—Muy interesante —soltó José, sombrío—. Pero siguen siendo una puta mierda.
Isabel no había abierto la boca, en parte porque se había perdido en sus propias reflexiones sobre las palabras de Moses, pero también porque tenía un miedo atroz a lo que pudiera pasar con sus compañeros. No se atrevía a imaginar lo que debía ser salir de noche a enfrentarse a una plétora de muertos vivientes equipados con un fusil, por muy sofisticado y mortífero que éste pareciese. Además, miraba a Susana con ojos cautivados, atenta a sus palabras resueltas y su evidente liderazgo, porque ella era fuerte, destilaba seguridad y parecía perfectamente capaz de cuidar de sí misma. Notaba esa tremenda diferencia y se castigaba en silencio por no haber podido desarrollar esa integridad ante las adversidades; se castigaba por no parecerse un poco más a ella. Imaginaba que Susana habría actuado de una manera diferente en caso de haber acabado en la Casa del Miedo en su lugar. Se imaginó que habría mordido a Theodor en la oreja cuando se puso encima, o habría luchado con Reza hasta la muerte para evitar ser llevada de vuelta al piso superior. Pero ella se sometió. De alguna forma se sometió, y ahora lo lamentaba.
—Pues pongámonos en marcha, corazones. El tiempo juega en nuestra contra —dijo Susana resueltamente.
—¿Y cuándo no es así? —preguntó José. Pero la pregunta quedó sin respuesta, y el aire se impregnó de pronto del rumor lejano, pero inequívoco, de los muertos.
Después de despedirse de Moses e Isabel, Abraham les llevó por las calles de la Alhambra hasta la ciudad palatina. Allí cruzaron por los jardines y rodearon las grandes fuentes (ahora secas), sobrecogidos por la hermosa y queda belleza del lugar. Cuando llegaron hasta un pequeño edificio de planta rectangular, hermosamente tallado y montado sobre la muralla del recinto, Abraham se volvió con gesto solemne y dijo:
—El Oratorio del Partal. A veces vengo aquí a buscar algo de paz. Daos cuenta del privilegio, el lugar era usado por el sultán para meditar sobre cosas como la naturaleza, la Creación y la oración.
José asintió. Pese a que era de noche, el lugar parecía cargado de una entidad mágica, casi sobrenatural. La luna arrancaba tintes azulados a las piedras milenarias, casi iridiscentes, y el viento traía aromas a espliego y a pino. Abraham les dejó unos instantes para que se embriagaran de la serenidad del sitio, a modo de altar de la meditación antes de la batalla.
—Acompañadme... —anunció al cabo, y empezó a caminar hacia uno de los túneles, coronado por un arco.
Atravesaron varias estancias, prácticamente a oscuras, hasta que descendieron por unas escaleras y se encontraron junto a una puerta. Un único cerrojo de pestillo, montado sobre la puerta, era la última frontera entre ellos y lo que les esperaba fuera.
—Aquí está la salida más cercana —dijo Abraham en un susurro, aunque cuando hubo hablado no supo, en verdad, por qué había empleado un tono de voz tan bajo.
—De acuerdo.
—Sólo tenéis que ir a la izquierda, bajando por el monte —dijo Abraham—. Se lo he explicado a Susana... llegaréis al Darro y desde ahí podéis bajar a Plaza Nueva. Imagino que ésa será la peor parte. Yo me quedaré aquí todo el tiempo hasta que volváis, o bien hasta mañana al mediodía, lo que ocurra primero.
Abraham era consciente de que sus palabras sonaban duras y terribles, pero quería ser justo con ellos. Susana se apresuró a mover la cabeza en señal de asentimiento, demostrando agradecimiento por la sinceridad. Inmediatamente después, se descolgaron los fusiles del hombro y se ajustaron las cintas de la mochila, sin añadir nada más a la conversación. Mientras los veía comprobar los seguros de las armas y distribuirse algunos cargadores por los bolsillos de sus pantalones, asegurar los nudos de las botas, y colocar las linternas magnéticas en los laterales de los rifles, Abraham admiró en silencio la valentía y la calidad humana de aquellos dos lunáticos a quienes acababa de conocer. Pensaba que las cosas hubieran podido ser diferentes de haber contado con ellos en un principio, aunque probablemente, sospechaba que habrían acabado muertos en la refriega que Andrés lideró contra los soldados.
—Vale... ¡listo! —dijo José, lanzando una bocanada.
—Yo también...
Abraham asintió, descorrió la perilla del cerrojo y ésta se deslizó trabajosamente entre los grapones con un chirrido metálico.
—Nos vemos luego —dijo entonces, y tiró de la puerta hacia dentro.
El Escuadrón de la Muerte, ahora reducido a la mitad, abandonó el recinto amurallado de la Alhambra a las nueve menos veinte de la noche. El aire era frío, y por entre los matorrales y las zarzas discurría una brisa suave que no habían notado en el interior. También el arrullo de los muertos era más audible, y fuese por una u otra causa, Susana sintió un pequeño escalofrío.
Se encontraban rodeados de espesura, como el haz de la linterna les revelaba a duras penas a medida que barrían el contorno. Si alguna vez hubo allí un camino, ahora había desaparecido, o no era evidente con la poca luz que tenían disponible. Susana miró al cielo y vio la luna inmensa y brillante, rodeada de algunos restos de nubes que parecían deshacerse a ojos vista.
—¡José! Apaga la linterna... —susurró.
—¿Eh?
—Intentaremos pasar desapercibidos todo lo posible... hasta que sea inevitable. Hay bastante luz, y nuestros ojos ya están acostumbrados a la oscuridad.
José miró alrededor y se dio cuenta de que tenía razón. La luz de la luna les permitía ver con notable claridad, y el haz de la linterna, de todas formas, sólo era una bonita forma de atraer a los
zombis
, como si estuvieran determinados a enviarles señales en mitad de la oscuridad; los espectros se lanzarían a por ellos desde la distancia, como insectos atraídos por la luz de una bombilla en una terraza veraniega. De modo que asintió en silencio y apagó la linterna.
Al instante, sus ojos reaccionaron al cambio de luminosidad y el escenario entero pareció cobrar más nitidez, más volumen. Vieron entonces un pequeño sendero que zigzagueaba entre los matorrales y que les llevaba, bordeando la muralla, hacia el oeste, y lo tomaron procurando no hacer ruido. Los dos sabían que los muertos no veían mejor que ellos en la oscuridad, así que depositaron su confianza en su sigilo.
Avanzaron despacio, pensando muy bien dónde ponían cada paso, pero al contrario de lo que habían temido, no encontraron muertos entre la maleza que rodeaba la Alhambra, al menos no por ese lado. En parte se debía a que los supervivientes no frecuentaban las zonas que lindaban con el muro exterior, y cuando lo hacían, era generalmente en silencio.
Siguieron así unos minutos, y cuando tuvieron oportunidad, cruzaron por entre los arbustos para llegar junto a la pequeña muralla exterior, que les servía de parapeto. Cuando se asomaron por encima de ésta, divisaron la estrecha calle Carrera del Darro, al otro lado del río, y comprobaron con pesar que por ella transitaba un número bastante considerable de espectros. Caminaban con paso incierto, unos calle arriba y otros en dirección opuesta, cabizbajos y meciéndose suavemente, como cadáveres flotando a la deriva en un mar agitado por un suave oleaje.
—Mira... —susurró Susana—, ¿ves el canal del río?
José lo veía. El Darro discurría por un canal de varios metros de profundidad, flanqueado por un alto muro que separaba la transitada calle de éste. Por el lado donde estaban ellos, el canal era accesible a través de un pequeño desnivel que era fácilmente salvable.
—Iremos por el canal... —continuó ella, hablando tan bajo como le era posible—, llega hasta Plaza Nueva, si no recuerdo mal. Así evitaremos tener que atravesar esa calle. Es eterna, y hay muchas callejuelas que desembocan en ella... podrían acabar superándonos.
—Joder, Susi... —protestó José—. Eso es como decir que el océano podría estar mojado.
—Sí. Bueno... de todos modos es posible que haya
zombis
en el canal. Es posible. Son torpes, y quizá alguno se haya caído ahí abajo, con el tiempo. En ese caso no creo que hayan ido a ninguna parte... el agua es muy poco profunda.
—Aun así me parece bien. Siempre será mejor.
José dejó de mirar al cabo de unos pocos segundos, replegándose tras el muro. Se agarró con fuerza al fusil, sintiendo el frío metal estéril contra sus manos. Notaba el corazón acelerado latiendo en su pecho. Miró a Susana y la vio escudriñar a los
caminantes
con ojos calculadores, concentrada quizá en evaluar su número, o la ruta que debían seguir. Poco importaba. En cuanto a ellos mismos, ¿qué estaban haciendo allí, en realidad? En el pasado, habían funcionado más que bien usando tácticas y sistemas de cobertura basados en una escuadra de cuatro hombres; siempre cuatro hombres. Aunque a veces se dividían en grupos de dos, todas sus probadas técnicas de
fuego y movimiento
y
fuego y maniobra
dependían de una estructura de apoyo basada en dos focos, generalmente izquierda y derecha, o incluso delante y atrás. Con un solo flanco de cobertura, ¿sería él capaz de controlar todos los posibles frentes de ataque?, ¿lo sería Susana? Se preguntó si aquel esfuerzo por conseguir antibióticos no sería un desesperado y loco intento de expiación en el que se había dejado involucrar sin darse cuenta, una manera tan buena como cualquier otra de purgar su culpa por haber permitido que Dozer muriera. Un último envite. Una suerte de venganza.
Pero tan pronto como pensó eso, se descubrió apretando los puños alrededor del fusil, cargado de una repentina autodeterminación.
Así sea
, se dijo, algo sorprendido de su propia resolución.
Si es eso, así sea
. Y esa súbita determinación, ese inesperado y nuevo sentido a aquella misión suicida le infundieron renovados ánimos.
Si caemos, hacednos un sitio ahí arriba, colegas, porque vamos a ponernos hasta el culo de fumar Benson & Hedges celestial
.
—Cuando quieras... —susurró—. Estoy listo. Ahora sí.
Susana se volvió para mirarlo, sin comprender muy bien a qué se refería, pero el brillo que vio en sus ojos era inequívoco. Allí vio fuerza, vio seguridad y vio un destello de esperanza. Si alguna vez había habido un momento para intentar una locura semejante, era, sin ningún género de duda, aquél.
Isabel se acostó en el camastro, con un principio de migraña contaminando su mente y el estómago rugiendo de pura hambre. Sin embargo, no le prestó demasiada atención; tenía la cabeza ocupada en José y Susana. Agobiada por un fuerte sentimiento de impotencia, en esos momentos se debatía entre cerrar los ojos y elevar alguna plegaria, o no. Ella nunca había tenido inquietudes teológicas de ningún tipo, pero Moses parecía creer en esas cosas; de algún modo, una vez le aseguró que Dios le había ayudado a salir de un modo de vida que era en extremo pernicioso, y cambió. A ella no le importaba mucho lo que hubiera usado como espoleta para disparar el cambio, lo único que le interesaba era que se hubiera convertido en el hombre que había conocido y ahora amaba. En cuanto a ella, si alguien le hubiera preguntado por sus sentimientos respecto a Dios como tal, puede que hubiera acabado declarándose deísta en el término más amplio de la palabra.
Finalmente, resolvió que no estaría de más intentar hablar con Dios, fuese la entidad en la que Moses creía o cualquier otra, y cerró los ojos.
Dios mío, te ruego por favor que cuides de Susana y de José y no permitas que esas cosas les causen ningún daño. Permíteles conseguir su objetivo y tráeles de vuelta para que el extranjero pueda vivir. Me has arrebatado demasiadas cosas, Dios mío, y creo que me lo debes. Hazlo posible, por favor... por favor, Dios
...
Después de un rato repitiendo esas y otras palabras similares, sus párpados volvieron a abrirse, conectándola otra vez con el mundo terrenal. El dolor de cabeza parecía estar ganando intensidad y supo que, de todas formas, no podría conciliar el sueño en un buen rato; estaba demasiado preocupada y asustada. Moses, además, no estaba con ella; se había quedado hablando con aquel tipo que había venido con Aranda y con el finlandés, y echaba de menos su contacto cálido y reconfortante.
Mientras paseaba la vista por las sombras de la habitación, reparó en Alba, dormida en su cama. Tenía la cara vuelta hacia ella y parecía realmente un auténtico ángel. Su boca era una mancha rosa en su carita blanca, y su expresión era serena y tranquila, ajena a todas las miserias en las que habían caído. Era casi como si todo el drama de aquella situación no estuviera pasando, como si...
Es que a lo mejor no está pasando
.
A lo mejor... A lo mejor ha pasado ya. Para ella sí
.
De repente, Isabel se incorporó en la cama como si la hubieran sacudido con una descarga eléctrica.
Ésa era la clave. Si la niña tenía una puerta trasera en su mente, una puerta secreta que podía abrir y asomarse al futuro, podía
saber
... saber cómo se desarrollaría todo.
Nerviosa, se acercó a ella y se arrodilló junto a su cama. Pensó en despertarla, pero aunque al principio le pareció cruel, el deseo de saber si ella conocía el destino de José y Susana era más fuerte. Por fin, agachó la cabeza sobre la de ella y le imprimió un pequeño beso en la frente. Alba continuó dormida. Sus párpados serenos no revelaban movimiento alguno.
No la despiertes... ¿vas a despertarla? Es tan pequeña... tiene que descansar
...
Sí, pero
...
Pasó una mano por su frente y empezó a acariciarla, despejándola de cabellos.
—Alba... —susurró.
¡
No la despiertes
!
Volvió a besarla, esta vez con más énfasis. Necesitaba saber...
—¿Alba...?
Por fin, la pequeña se movió ligeramente, sacudiendo brevemente la manita que colgaba de la cama, por fuera de las mantas.
—Alba... —se apresuró a decir Isabel, susurrándole cerca del oído—. ¿Has visto... algo... sobre José y Susana?
Otra vez nada.
—¿Alba?
Entonces, la pequeña se volvió, abriendo ligeramente los ojos. Su expresión era de verdadero fastidio.
—Alba, cariño... ¿has visto algo sobre Susana?, ¿sobre José?
Y entonces, con apenas un hilo de voz que parecía surgir de algún lugar remoto e inaccesible de su mente, la pequeña, con la voz gangosa y distorsionada del que duerme, dijo:
—Sí... sí... ellos... pero él vive. Él vive.
Y entonces se dio media vuelta, se arrebujó contra Gabriel y se quedó por fin otra vez quieta. Isabel abrió mucho los ojos, súbitamente aterrorizada. Las palabras de la pequeña acababan de atravesarla como una lanza despiadada. ¿Él viviría?, ¿y qué pasaba con ella?, ¿qué ocurriría con Susana? Se quedó inmóvil, sin atreverse casi a respirar, esperando a que Alba añadiera algo más. Pero la pequeña no dijo nada... su respiración se volvió otra vez regular; había caído de nuevo en un profundo sueño.