Pero en ese momento, José saltaba también sobre la bola de piedra. Cayó encima de los
zombis
que estaban ya prácticamente sobre Susana, derribándolos contra el suelo. Susana reaccionó rápidamente, lanzando una lluvia de proyectiles contra los espectros que ocupaban la segunda fila. Los cuerpos se sacudieron, acribillados por las ráfagas, y aunque fue una salva a la desesperada, cumplió su propósito, haciéndolos retroceder unos segundos.
Era justo el tiempo que José necesitaba para ponerse en pie de un salto.
Tan pronto se hubo recuperado, salieron corriendo hacia la izquierda, siguiendo el trazado circular de la acera. Allí el número de
zombis
se había reducido completamente, ya que todos los que habían estado vagabundeando por esa zona se habían lanzado contra la estrecha calle que habían venido recorriendo. Eso les permitió avanzar un buen trecho en poco tiempo, dando zancadas tan grandes como les era posible.
José recordaba haber estado en esa plaza varias docenas de veces, cuando él era más joven y los tiempos más amables, pero nunca pensó que correría por su vida en esos mismos lugares. A decir verdad, mientras avanzaban tuvo la sensación de que progresaba por un escenario con cierto tinte teatral, en parte por el aspecto irreal y sorprendentemente luminoso que le confería la luna.
De pronto, Susana se detuvo, tan bruscamente que José estuvo a punto de llevársela por delante. Miraba alrededor, como buscando algo.
—¡¿Dónde está?! —exclamó.
—Por Dios... ¿el qué? —preguntó José.
Los muertos avanzaban a cierta distancia, como muñecos de cuerda a los que les fallaran gran parte de los engranajes.
—¡La farmacia! ¡No veo la farmacia!
José dio un respingo. Había estado tan ocupado en sobrevivir que se le había olvidado el verdadero motivo por el que habían iniciado esa campaña ridículamente suicida. Miró alrededor, buscando en las fachadas de los edificios. Un local anunciaba MINI-MARKET TELEPHONE, y al lado, un desvencijado toldo con una tipografía casi ininteligible decía: ARTESANÍA EL SUSPIRO. Pero Susana estaba en lo cierto, no se veía ninguna farmacia por lado alguno.
¿
Y si no hay ninguna farmacia?, ¿y si el viejo Abraham se equivocaba? «Preguntemos a los otros», dijo, pero no... nosotros elegimos mantenerlo en secreto. ¡Hurra por el Escuadrón de la Muerte! Como que el ruido de los disparos y los gritos no se habrán oído arriba, en la Alhambra. Apuesto a que cuando regresemos, habrá un montón de soldados queriendo saber de dónde sacamos las armas. ¿Qué crees que harán con las medicinas entonces, si es que conseguimos encontrar alguna
?
Susana chasqueó la lengua. No podían esperar más, porque una caterva de espectros avanzaba a la carrera por mitad de la calle.
—¡Susi! —chilló José.
—¡Quizá más adelante! —contestó Susana.
Corrieron por la acera, sorteando a los
zombis
cuando éstos se interponían en su camino. Ahora se alegraban de haberlos frenado en el embudo de la Carrera del Darro, porque su número no era tan elevado; para cuando éstos los detectaban y se volvían con ojos enardecidos, ellos ya habían pasado zumbando a su lado. Mientras progresaban, la crudeza de viejos escenarios de terror no se les pasó por alto: un taxi volcado sobre su costado, un kiosco de prensa que había sido arrancado de sus cimientos por una furgoneta de los equipos especiales de la Policía Nacional (y que se había incrustado, varios metros más allá, en el escaparate del Café Lisboa), cadáveres y montones de basura desperdigados por todas partes, desde ropa hasta maletas. Pero intentaban concentrarse en repasar los locales a pie de calle: ARTESANÍA RODRÍGUEZ, decía un toldo, MUNIRA PIEL —
LEATHER
, anunciaba la marquesina del negocio que le seguía. Pero cuando llegaron al final de la plaza, el proverbial y conocido símbolo de la cruz no había hecho acto de presencia.
—Dios... —soltó Susana, jadeante. Su cabeza giraba en una y otra dirección, como una veleta sacudida por un vendaval.
—No puede ser verdad... —dijo José, desalentado.
Levantó el fusil y se preparó para recibir a los espectros que avanzaban desde todos lados. Uno de los portales parecía una puerta dimensional al mismísimo infierno, a juzgar por el número de muertos vivientes que estaba lanzando a la calle. Y la horda, heredera del conflicto en el canal, ganaba terreno a cada segundo, bajando por la misma calle por donde habían venido.
—¡Susi!, ¿cómo volveremos? —preguntó.
Pero cuando se volvió para mirarla, Susana había saltado al capó de un viejo Renault y se había encaramado a su techo; el aluminio se hundió visiblemente bajo el peso de las botas. Parecía otear en la distancia, calle abajo, intentando vislumbrar algo a través de las tinieblas que velaban la escena.
—¡Allí! —gritó entonces—. ¡Allí está!
José no lo veía: estaba demasiado oscuro a esa distancia, y la sombra de los edificios era pronunciada más allá de la plaza. Para Susana, en cambio, la visión del símbolo de la cruz, constituida en marquesina volante, era casi una señal divina. No había electricidad que le devolviese ya su viejo resplandor verde y cálido, pero por un brevísimo segundo, Susana hubiera jurado que la cruz había parpadeado fugazmente, como si le brindara un guiño en mitad de todo aquel caos.
—¿Dónde? —gritó José—. ¡Ve delante, te sigo!
Ahora no le quedaba más remedio que volver a disparar. Lo había estado evitando, porque sabía que los disparos en ese lado volverían a atraer la atención de los espectros en las calles adyacentes. A poco que se entretuvieran, volverían a tener encima una miríada de
caminantes
, y esta vez desde casi todos los ángulos.
El fusil vomitó proyectiles de nuevo: dos, cuatro y hasta ocho disparos en pocos segundos, y los
zombis
empezaron a caer al suelo; las cabezas se desgajaban como melones maduros, espurreando sangre en finísimas nubes. El sonido era aberrante, y José descubrió que le transportaba a mundos de repulsión inexplorados.
Por fin, reculó un par de pasos y empezó a correr detrás de Susana.
Resultó que la farmacia estaba a sólo treinta metros de donde se habían detenido. La mala noticia se hizo evidente tan pronto llegaron junto a ella: la persiana metálica del establecimiento estaba echada y asegurada con una cerradura de suelo. José se quedó mirando la pequeña caja metálica con un gesto estúpido. Sin decir nada, sacudió la cabeza y buscó los ojos de Susana, como si esperase que ella fuese a esbozar una sonrisa de suficiencia, guiñarle un ojo y sacar una llave de algún bolsillo mágico. Pero su compañera estaba tan perpleja como él.
—¿Susi? —preguntó José, indeciso.
Susana descargó su puño contra la reja, que se sacudió con un ruido trepidante. Los muertos estaban ya a muy pocos metros, y José, confuso, se volvió para controlar que no les sorprendieran. A veces, los
zombis
parecían avanzar a una velocidad determinada, constante, describiendo bandazos, como si sus piernas semirrígidas estuvieran bloqueadas por tejidos y articulaciones necróticos; y cuando menos se esperaba, daban una poderosa zancada y los tenías encima. José lo sabía bien, y mientras esperaba que Susana sugiriera algún plan alternativo, se llevó el fusil al hombro y empezó a apuntar a los muertos más cercanos, que avanzaban con los brazos extendidos.
Susana estaba tan furiosa como desconcertada. No podía creer que la idea de que una reja de seguridad estuviese echada no se les hubiese pasado por la cabeza. Recordaba que Dozer solía llevar herramientas como cortafríos, tenazas y otras cosas similares en su mochila, y Uriguen cargaba con un manejable soldador en aquellas incursiones que solían realizar alrededor de Carranque, pero ellos apenas tenían lo puesto.
José empezó a disparar. Ya tenían a los muertos encima.
Espoleada por una rabia cegadora, Susana disparó contra la cerradura. La caja, de latón cromado y arpón de acero, rechazó la bala con bastante entereza, abollándose ligeramente. El proyectil rebotó y salió despedido contra la persiana. Susana abrió mucho los ojos, recuperando el control. Si hubiera rebotado en otra dirección, podría haberle dado a José, o a ella misma...
Entonces se fijó en el agujero que la bala había dejado en la reja: una abertura de unos quince centímetros que se doblaba hacia dentro.
—¡Susana! —gritaba José, desesperado.
Los muertos llegaban ya de todas direcciones, ganando terreno. El fusil desgranaba proyectiles, llenando la calle de relámpagos y truenos que producían ecos explosivos contra las paredes de los edificios. Como no había demasiados vehículos en la calle, cada vez tenía que cubrir un ángulo mayor, viéndose obligado a girar cada vez más rápido.
—¡Susana, por Dios! —gritó de nuevo, retrocediendo hasta que su espalda topó con la persiana metálica de la farmacia.
Pero Susana había visto el cielo abierto con el agujero que la bala perdida había dejado. Sentía las gargantas espantosas emitiendo toda suerte de gruñidos a escasa distancia, pero aun así, apuntó a la reja, en la zona alrededor de la caja de la cerradura, y empezó a descargar el cargador.
José se apartó de forma instintiva, desplazándose lateralmente. Los muertos estaban a tres metros... a dos metros y medio... y el rifle indicaba que el cargador empezaba a vaciarse.
Cuando hubo descargado una veintena de balas, Susana intentó ver el resultado de su desesperada acción. Esperaba que la persiana se hubiera quedado desligada de la cerradura, pero el humo blanco producido por los disparos, a tan poca distancia, le impedía ver.
Un metro...
—¡SUSANA! —bramó José.
Apenas podía ya girar a tiempo para alcanzarlos a todos. Los ojos histéricos de los muertos estaban fijos en él; las bocas se abrían, inmundas y oscuras como pozos sin fondo.
Susana no podía esperar más. A la desesperada, dejó caer el fusil, alargó ambas manos entre el humo cálido y pestilente, como de azufre, y tanteó hasta que sus manos se posaron sobre el asidero.
Más vale que esté roto. Más vale
...
¡Medio metro!
Los sonidos guturales llenaban su cabeza. José no tenía ya ángulo para seguir disparando y empezó a rechazarlos con la culata del rifle, gritando como un poseso.
Y por fin, haciendo un despliegue de fuerza robada de reservas que no creía ya tener, Susana tiró hacia arriba.
La persiana se levantó con un crujido chirriante, amenazador. José soltó todo el aire, comprendiendo lo que acababa de pasar. Sin decir nada, justo cuando parecía que unas manos espantosas iban a agarrarle del chaleco, se las ingenió para doblarse sobre sí mismo y escurrirse por el hueco; apenas medio metro, pero suficiente para escapar al interior. Susana le siguió en el mismo instante.
Rodaron por la oscuridad más absoluta, y respiraron el aire enrarecido y cargado del denso aroma a medicamentos y a humedad. La reja se sacudió con la embestida de los
zombis
y crujió amenazadoramente. Ahora golpeaban la persiana con una violencia desmedida, sobrecogedora, y el tambucho vibró como si fuera a desprenderse. De algún lugar cayeron yeso y trozos de cemento, y los dos compañeros se quedaron petrificados, incapaces de moverse, convencidos de que, en cualquier momento, la persiana podría ceder.
Por fin, el tambucho crujió con una lastimera protesta final y cedió. La persiana se deslizó otra vez hacia abajo, cayendo pesadamente, en ángulo, y se quedó trabada contra los rieles que la conducían. La escasa luz que entraba por el agujero desapareció.
Susana se quedó quieta, intentando recuperarse de la tensión que acababan de vivir. Resoplaba pesadamente y el corazón trabajaba a un ritmo frenético, intentando manejar toda la adrenalina que había liberado. José, por su parte, se tumbó de espaldas, sintiendo el frío del suelo contra la nuca. Era incapaz de levantar los doloridos brazos. Hasta el dedo con el que había estado martilleando el gatillo se le había quedado tenso, señalando acusadoramente hacia algún punto de la pared.
—Por Dios... —dijo a la oscuridad, jadeando.
Lo habían conseguido, sí, pero en su mente empezaba a florecer el germen de una inquietud; una pregunta que flotaba como un espíritu neblinoso: ¿cómo volverían a salir de allí?
Y mientras esa duda horrible se abría paso en su mente, fuera, los muertos llamaban, aporreando la persiana metálica con furibunda persistencia.
El soldado avanzaba por el pasillo a buen paso, con el sonido de sus botas llenando de ecos los techos altos. Cada vez que pasaba junto a un centinela, se ponía tenso y apretaba los músculos, como si temiese que éste fuese a echársele encima, bloquear sus brazos con las rodillas y grabar una sola palabra en su frente utilizando algún tipo de puñal. La palabra, por supuesto, era «TRAUMA».
Pero no ocurrió nada de eso.
Por fin, se encontró junto a la puerta de la oficina personal del teniente Romero. Se tomó unos cuantos segundos para recuperar el aliento y llamó a la puerta con los nudillos. Luego, abrió sin esperar respuesta.
Romero estaba sentado junto a la chimenea, donde unas llamas retorcidas lamían varios troncos de considerable tamaño. Tenía los pies apoyados en una suntuosa mesa, nacarada de distintos colores para formar el damero de un ajedrez, y fumaba en pipa mientras leía un libro.
—¿Qué ocurre? —preguntó, levantando la vista de su lectura.
—Teniente, señor... se escuchan disparos desde la ciudad —contestó el soldado.
Romero se incorporó con rapidez.
—¿Disparos? —preguntó, con el ceño fruncido.
—Sí, señor. Un montón de disparos. No hemos localizado la fuente desde esta posición, pero hay movimiento de hostiles en la Carrera del Darro y en Plaza Nueva. Creemos que hay alguien ahí abajo armando un buen cirio.
—¿Alguien acercándose? —preguntó Romero.
—Es difícil decirlo, señor. He venido a avisarle tan pronto lo hemos detectado.
—Vamos... Llévame —concluyó Romero, dejando el libro y la costosa pipa sobre la mesa.
Mientras caminaban de vuelta por los pasillos, Romero no dijo nada; iba considerando posibilidades, dándole vueltas al hecho que acababan de anunciarle. Sabía perfectamente bien que entre sus hombres germinaba lentamente el cáncer de una revuelta, propiciada por varios motivos. Por un lado, muchos se dejaban convencer porque estaban en desacuerdo con lo que les estaban haciendo a los civiles. Para Romero, no era un acto de crueldad, era más bien una cuestión de prioridades. Tras informar del resultado de las últimas operaciones de búsqueda y rescate en las que el número de efectivos se redujo de ciento treinta a sólo noventa, se le habían proporcionado sólo dos directivas principales: que asegurara y mantuviera la base Orestes, y que salvaguardara la vida de
sus
hombres, nada más. Todas las operaciones habían sido canceladas; el Alto Mando tenía que reorganizar sus prioridades e informaría sobre futuras directrices cuando llegara el momento.