Hades Nebula (67 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

Extendía ya la mano hacia ella cuando escuchó un grito.

—¡EH, HIJO DE PUTA!

Dozer no quería creer lo que estaba viendo. Miraba con atónita incredulidad la herida monstruosa que tenía en el lado izquierdo de la cabeza, la raída sotana, los cabellos blancos... y la mandíbula ausente. Estaba exactamente igual a como lo había visto en el Álamo.

Sin embargo, ahora no podía pensar en cómo había regresado a la vida, o cómo había conseguido llegar hasta allí. Ya llegaría el momento de dedicarle tiempo a eso. Ahora sólo sabía que aquel monstruo tenía a Isabel (o al menos
parecía
Isabel, con la lluvia era difícil decirlo) al alcance de la mano, y que si no hacía nada por detenerlo, podría haber algo que lamentar.

Isidro se volvió para mirarlo.

Dios... sus ojos,
pensó,
es un puto zombi
.

Eso cambiaba las cosas para él. Los zombis no pensaban, ni temían las represalias. Era cuestión se segundos que se lanzara sobre ella.

Se lanzó a la carrera, batiendo las piernas sobre el suelo, al que un sinfín de charcos le daban una apariencia lustrosa, como la de un espejo. Mientras tanto, Isabel se había vuelto para mirar en la dirección de donde había venido el grito. Tenía los ojos anegados en lágrimas, pero aun así, le pareció que la figura que se acercaba corriendo por el suelo empedrado era alguien a quien creía muerto hacía tiempo.

¿>Do-Dozer?

Sin embargo, fuese o no fuese él, estaba tan enterrada en la confusa trastienda de su propia mente, que su visión no le despertó ningún sentimiento.

El padre Isidro gruñó, abriéndose de piernas. Confiaba mucho en su nueva forma física, pero aquel hombre era grande y ancho de espaldas, y embestía con la rapidez y la fuerza de un toro de lidia. La cabeza estaba encajada entre sus hombros como un ariete. Inesperadamente, se agachó con un gesto rápido y cogió el arma del suelo. Tuvo el tiempo justo de dirigir el cañón hacia él y disparar, justo en el mismo momento en que el gigante saltaba en el aire.

El estruendo hizo que Isabel, sin proponérselo, cerrara los ojos. El proyectil, a bocajarro, alcanzó la mano derecha de Dozer en pleno vuelo, pulverizándole el dedo meñique. Luego cayó sobre el monstruoso sacerdote, arrastrándolo consigo un par de metros.

Pero el padre Isidro no era un zombi, como Dozer había presumido. Se le escurrió por debajo del cuerpo y rodó limpiamente hacia un lado. Éste se encontraba todavía en el suelo, intentando comprender cómo se le había podido escabullir, cuando Isidro se levantaba ya impulsándose sobre sus piernas. La sotana se le había mojado, ofreciendo un aspecto acartonado. Aprovechó ese momento para darle una patada en la cabeza, que volvió a tumbarlo en el suelo.

Dozer lanzó todo el aire de golpe, superado por la impresión. Mientras tanto, el sacerdote se acercaba para darle una nueva patada. Esta vez recibió el impacto en el costado, lo que le dejó sin respiración unos instantes.

Isidro soltó un bufido por la nariz que desvió las gotas de agua que pendían de ésta. Estaba contaminado de violencia; la cabeza le latía con fuertes punzadas, abrumado por las explosiones sonoras del corazón de Dozer. Éstas eran fuertes y poderosas, no como las de la ramera... le enloquecían, le sacaban de quicio, y como para subrayar ese hecho, le propinó una tercera patada.

Dozer rodó sobre sí mismo, encogido por el dolor. Tenía los ojos fuertemente cerrados, y aunque sabía que debía reaccionar y levantarse para acabar con aquel bucle espeluznante, no podía reunir las fuerzas para hacerlo. Cualquier movimiento le provocaba intensas llamaradas de dolor, como si tuviera todos los huesos de la espalda reducidos a esquirlas.

Isidro echó un rápido vistazo a la ramera, hija de mil padres; no quería sorpresas. Ésta seguía derrotada en el suelo, con una mano apoyada en la tierra y la otra cubriéndose la boca. Parecía hipnotizada, mirando a Dozer retorcerse en el suelo. Estaba en estado de
shock
, y eso era bueno. Era muy bueno; luego se encargaría de ella.

Iba a acercarse de nuevo a Dozer cuando escuchó una especie de rugido espeluznante que iba a más, como el grito de un dinosaurio en mitad de una selva. Volvió la cabeza en dirección a la fuente del sonido y sus ojos se abrieron de par en par, inundados de terrible comprensión: era un coche, un coche enorme de ruedas gigantescas que había salido de la nada, y lo tenía ya encima.

El impacto fue brutal. Hubo un crujir de huesos y un chirriar de frenos. El padre Isidro salió despedido cinco metros y cayó entre las hojas de un alegre rinconcito florido, donde se perdió de vista.

Tirado en el suelo, Dozer se tumbó de espaldas y se quedó mirando al cielo, con los ojos cerrados para soportar la lluvia. Dejó escapar una carcajada. Descubrió que hasta eso dolía, pero poco le importaba.

—¡Víctor, hijo de puta! —exclamó entre risas cuando escuchó la puerta del conductor abrirse.

Pero el
Roña
había quedado estacionado entre Isabel y Dozer, y Víctor se encontraba ahora tendiéndole una mano.

—¿Estás bien? —preguntaba.

Dozer se volvió como pudo, intentando mirar atrás. Había visto los ojos blancos del sacerdote, la marca del zombi, y sabía que el impacto del vehículo no lo detendría. Hizo un esfuerzo por incorporarse, y aunque parecía que alguien había cambiado de sitio todos sus órganos internos, poco a poco consiguió quedarse a cuatro patas, desde donde le fue fácil recuperar la verticalidad.

Entonces se dio cuenta de que le faltaba el dedo meñique. Se quedó mirando la herida, de un color rojo intenso, con incredulidad. En todo ese rato, dopado como había estado por el exceso de adrenalina y los golpes, no lo había sentido.

—Vamos... métete en el coche, ¿eh? —estaba diciendo Víctor. Había conseguido que Isabel se incorporara.

—¡Víctor! —decía Dozer.

—¡Aquí estoy!

—¡Ese tío sigue vivo!

—¡Vale!

Dozer miró alrededor, buscando el rifle. No lo encontró (había quedado debajo del
Roña
, fuera de la vista) pero vio el cadáver en el suelo. Al principio pasó la mirada sin prestarle atención, pero luego volvió a él, como si su cabeza hubiera necesitado ese segundo extra para reconocerlo.

Masculló algo, apretando los puños. Él no había tratado demasiado a Moses, pero pensaba que era un buen tío. Le gustaba su relación con Isabel. A veces, corriendo alrededor de la pista de atletismo de Carranque, los había visto a lo lejos, cogidos de la mano, y le había parecido hermoso. Casi como una promesa de futuro, una promesa de esperanza para la humanidad. Incluso llegó a pensar que le gustaría ver un buen bombo crecer en aquel vientre plano que lucía ella, y tener otra vez niños corriendo por alguna parte, aunque fuera dentro de aquella cárcel de oro custodiada por los muertos.

Ahora, Moses yacía en el suelo, con la boca abierta llena de agua.

—¡HIJO DE PUTA! —gritó a la vegetación donde el sacerdote había caído—. ¡SAL!

Isabel había entrado ahora en el coche, con la mirada perdida. Estaba intentando decir algo, porque movía los labios temblorosos, pero era incapaz de emitir sonido alguno. Víctor no la conocía, pero su rostro estaba cargado de una tristeza tan honda, que su corazón se encogió.

Nada se movía entre las plantas. Las hojas, verdes y lozanas, se sacudían solamente por efecto de las gotas de lluvia que caían sobre ellas.

¿Y si se ha roto el cuello?, ¿y si está inconsciente?, pensaba Dozer. ¿Y en qué clase de monstruo se ha convertido ese cura loco?
Parecía uno de esos zombis, con los ojos blancos y esa fuerza irracional, pero su velocidad... su capacidad de reacción, era del todo desproporcionada.

Quería ir a mirar, pero intuía que era una trampa.

—¡Víctor! —llamó de nuevo, sin dejar de mirar al frente.

—¿Qué?

—¿Cómo está ella?

Unos instantes de silencio. Dozer se movió lateralmente, pasando por delante del Roña. El motor estaba parado, pero el capó, todavía caliente, evaporaba el agua de lluvia despidiendo un vapor blanco que se elevaba lánguidamente en el aire. Cuando llegó al otro lado, se puso al lado de Víctor.

—¿Isabel? —preguntó.

Pero ella no dijo nada. Dozer asomó la cabeza dentro, y lo que vio le sirvió de respuesta: una Isabel destrozada, con la mirada ausente, los ojos enrojecidos y la boca entreabierta. Era como si su mente se hubiera desconectado. Era, por lo tanto, inútil preguntarle dónde estaban los demás.

Si es que quedaba alguien más.

Un trueno retumbó en el cielo, potente y desgarrador. El eco se esparció alrededor, desapareciendo poco a poco.

—¡Dios! Tu mano... —exclamó Víctor, reparando en el dedo amputado.

—No pasa nada. No es la mano de las pajas.

—¿Cómo? —preguntó Víctor, perplejo.

Dozer negó con la cabeza, sintiendo cierta nostalgia. José sí habría reído esa broma. Hasta Susana habría reído la broma, pero no parecían estar por allí... Sólo esperaba que aún siguieran vivos, porque los echaba de menos; mucho más de lo que había creído.

—¿Quién era ese tío? —preguntó Víctor entonces.

—El sacerdote... —dijo Dozer.

Víctor pestañeó.

—No puede ser... dijiste que lo encontraste muerto...

—Pues ha vuelto. ¿Te extraña? En este mundo de mierda todos vuelven...

—Dios... ¿cómo llegó hasta aquí?

—No lo sé —dijo, pero de pronto se encendió una pequeña luz en su mente.

¿Lo traje yo?

Se acordó del mensaje que había pintado en Carranque, dirigido a Juan Aranda, y su pecho se contrajo, arrojándolo a un pozo de pesadumbre. Él lo había traído... él había matado a Moses.

No he sido yo. Ha sido ÉL.

Sacudió la cabeza, intentando sacarse esos pensamientos de la mente. No necesitaba algo así en esos momentos.

Las plantas seguían inmóviles. Inquieto, Dozer empezó a mirar hacia la izquierda y también la derecha. De repente, le preocupaba que estuviera dando la vuelta por alguna parte, que fuese a sorprenderlos por la espalda...

—Pero ¿era un zombi?

—No... Sí... No lo sé —admitió—. Es un hijo de puta. Si estuviera ardiendo no cruzaría la calle para mearle encima.

—Ya...

Pensó en coger el
Roña
y arremeter contra las plantas. Le gustaría ver lo que podía hacer aquel despojo contra aquella mole de metal y plástico. Pero no hubo tiempo. De pronto, las plantas se estremecieron, y el padre Isidro emergió de entre ellas, con los ojos encendidos por una furia atronadora. Se había rasgado la sotana con las zarzas y el pecho quedaba al descubierto, revelando la herida inmunda que lo entregó a la vida de los muertos vivientes. En la mano llevaba una vara de hierro larga que había encontrado al fondo del jardín, entre ladrillos, sacos de cemento largamente olvidados y otros restos de material de obra.

Dozer apenas tuvo tiempo para decir nada. Víctor se quedó petrificado, hipnotizado por su apariencia horrorosa. Ahora tenía, además, la cara surcada por cortes y heridas producidas por las púas de los espinos que había atravesado en su vuelo.

El padre Isidro llegó hasta ellos como un huracán desatado. Levantó la vara y la dejó caer sobre ellos. Víctor se agazapó tras la puerta abierta, y la vara se estrelló contra ella con un sonido metálico y estridente. En el interior del coche, Isabel gritó.

Dozer intentó agarrarle por la sotana, pero el padre Isidro estaba ahora encolerizado, atormentado por la rabia que sentía y el sonido lacerante de su misma vida, que golpeaba su cabeza como un martillo:
BUM-BUM-BUM.
Extendió el puño y le asestó en la mandíbula, haciendo que retrocediera un par de pasos. Víctor abrió la boca para gritar algo, pero tampoco esta vez el sacerdote le dio tregua: empujó la puerta de una patada y ésta le golpeó con una fuerza arrolladora. Se golpeó la cabeza y resbaló hasta quedar sentado en el suelo.

Dozer no podía dar crédito a lo que estaba pasando. Él era fuerte... pero aquel monstruo parecía un titán a su lado. En un momento de pánico, de debilidad, hasta llegó a pensar que realmente se movía con una especie de energía prestada, una capacidad divina, favorecida por el Dios en el nombre del cual decía actuar. Pero tan pronto como se había formado, el pensamiento desapareció.

Con el siguiente envite tuvo suerte: hizo una finta y lo esquivó. Lanzó un contraataque y consiguió alcanzarle en la cara, pero fue como si una niña hubiera golpeado un muro.

Jesús...

El padre Isidro respondió, describiendo un movimiento rápido con los brazos y golpeándole con su improvisada arma. Dozer cayó hacia atrás, perdiendo el equilibrio y golpeando contra el suelo. La sangre comenzó a manar de sus encías y la nariz. Pestañeó, maldiciendo por haber perdido otra vez la iniciativa, y se preparó para la lluvia de golpes.

Pero Isidro no quería jugar más. Quería terminar con ellos tan rápidamente como fuera posible. Se colocó junto a él y levantó la vara por encima de la cabeza, que se alzó hacia el cielo cuan larga era, y se dispuso a ensartar a la rata. De una vez por todas.

Un chisporroteo cargado de ecos eléctricos encendió el cielo. Dozer abrió los ojos, y vio a Isidro ante él. Instintivamente, aguantó la respiración, anticipándose al momento en el que la vara de hierro lo atravesara. Y justo cuando Isidro iba a asestar el golpe final, un rayo cegador y grueso como un hombre bajó del cielo nocturno y alcanzó la punta de la vara. La escena se llenó de una luz azulada, y la vara crepitó mientras sinuosas ondas de electricidad la recorrían. Isidro se estremeció, sacudido por casi dieciocho mil amperios de energía. Sus ojos se hundieron hacia dentro, y su lengua se puso tensa, como una rama negra. El codo flexionado explotó, y el rayo escapó a través del hueso, lanzando una llamarada fulgurante. Mojado como estaba, la electricidad lo envolvió y oscureció su piel, que se rizó como la tela prendida por el fuego.

Dozer gritó, superado por la visión horrorosa que tenía delante, y en mitad de su grito, el rayo perdió fuerza y desapareció.

Isidro permaneció en pie, literalmente carbonizado y humeante. Olía a ozono concentrado, pero también a carne quemada, a carbón y cenizas. Su brazo derecho se deshizo y resbaló por su costado, convertido en un montón de trozos oscuros. La vara cayó y golpeó el empedrado con un sonido metálico; después, todo su cuerpo se desmoronó, cayendo al suelo, donde se había formado una mancha oscura en forma de estrella de cien mil puntas.

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