se desplazaba como si no tuviera peso, ingrávido, y en poco tiempo desapareció a su espalda.
—Mira este culero... ya se nos está despertando —dijo el mexicano.
Escuchó toses; Javier, el amigo de la voz desconocida, estaba despertando.
—
Pos
qué
magazo
... ni que mis huevos, nos cogemos a éste primero. ¡Levántale, dale!
—¡No! —decía la voz—. De... dejadle, ¡por favor!
Incapaz de ver lo que ocurría a su espalda, Dozer concentraba todos sus sentidos en escuchar, manteniendo la mirada perdida en el póster de Penélope. Los sonidos dibujaban escenas en su mente, como cuando, junto con el carraspeo grave de unas toses, le llegó el tintineo de unas cadenas. Estaban liberando a aquel hombre.
Coger
, dijo una inesperada voz en su cabeza,
ha dicho coger, pero coger es otra cosa en Latinoamérica
.
Una gota de sudor resbaló por el puente de la nariz y cayó inadvertidamente sobre el suelo de tierra batida.
Es follar. Coger es follar. Se lo van a follar.
—¡
Tíiiiiraaaleeee Maaanuéeeee
!
Pasaron a su lado, arrastrando a aquel infeliz. Le llevaban en volandas, cogido por las axilas. Las piernas le arrastraban, y la puntera de las botas iba dejando un pequeño surco en el suelo. La cabeza, lacia, colgaba como un fardo. Dozer apretó los dientes mientras cruzaban la nave. Quería gritarles, quería decirles que no podían hacer eso, que les soltaran, que tenía acuciantes asuntos que resolver, pero se contuvo. Sabía que no conseguiría más que otro golpe, uno fuerte, quizá tan fuerte como para dejarle fuera de juego otra vez.
Cuando dejó de escuchar el sonido de las botas contra el suelo, siseante como la advertencia de una serpiente, empezó a sentirse ligeramente mareado. Había vivido bastantes situaciones complicadas en los últimos meses, pero todas tenían a los
zombis
como denominador común. Los
zombis
eran previsibles. Uno sabía qué se podía esperar de ellos y qué no. Con el tiempo había aprendido a no subestimarlos, a tenerles el respeto que se merecían, porque se
activaban
con la excitación y podían lanzarse sobre uno justo cuando parecía que estaban limitados a sus movimientos, pero allí se fraguaba una amenaza mucho peor; enfrentarse a la crueldad del hombre. Incluso cuando se enfrentaba a situaciones de vida o muerte con los
caminantes
, sabía que, en caso de sucumbir, todo se decidiría en pocos segundos. Ahora, invocaba otras variables: el dolor, por ejemplo. Dolor prolongado, sin poder morir. Las palabras se formaban en su cabeza con caracteres llameantes de un rojo intenso: Tortura. El Juego. Dolor.