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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

Hades Nebula (35 page)

—¡Tira, no te pares ahora, sigue tirando!

CRAAAAAAANK
.

Dozer miraba a uno y otro lado mientras la reja se enrollaba en sus rieles, haciendo caer una nube de polvo blancuzco sobre su cabeza.

CRAAAAAAANK
.

—¡Un poco más! —dijo Víctor.

Pero Dozer sentía el peligro en el aire. Lo percibía con la misma claridad que un gallo percibe los primeros rayos del sol.

—¡No hay tiempo! ¡Adentro, adentro!

Se agacharon para escabullirse por el hueco que habían dejado y se encontraron de bruces con el
Roña
Muñinator
, que esperaba en el mismo sitio donde lo había visto la primera vez. Visto desde atrás era aún peor: encima del mecanismo de polea que alguien había montado fundiendo las placas de agarre a la carrocería, había un cráneo de un toro, cuidadosamente emplazado en su sitio. La fila de dientes parecía sonreírles con terca animadversión.

Ahora por favor, por favor, mamá, Uri, quien sea, por favor, el último favor... haced que las llaves estén puestas. Por favor, que estén puestas
...

Subieron a la cabina de un salto (Víctor en el asiento del copiloto) y Dozer no se atrevió a mirar la toma del contacto. En lugar de eso cerró los ojos, tragó saliva y tanteó con mano temblorosa. Fueron unos segundos eternos mientras la mano buscaba en el aire, indecisa, como si estuviera internándose en la madriguera de una serpiente. Pero por fin, el tacto ligeramente frío y metálico de un manojo de llaves recayó sobre su palma abierta.

—¡SÍ! —gritó, inundado de una súbita alegría. Una lágrima resbaló por su mejilla, dejando un surco de piel limpia.

—¡Arráncalo! —le pedía Víctor, mientras miraba atrás, esperando quizá ver a Malacara aparecer bajo la reja con la escopeta en la mano y esa mirada neutra y fría que conocía tan bien.

Pero Malacara no apareció, ni ninguno de los otros. Dozer giró la llave del contacto y el
Roña
despertó a un infierno de pistones y cilindros que se ponían en marcha con un estrépito inenarrable. El motor se sacudió con una fuerza demoledora, haciendo vibrar toda la cabina. Víctor no pudo evitar dejar escapar una exclamación de sorpresa.

—¡Por Dios santo!

Dozer metió la primera y pisó el acelerador, impulsando el engendro metálico hacia delante. Calculó mal la exacerbada potencia de la máquina y el
Roña
se precipitó hacia delante, partiendo en dos una de las estanterías. Una lluvia de embellecedores, llantas y baterías cayó sobre el capó, produciendo un estrépito ensordecedor.

—¡Qué hijo de puta! —soltó Dozer.

Por fin, maniobró como pudo para sortear la viga central (la misma a la que había estado atado hasta hacía poco rato) y dirigió el morro hacia la puerta de entrada. Estaba todavía a medio subir, pero si aquella máquina infame no era capaz de arremeter contra ella, nada lo haría.

Apretó el acelerador a fondo y embistió.

—¡NOOOO! —chillaba Muñeco mientras corría hacia la entrada del garaje. Estaba escuchando la poderosa batería de motores del
Roña
volver a la vida con su acostumbrada fanfarria, un sonido potente y atroz a un mismo tiempo—. ¡MI
ROÑA
NOO!

—¡MUÑECO! —gritó Malacara a su espalda, adivinando lo que iba a pasar a continuación.

Pero era demasiado tarde. Muñeco amaba aquella máquina más que a ninguna otra cosa en el mundo, y la posibilidad de perderla le cegaba. La había construido diligentemente durante los últimos dos meses, utilizando todos los conocimientos de mecánica que estaban a su alcance, y un poco más. En Tepito le llamaban el Rey, pero con la mecánica del
Roña
se había erigido en Dios.

Se plantó delante de la reja, con los brazos extendidos, como si pudiera vetar de alguna forma la salida del vehículo.

Y entonces la reja saltó por los aires, como la cola prensil de una serpiente pitón. Sus rodamientos le golpearon en la cara con una fuerza brutal y la cabeza se separó de su cuello, saliendo despedida a una velocidad endiablada. Un borbotón de sangre se elevó en el aire como el agua de una fuente. Casi al instante, el todoterreno emergió del garaje como una bestia que surge de su cueva, presta para despedazar. El
Roña
pasó por encima del cuerpo del mexicano, que crujió como un saco de piñas bajo una prensa y se perdió bajo las ruedas, donde se enredó en formas imposibles. La sangre salió despedida en todas direcciones. Una vez más, Frankenstein había asesinado a su creador.

Malacara vio cómo el
Roña
caía otra vez sobre el suelo y se alejaba, derrapando salvajemente mientras intentaba recobrar el control envuelto en una nube de polvo.

Mucho tiempo después, cuando se le encontraba con un par de cervezas de más en el cuerpo, Malacara podía jurar, poniendo la mano sobre las Sagradas Escrituras, que la cabeza cercenada de Muñeco, ya en el suelo, seguía la trayectoria de su
Roña
a medida que se perdía de vista.

Y lo que era todavía más raro, que de sus ojos brillantes de impotencia brotaban lágrimas.

19. DARRO ROJO

Aunque lo mantenían todo lo abrigado que podían, Jukkar seguía teniendo la piel fría y pegajosa, y continuaba sin recuperar el conocimiento. Sombra, que no se había separado de su lado en las últimas tres, quizá cuatro horas, esperaba que en algún momento susurrara algunas palabras, quizá entre sueños, quizá en finlandés, aunque fueran producto del delirio, pero ni eso sucedió. Estaba tan lívido que parecía un muerto, y a Sombra no le faltaron oportunidades para temer, mientras lo observaba durante interminables minutos, que podría volver a abrir los ojos en cualquier momento. No serían, sin embargo, sus viejos ojos cansados, sino una mirada vacua y desprovista de iris. La mirada del horror de los muertos vivientes.

Pero sin proponérselo, Jukkar había obrado un importante cambio entre los prisioneros de la Alhambra; desde la gravedad de su situación y debatiéndose entre la vida y la muerte, había hecho más por la integración del grupo de Carranque de lo que hubiera sido capaz el mismísimo Juan Aranda. Supervivientes que hasta entonces habían sido sombras anónimas atormentadas en sus apartados, sumidos en sus miserias, se acercaban a cada rato a interesarse por su estado de salud. Sombra agradecía esos primeros y tímidos acercamientos, y también Moses, Isabel y el resto. Algunos se presentaban, hablando trémulamente, con apenas un hilo de voz en sus cuerpos cansados. Se interesaban por saber cómo estaba la situación
ahí fuera
y les pedían que les contaran cosas sobre esa comunidad de la que se hablaba ya por todas partes. Ese lugar donde ellos mismos dirigían sus propios destinos. «Hemos tenido muy mala suerte», comentaban unos; «Ojalá aquí hubiéramos hecho lo mismo», decían otros.

En un momento dado, un anciano que se apoyaba en una rudimentaria garrota se acercó a Sombra y lo miró con severidad. Llevaba un buen rato observando al finlandés con una expresión solemne en el rostro.

—No le des agua, joven —le dijo.

—¿No? —preguntó Sombra. Se le había ocurrido poner un trapo húmedo cerca de los labios del finlandés con la esperanza de conseguir hacerle beber un poco.

—No. Podría atragantarse, si está en estado de
shock
, y no te darías ni cuenta —explicó.

—Ah... —contestó Sombra—. Le humedeceré los labios...

—Eso no le hará mal.

Sombra asintió.

En ese momento, Susana llegaba de la calle. Acababa de enseñarle a José el producto de su pequeña sustracción y quería saber algo más del estado de Jukkar.

—Hola —saludó—, ¿cómo sigue?

—La verdad, igual —dijo Sombra.

—Le vendría bien algo de dopamina —dijo el anciano.

Susana le miró intrigada.

—¿Dopamina? —preguntó.

—Dopamina, sí. Puede incrementar la presión arterial.

—¿Es usted médico? —preguntó Susana.

—No exactamente, señora. Pero tengo ya setenta y siete años... y en ese tiempo he visto y he hecho de todo. De todas maneras,
coniecturalem artem esse medicinam
.

Susana asintió despacio. No hablaba ni entendía latín, pero no tenía ganas de ser aleccionada en lenguas muertas en ese momento. Lo miró unos segundos, con tanto disimulo como le fue posible, y vio a un hombre alto, de buena hechura y que se mantenía tan erguido como un militar de alto rango, aunque usase un improvisado y desgastado bastón para ayudarse. Sus facciones proporcionadas, aderezadas con un aristocrático bigote blanco, le daban un aire distinguido. Aunque ahora unas marcadas bolsas delimitaban sus ojos, Susana pudo imaginárselo con el bigote bien perfilado y quizá un par de kilos rellenando las mejillas exangües, y se dijo que, en sus tiempos, debió haber conquistado más de un corazón, y más de dos.

—¿Para qué es la dopamina? —preguntó entonces.

—Se usa para subir la presión arterial. No sé cuánta sangre ha perdido este hombre, pero diría que le vendría bien una transfusión, para empezar.

—Transfusiones caseras... —dijo Sombra, poniendo los ojos en blanco.

—Es lo que yo haría —contestó el anciano con sencillez—. Supongo que nadie ha mirado si en su cartera lleva algún papel con su grupo sanguíneo...

—Un momento... —pidió Susana—. ¿Podemos hacer eso?, ¿una transfusión?

—En realidad, no —contestó el anciano—. Demasiado arriesgado. En las emergencias se suelen pasar por alto las medidas prudenciales, pero aquí la gente no cuenta ya con una salud de hierro, y eso sin tener en cuenta otros factores. Podría subirle la fiebre, lo que sería muy malo. Podría ser alérgico. Podría ser hemofílico, y entonces tendríamos un verdadero problema. Hemorragias internas y cosas así. Así que apostaría por la dopamina. Conseguiríamos que ese corazón suyo bombeara suficiente sangre al cuerpo, a la velocidad que necesitamos. Ayudaría a compensar las cosas. Probablemente abandonaría el
shock
en el que ha entrado.

—Dopamina... —repitió Susana, intentando memorizar la palabra.

—Ajá. También servirían la epinefrina, dobutamina o norepifrina. Si las tuviésemos, claro.

—¿Qué otras cosas le vendrían bien al finlandés? —preguntó Susana rápidamente.

—Antibióticos —contestó el anciano rápidamente—. Son esenciales para esterilizar el tejido contaminado y el que ya está muerto. Con eso pararíamos la infección.

—¿Antibióticos comunes?

—Ajá.

—Todas esas cosas que se encuentran en farmacias comunes, supongo... —dijo Susana.

—Oh, sí... Aunque, dadas las circunstancias, diría que eso es como decir que se encuentran en la ladera de un volcán en la isla de Haití.

Susana asintió.

—Y sin esas cosas... —dijo, dejando la frase en suspenso.

El anciano volvió la cabeza para mirar a Jukkar, con ojos evaluadores. Movió la boca como si estuviera intentando deshacerse del hueso de una aceituna y, por fin, negó suavemente con la cabeza.

—Muchas gracias... —dijo Susana.

—Ha sido un placer —contestó el anciano, inclinando cortésmente la cabeza.

Susana fijó sus ojos en Jukkar. En los últimos días apenas había intercambiado un par de frases con él, y por lo que había entendido en las presurosas conversaciones que tuvieron lugar en Carranque antes de que llegaran los helicópteros, el finlandés era una especie de científico o un médico especialista de alguna clase. Algo relacionado con virus, probablemente con ese virus que flotaba allí mismo, invisible, en el aire. Sabía también que Aranda había pasado ciertas penurias para buscarlo y rescatarlo. Ni siquiera recordaba bien su nombre (algún nombre extranjero, difícil de memorizar y difícil de pronunciar) y demasiado bien sabía que lo que estaba a punto de hacer pondría en peligro no sólo su vida, sino también la de José, de una manera tal que probablemente no tenía parangón con nada que hubieran hecho anteriormente. No sin Dozer. No sin Uriguen. Pero aun así, estaba absolutamente determinada a hacerlo. No hubiera podido decir por qué; lo miraba, y el finlandés no le transmitía ningún sentimiento. Había visto demasiado como para sentirse conmovida. Quizá sólo lo hacía porque era lo
correcto
, y hacer lo
correcto
era una de las pocas cosas que le quedaban, una de esas cosas que te hacen recordar qué significa ser humano. O quizá iba a hacerlo porque no podía quedarse cruzada de brazos mientras la muerte se apoderaba de su cuerpo encamado, lenta pero segura. Y pensando ahora en esa fascinante y misteriosa niña que parecía tener poderes que a ella se le escapaban, quizá sólo representaba un pequeño papel en la Gran Comedia de la Vida, y quizá su trayectoria la había conducido deliberadamente a ese punto para aportar su pequeño eslabón a la cadena; ayudar a aquel especialista en pandemias, ayudarlo a vivir. Pero fuera como fuese, su determinación era férrea, y a medida que se acercaba el momento de partir, la sensación de estar en el sitio y lugar adecuados se acentuaba. Y eso le bastaba.

Así que no añadió nada más. Se despidió de Sombra con una pequeña sonrisa y se alejó para buscar a Abraham. Quería saber dónde podía encontrar la farmacia más cercana. Quería, en suma, hacer lo que había que hacer.

José se masajeaba la cara con la palma de las manos. Era un gesto que le traía recuerdos; solía necesitar hacerlo para quedarse dormido cuando era pequeño, emulando sin saberlo las caricias que su madre le prodigaba. Ahora sólo sabía que el tacto era cálido y agradable, y que le ayudaba a no pensar demasiado en todo lo que se le había venido encima.

Por fin, retiró las manos y dejó que el aire frío de la noche granadina le recorriera la piel.

—Entonces... —empezó a decir—, la niña ve cosas.

—Yo no lo entiendo más que tú —dijo Isabel—, pero creo que es cierto. Sabía con sorprendente exactitud dónde estaban las armas, en un lugar donde nadie hubiera imaginado que las habría, y sospecho que eso es lo que pensaron los militares, porque... ¿sabes lo que encontramos cuando Susana saltó hasta la ventana y se introdujo en la habitación?

—Ya me lo has contado. Un arsenal.

—Sí. La puerta estaba cerrada por fuera. Creo que al otro lado de la puerta debía de haber un soldado, o dos. Ni en un millón de años hubieran pensado que alguien hubiera podido entrar por aquella ventana. Pero lo más sorprendente es... ¿cómo pudo saber esa niña lo que había allí? Visto por fuera, ¡era una iglesia en apariencia encantadora!

—¿Encantadora, cariño? —rió Moses—. Me fascina tu perspectiva de las cosas. Mente positiva, incluso en lugares donde cualquier otro habría visto demonios detrás de cada sombra.

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