Hades Nebula (68 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

Dozer, apoyado sobre sus codos, resopló pesadamente. Miró hacia arriba, y como respuesta, el trueno se hizo audible, potente y despiadado, hasta que terminó por desvanecerse lentamente.

Víctor se había puesto en pie, pero estaba apoyado contra el coche, con la boca abierta.

—Dios mío... —susurró Dozer.

Víctor dio un par de pasos temerosos, acercándose a los restos del cadáver renegrido. La lluvia enfriaba las brasas y dejaba escapar vapores son un siseo suave.

—Un pararrayos... —dijo suavemente.

—¿Qué?

—Nos atacó con un pararrayos.

Dozer se había levantado y miraba la vara de hierro en el suelo. Tenía una sustancia negruzca adherida a uno de los extremos. Enseguida supieron que eran los restos de una mano.

—¿De dónde cojones sacó un pararrayos?

Víctor se encogió de hombros.

Pero Dozer acariciaba otro pensamiento.
Justicia divina
, decía su mente. Y ése era un concepto que le gustaba.

—Llévatela... —pidió Dozer en voz baja.

—¿Adónde? —preguntó Víctor, sin poder dejar de mirar los restos humeantes.

—Conduce el coche sólo un poco más adelante, tío. Espérame allí... habla con ella, si quieres, quizá pueda decirte qué ha sido de los otros. Pero sobre todo, llévatela. Hay algo que debo hacer, y ella no puede verlo.

—Oh — exclamó Víctor, comprendiendo—. Entiendo.

Cuando se hubieron marchado, moviéndose tan lentamente como les era posible, Dozer reparó en el fusil. Lo cogió del suelo, y le sorprendió descubrir que era del mismo tipo que usaban en Carranque. Lo abrazó con fuerza contra su cuerpo, pensando que quizá podía haber pertenecido a José o Susana. Luego se sentó en el suelo, delante de Moses, y esperó.

Quería despedirse de él. Y luego, dejarle descansar. Moses no vagaría para siempre por ese mundo de mierda.

Dozer regresó a los treinta y seis minutos, visiblemente apesadumbrado. Abrió la puerta del coche y se metió dentro. Isabel dormía en el asiento trasero.

—¿Ha dicho algo? —preguntó.

—Sí. Ha dicho cosas, la mayoría sin sentido. Creo que ha sido un duro golpe para ella. Ha dicho algo de unos niños... creo que al menos ellos podrían estar a salvo, escondidos en alguna parte. Y ha dicho otra cosa...

—Dime —exclamó Dozer, expectante

—Que se encerraron en el Parador.

—El Parador... —repitió Dozer.

Recordaba vagamente haber oído hablar del Parador Nacional de la Alhambra, haberlo visto en alguna parte. Un lugar paradisíaco que llama al descanso, al retiro y a la meditación, o alguna mierda de ésas. Giró la cabeza y miró al exterior, para orientarse.

—¡Es eso! —exclamó de pronto. Miraba el edificio que tenían a cierta distancia; éste les mostraba la fachada norte. Entonces abrió la puerta de nuevo.

—Me quedo aquí —soltó Víctor—. Lo sé.

Dozer asintió, y con el fusil en mano, salió otra vez a la carrera.

Rodeó el edificio, buscando un acceso. Cuando llegó a la fachada sur, que conectaba con la calle Real, encontró los jardines frontales llenos de zombis. Sus pasos erráticos y la lluvia habían borrado completamente el dibujo que Alba había hecho en el suelo, no hacía tanto tiempo. La puerta principal estaba abierta, y por ella entraban los espectros, movidos por la inercia. Esa escena espantosa le arrancó un gesto de preocupación.

Entró en el interior del Parador, como un arqueólogo que accede a una tumba. Estaba oscuro y había muebles tirados por el suelo. En la recepción, el mostrador había desaparecido y en su lugar había ubicados un montón de camas y colchones de todos los tamaños. Montones de telas inmundas y ropas se esparcían por doquier. Los zombis se movían entre ellas.

En cuanto empezó a avanzar, un sonido de sobra conocido empezó a llegar desde alguna parte del recinto. Eran disparos, el sello personal del Escuadrón de la Muerte. La esperanza empezó a brillar en su corazón, y movido por ésta, Dozer empezó a correr. Intentando orientarse, pasó por un corredor donde había apilada una cantidad apabullante de cadáveres contra unas mesas volcadas. En esa masa informe de miembros retorcidos, algunos todavía se movían, pero estaban prisioneros de los que tenían encima. Había visto mucho, pero la escena le pareció salvaje y brutal.

Ahora, los disparos se escuchaban más cercanos. Siguió avanzando, apartando a los muertos que caminaban por el pasillo. Éstos estaban mucho más excitados por efecto de los disparos, y cuando los apartaba para pasar le respondían con gritos y miradas furibundas. A Dozer no le extrañó que el sacerdote se hubiera vuelto completamente loco pasando tanto tiempo entre todas aquellas cosas muertas, incluso sabiendo que era especial y que no le atacarían, su sola proximidad era detestable y sus gritos martilleaban su ánimo.

Un poco más adelante, vio el resplandor de las ráfagas.

Ráfagas cortas, precisas, para ahorrar munición
, pensó.
Deben de ser ellos... por Dios, que sean ellos
.

Entonces se acordó del final de una película donde salían zombis, en los tiempos en los que la realidad y la ficción aún se diferenciaban. El tipo había aguantado toda la noche encerrado en una casa, y cuando la Guardia Nacional llegó por la mañana disparando contra los monstruos, el tipo se asomó a la ventana y recibió un disparo en la cabeza. Suponía que si se acercaba a ellos a la descubierta, con la oscuridad reinante, le ocurriría algo parecido.

—¡Eh! —gritó— ¡Susana! ¡José! ¡EH!

—¡...sana! ¡José! ¡EH! —gritó una voz.

José interrumpió la monótona cadencia de disparos. Estaban pertrechados en un despacho, aprovechando el embudo que brindaba la puerta. Lamentablemente no encontraron armas suficientes para los tres, así que Sombra permanecía junto a ellos con la maza en la mano.

—¡Viene alguien! —exclamó Susana.

—¿Juan?, ¿es Juan? —preguntó José.

—¡Sí, es Juan! —dijo Susana, lanzando un par de disparos más—. ¡Tiene que ser él!

José asintió. Las armas habían supuesto una diferencia esencial para enfrentarse a los zombis; ahora sólo se trataba de reducir su número hasta que se acabara la munición, y luego... luego ya pensarían cómo afrontar el problema. Pero aquella voz que llegaba del corredor venía del mismo lugar de donde venían los zombis; quienquiera que estuviese en ese lugar, debía tener el Necrosum en sus venas.

—¡ARANDA! —gritaron con un creciente sentimiento de euforia—. ¡ESTAMOS AQUÍ!

—¡ARANDA, ESTAMOS AQUÍ! —decían los gritos.

Dozer reconoció sus voces. ¡Eran ellos! Movido por una súbita alegría, se puso en marcha, utilizando el rifle para ocuparse de los caminantes. Disparaba a bocajarro, apuntando directamente a sus cabezas. Éstas se sacudían brutalmente, y caían al suelo desmañadamente.

En el interior del despacho, el flujo de zombis se detuvo. José y Susana se miraron, con los ojos encendidos. ¡Aranda había vuelto! Con los rifles preparados, pasaron con cierto esfuerzo por encima de los cadáveres y salieron fuera.

Y lo que vieron les dejó paralizados, arrojándolos a un abismo de confusión.

No era Aranda. El hombre que disparaba contra los zombis, bloqueándolos con su propio cuerpo para impedirles el paso, era un tipo de espaldas anchas, vestido prácticamente como ellos, y con el pelo corto y rubio.

Susana pensó en alguien que se le parecía, pero debía de ser una broma cruel de su inconsciente. Un delirio temporal fruto del estrés y el cansancio. Cuando estaba ya convenciéndose de que se debía, sin duda, a un soldado que se le parecía, el hombre se giró a su derecha, y el resplandor del disparo le iluminó la cara.

José dejó caer la mandíbula y a Susana le dio un vuelco el corazón. No podía creer lo que estaba viendo. Le habían visto morir, allí en el puerto, sumergido entre las aguas, arrastrado por un millar de manos horribles.

Pero no viste su cuerpo, decía una voz en su mente. El agua no se tiñó de sangre. Os fuisteis, os alejasteis de allí y ya no mirasteis atrás. Él tiene los pulmones grandes, y en un momento de extrema necesidad, ¿cuánto más puede aguantar un hombre bajo el agua, cuánto puede forzar su capacidad pulmonar, buscando la supervivencia? La vida persiste. Pero le dejasteis allí. Le abandonasteis.

—Dozer... —soltó José. Su voz sonaba extraña, ebria de emoción.

—¡Estáis vivos! —dijo éste, mirándoles de reojo, mientras se ocupaba de los espectros. Tenía la cara salpicada de gotas de sangre, pero aun así, una sonrisa sincera se dibujó en su rostro.

—¡Dozer! —exclamó Susana al fin. El labio le temblaba.

Y sin decir nada más, se entregaron a la tarea de rechazar la invasión, ahora con renovadas energías. Los disparos llenaron el recinto mientras los cuerpos caían. Dozer los contenía, y las garras inhumanas se lanzaban hacia los otros supervivientes, pero Dozer, con brazos y piernas extendidos, los bloqueaba. José se dio cuenta de lo que pasaba, pero no le dio importancia. Le importaba una mierda, de hecho, lo que hubiese hecho que Dozer acabase como Aranda. Sólo sabía que su amigo estaba vivo, y que, contra todo pronóstico, iban a sobrevivir a esa noche.

31. AMANECER

El amanecer trajo un agradable aroma a tierra húmeda, suavemente aderezado por una sutil reminiscencia de cenizas. El Palacio de Carlos V había seguido ardiendo toda la noche, pero la torrencial lluvia contribuyó bastante a que el fuego no se extendiera. A las seis y cuarto de la mañana (un poco más, si damos crédito al viejo reloj de la Librería de Antigüedades), el fuego terminó de consumir su estructura y se controló, quedando reducido a algunos fuegos pequeños en las zonas interiores. Para entonces la mitad oriental no era más que un montón de renegridos escombros.

La lluvia cesó muy poco después, tan silenciosamente como había llegado. Ahora, con las primeras luces del día despuntando en el horizonte, las cornisas de los edificios desgranaban gotas que caían pesadamente hasta la calle, donde los zombis, mojados, olían a perro muerto.

En el interior del Parador, todo estaba en silencio. Las puertas de la fachada sur habían sido cerradas otra vez, contenidas por el pesado mueble que se quedó a medio camino. La noche había sido larga, y había muchas heridas que lamer y que olvidar; algunas requerirían años para cicatrizar del todo. Pero ahora que los corredores y las salas volvían a estar silenciosos y sólo quedaban los cadáveres para denunciar la barbarie que había ocurrido allí, todos (o casi todos) dormían.

En el salón comedor donde se habían refugiado para pasar la noche, Isabel despertó primero, con la cabeza llena de imágenes espeluznantes. En ellas, Moses lloraba mientras la vida se le escapaba en un impresionante charco de sangre que manaba de una herida en su cabeza. La miraba directamente, como a través de un cristal, y ella no podía hacer nada más que ver cómo se apagaba poco a poco. Pero cuando despertó, descubrió que la realidad era mucho peor. Realmente había ocurrido.

Alertados por los sollozos y los gritos, los exhaustos supervivientes salieron abruptamente de su sueño. Susana se acercó a ella y la abrazó, susurrándole palabras vanas pero suaves que pretendían reconfortarla. Isabel la rechazó, poniéndose de pie y mirando alrededor.

Allí estaban todos los rostros casi anónimos que los habían dejado fuera. Y Jukkar, todavía en su cama, si bien ahora tenía un color más saludable, no tan amarillo. Ninguno fue capaz de mantener su mirada de desprecio. Pero no los buscaba a ellos, buscaba a los niños.

—¡Están vivos! —gritaba—. ¡Están vivos!

Entre sollozos y balbuceos, Dozer pudo enterarse de lo que decía. Al principio creyó que deliraba; él no sabía nada de ningún niño. Nunca llegó a Carranque a tiempo para conocerlos, pero Susana, todavía con los ojos enrojecidos por la falta de sueño, se lo explicó. Entonces salió del recinto a la carrera, sintiéndose bastante débil por la falta de alimento. Cuando llegó al lugar que le había indicado Isabel, le reconfortó descubrir que los zombis seguían sin vagar por esa zona. La puerta estaba también cerrada, lo que era un buen auspicio.

Dozer llamó a la puerta.

—¡Chicos! ¿Estáis ahí? ¡Soy amigo de Isabel, vengo de su parte!

Esperó unos instantes eternos, pero finalmente la puerta se abrió con una decepcionante ausencia de sonidos. Era un chico de unos ¿doce, catorce años? y le miraba guiñando un ojo para protegerse de la luz. Dozer le sonrió, él le devolvió la sonrisa, y automáticamente se cayeron bien. Quince minutos más tarde regresaban al Parador.

Mientras Isabel recibía a los niños con lágrimas en los ojos y el resto discutía qué hacer a continuación, José extendió sobre la cama una sorpresa. Había quedado relegada en una esquina cuando se pusieron a arrastrar muebles de un lado para otro, pero ahora vertía su contenido sobre el colchón como si se tratara del cuerno de la abundancia: barras de chocolate con brillantes envoltorios y complejos vitamínicos. El inesperado desayuno se celebró por todo lo alto, pero Susana aún recordaba lo que ocurrió con la otra mochila; cómo los desvalidos supervivientes, sometidos por la perfidia del aparato militar, se habían transformado en monstruos, y no quiso probar bocado. Los niños se quedaron dos chocolatinas enteras para ellos solos. Al menos en eso, todo el mundo estuvo de acuerdo.

—Jukkar —anunció Sombra en un momento dado—. Creo que está mejor. Ya no tiene fiebre, y no está tan... amarillo.

—Es buena señal, tío —le dijo José.

Sombra le estaba pareciendo un buen tío. Había estado cuidando de Jukkar todo el tiempo, y habían pasado la mitad de la noche luchando codo con codo.

Sombra asintió con una sonrisa.

Después de la comida, charlaron sobre muchas cosas. Dozer les contó sus peripecias y les presentó a Víctor, y Susana les puso al día sobre lo que había pasado desde que regresaron de la aventura del
Clipper Breeze
. Víctor lo escuchaba todo con interés y tomaba notas en uno de los pequeños cuadernos que llevaba consigo. Cuando terminaron, Dozer sacudió la cabeza.

—Entonces, Aranda...

—No lo hemos vuelto a ver...

Asintió brevemente y se levantó de la cama en la que estaban sentados.

—Voy a buscarlo. Voy a ver si queda alguien.

—Pero los soldados... —dijo Susana.

—Lo sé, lo sé... pero no hay elección —exclamó Dozer, que ya había escuchado la historia del disparo de Jukkar y todo lo demás—. Tendré cuidado.

—Vamos contigo, tío —soltó José rápidamente.

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