Hades Nebula (65 page)

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Authors: Carlos Sisí

Tags: #terror, #Fantástico

Pero en Susana se obraba un cambio: ver a aquel zombi sobre Sombra con la pierna colgando a un lado como la extremidad descosida de un muñeco de trapo le arrancó una pequeña chispa, devolviéndole la determinación que había perdido. Un solo pensamiento cruzaba su mente: ¡el humo tóxico! Se lanzó a la carrera contra el hueco del ventanal, proyectándose contra el espectro y derribándolo contra el suelo. Salieron rodando el uno sobre el otro convertidos en una maraña de brazos y piernas. Sombra, mientras tanto, reculó ayudándose de los codos, asqueado y respirando por la boca como si fuese un fuelle.

José supo en el acto que no podría contener a los espectros mientras ellos regresaban al interior. Habían perdido el sitio: los muertos ya estaban al otro lado, mirándole con sus desquiciantes ojos blancos. Antes de que fuesen más, saltó literalmente hacia la brecha y se precipitó al exterior. La lluvia le sorprendió, fría y abundante.

—¡MARCELO! —gritó.

Sombra se levantó del suelo. A su lado, Susana se distanciaba del espectro golpeándole con la bota mientras éste reptaba hacia ella. José se adelantó y lo derribó definitivamente, golpeándole con la maza en la cabeza.

—¡Hay que salir de aquí!

Susana miró hacia arriba, respirando pesadamente. El humo seguía ahí arriba, pero no era tan oscuro como antes. El aire entró en sus pulmones y comprobó con incredulidad que olía a tierra húmeda, aunque también a ceniza y a carbón mojado.

—¡José, el humo!

Los muertos salían ahora por la brecha, haciendo caer grandes trozos de cristal de las mamparas. Sus pisadas hacían crujir el vidrio convertido en añicos que llenaba el suelo. José miró arriba y luego alrededor, comprendiendo lo que Susana quería decir.

—¡Es la lluvia! —dijo de repente, desbordado por una repentina alegría—. ¡La lluvia, Susi, la lluvia!

Sus miradas se cruzaron brevemente, compartiendo un infinitesimal instante de felicidad. En ese lapso que era tan intenso precisamente por su maravillosa fugacidad, un mismo pensamiento brotó en la mente de ambos.

—¡Las armas!

Susana sonrió, con la cara brillante por el agua que resbalaba, abundante, por su piel. Demasiado bien recordaba aquellas armas que habían guardado, y que hasta ahora habían quedado fuera de su alcance. Con ellas en juego, de repente empezaban a brillar nuevos rayos de optimismo en el horizonte. De repente, tenían otra vez una oportunidad.

Mientras tanto, Sombra había recuperado la maza del suelo y se preparaba para recibir a los zombis, que empezaban a invadir el patio del antiguo Parador. José tiró de su brazo.

—¡Olvídate de eso! —gritó. Un relámpago cruzó el cielo, tiñendo las nubes de un color eléctrico—. ¡Ven con nosotros, vamos!

—¿Adónde? —exclamó Sombra, sin perder de vista a los espectros. Se retiraba dando pequeños saltos laterales, con la maza aún preparada en el puño.

—¡A terminar con esto... de una puta vez!

El padre Isidro se encontraba en el centro del patio central del Palacio de Carlos V, rodeado de cadáveres. Caminaba lentamente entre ellos, inclinando ligeramente la cabeza para verles mejor la cara. Sobre todo, le interesaban más los cuerpos que no iban vestidos de soldado.

Esperaba reconocer entre ellos los rostros de los impíos, los que le arrebataron la Palabra, los que conocía ya tan bien. Ellos. Ellos.
Ellos
. Las rameras, que eran probablemente mulas del pecado de fornicación, el moro mentiroso y despreciable que lo humilló utilizando la bajeza y el engaño, y todos los otros. Sus caras flotaban en su cabeza, todas ellas burlonas.

Mientras caminaba, un estrépito retumbante le hizo mirar arriba. Una polvareda de un color gris sucio salía despedida de la segunda planta, haciendo desaparecer las columnas de la vista. El edificio se estaba derrumbando, consumido por el cáncer de las llamas, y a Isidro le pareció un final apropiado para la fortaleza impía: devorada por el fuego.

Invocad el nombre de vuestros dioses, y yo invocaré el nombre de Jehová; y el dios que respondiere por fuego, ése sea Dios.

Abandonó el palacio por la puerta que había abierto unos instantes antes. Había centenares de zombis; tantos, que parecía una manifestación multitudinaria. Caminó entre ellos, pensativo. Sin duda, no encontraría a las ratas en medio de aquella marea de muertos; si seguían aún por allí, debían estar escondidos en alguno de los edificios que se levantaban alrededor. Casi podía verlos... ¿cuál sería el mejor lugar para encontrarlos, agazapados en sus cubiles, intentando resistirse al Juicio Divino? Miró hacia el horizonte, a través de la calle Real, y la respuesta vino por sí sola: lejos, lo más lejos posible de los resucitados, allí donde el número de éstos era menor.

Caminó por la avenida, iluminado por las llamas que seguían extendiéndose por la fachada del palacio. Los restos retorcidos del helicóptero llamaron brevemente su atención, pero en su interior, uno de los llamados por el Señor movía los brazos como si intentara incorporarse; estaba sujeto al asiento por el cinturón de seguridad. La sangre manchaba casi completamente su uniforme militar.

Entonces deambuló por la zona central de la Alhambra, tomando callejones al azar, reconociendo el terreno. No sabía lo que buscaba, pero estaba seguro de que el Señor le proporcionaría alguna indicación cuando estuviera en el sitio adecuado; Él guiaba sus pasos. Se movía en silencio, dejando tras de sí un intenso olor a sangre que no era suya. La lluvia había eliminado gran parte del humo, y ahora sólo quedaban jirones brumosos y retorcidos que se estremecían bajo la lluvia intensa, cimbreando en el aire antes de desaparecer.

Y entonces se detuvo, congelándose en el sitio como un felino que acaba de descubrir una posible presa. Los ojos espantosos escudriñaban, intentando confirmar lo que había creído ver. Y sí, había alguien que se movía a cierta distancia, entre los arbustos. Su forma de moverse le llamó poderosamente la atención: no era uno de los resucitados; era uno de los vivos.

Sin perderle de vista, el padre Isidro dio gracias al Señor por haberle conducido, otra vez, por los senderos correctos. Ahora era su oportunidad para demostrarle que era digno de su paciencia infinita, de brindarle una y otra vez nuevas oportunidades.

Se movió rápida pero silenciosamente, procurando apartarse de su línea de visión, y sirviéndose de los arbustos y las plantas para ocultarse. El impío miraba continuamente hacia todas partes y... ahora lo veía... llevaba un arma preparada en las manos. Isidro odiaba las armas. Si no tuviera una, podría correr hacia él y reducirle con facilidad, pero ahora tendría que moverse con infinita cautela... aprovechar la niebla lánguida y la poca visibilidad que ofrecía la lluvia para sorprenderle por la espalda.

Y eso hizo: avanzando metro a metro, hasta que se puso a su espalda. Su garganta dejó escapar un ruido acuoso, anticipándose al momento en el que le arrebataría esa vida prestada a la que con tanta insistencia se aferraba. Ahora lo tenía a poca distancia... ahora casi podía escuchar el ritmo acelerado de su corazón, espoleado sin duda por el miedo y la excitación.
BUM-BUM
. La certeza del ritmo terminó por activarlo, y cuando se encontraba prácticamente detrás de él, el impío se dio la vuelta con una rapidez inesperada.

Sus caras se encontraron, y cuando vio de quién se trataba, Isidro creyó enloquecer.

Alba despertó, gritando.

Isabel, que estaba junto a la puerta y sumida en terribles preocupaciones, dio un brinco. El arma le saltó de las manos y cayó al suelo.

—¡Alba! —gritó, corriendo hacia ella.

Gabriel se incorporó de un salto, mirando la oscuridad de la habitación, como si temiese que una horda de zombis fuese a emerger de las densas penumbras.

—¡Alba! —dijo Isabel, arrodillándose a su lado—. ¿Qué pasa, cariño?, ¿qué tienes?

La pequeña tenía los ojos abiertos de par en par, y temblaba como un ratoncito recién nacido. De repente rompió a llorar.

—¡Alba, tesoro! —exclamó Isabel, contagiándose de su llanto. Sus ojos enrojecieron y se llenaron de lágrimas—. ¡No pasa nada, estamos a salvo!

—¡Lo... lo siento! —dijo entonces—. ¡Lo siento m-mucho!

—¿Qué... qué pasa? —preguntó Isabel. La mano invisible del miedo había empezado a acariciar su nuca, poniéndole de punta todo el vello de los brazos.

—¡Es... es Moses! —soltó de pronto, entre sollozos.

Isabel creyó que desaparecía, consumida por una sensación de asfixia tan abrumadora como inesperada. Negó con la cabeza, intentando convencerse de que había sido un mal sueño, pero algo en su interior le decía que Alba acababa de hacerle un anunciamiento.

De repente, Alba puso ambas manos sobre sus mejillas y acercó su cara a la suya.

—¡CORRE! —gritó, con su voz infantil—. ¡CORRE!

¡>MORODEMIERD...!

Isidro se lanzó sobre él, con los dedos contraídos y alargados como estiletes de hierro. Moses cayó hacia atrás, incapaz de reaccionar. Su espalda golpeó el suelo, y el fusil salió despedido, resbalando por el suelo y girando sobre sí mismo como una extraña peonza. Había reconocido su frente amplia y sus cabellos blancos y apagados, y por supuesto, su mandíbula perdida. El cuello de su sotana, raído y manchado por incontables manchas de sangre, era inequívoco. Y sus ojos... sus ojos eran dos pozos iracundos donde un blanco infinito y cruel resplandecía como la superficie de la luna.

No... ¡NO!

Lo mataron...
lo mataron
y se quedó muerto, ¡muerto!, con un enorme agujero en la cabeza. Le arrancaron la mandíbula, y Susana le atravesó el cerebro con un impacto de bala directo. Se quedó allí, en Málaga... en el Álamo, tirado contra la pared de uno de los pisos, junto a la isla central donde estaban instalados los ascensores. ¡Él lo vio!, ¡él le brindó su muerte a su amigo el Cojo! ¡
Lo mataron
!

Mientras Moses se sumergía en un mar de confusión, el padre Isidro había conseguido colocarse encima de él y le asestaba un puñetazo en mitad de la cara. La explosión de dolor fue inaudita; su cráneo golpeó brutalmente contra el suelo, arrastrándolo a un universo de dolor que le nubló la visión. Moses abrió la boca para gritar, e Isidro vio sus dos hileras de dientes, perfectamente alineados; vio su lengua, y la odió.

Emitió un sonido gutural, casi cenagoso, y ciego de rabia, lanzó la mano hacia delante. Los dedos se introdujeron en la boca. Moses abrió los ojos, invadido por la sorpresa. La cara de Isidro era prácticamente un cráneo provisto de nariz, y la lengua se extendía hacia él, recubierta de saliva seca y blancuzca.

No podía respirar, ni hacer fuerza con la mandíbula para cerrar la boca. Intentó asir su muñeca con las manos, pero era como intentar desplazar un poste de hierro; resultaba del todo inamovible. Los dedos se introducían más y más en su garganta, provocándole una náusea infinita. Incapaz de aguantar por más tiempo, su cuerpo se contrajo en una dolorosa arcada, y el escaso contenido de su estómago pugnó por liberarse. El vómito, caliente y brutal, chocó contra los dedos de Isidro y se quedó allí, escapando por los agujeros de la nariz.

Moses se sacudió, luchando por respirar. El ataque había sido tan contundente e inesperado que no había tenido tiempo de coger aire, y su cuerpo lo reclamaba imperiosamente. La lluvia no ayudaba: el agua entraba por la nariz, y el vómito que sentía en la garganta y las fosas nasales era ácido, cálido e insoportable.

El pánico y la impotencia recorrieron su cuerpo como una descarga eléctrica. En un último y desesperado intento, sacudió las piernas y las caderas, pero era como si el sacerdote pesase una tonelada: seguía encaramado en su vientre, empujando con los dedos, rasgando.

Asesinándome...

La visión se le iba. Cerró los ojos, pensando con cierta confusión que al menos perdería de vista el rostro terrible de aquel espanto sin boca. Su último pensamiento fue para Isabel. Recibió esa imagen con lágrimas en los ojos. Vio su rostro flotando en un mar negro, tan hermosa como era, hasta que la imagen perdió intensidad y fue suplantada por otras: recuerdos que brotaban suavemente del fondo de su mente y que le transportaron a los días en los que compartían lecho, allá en Carranque. Y lo recordó todo: el tacto de las sábanas, sus labios calientes, el perfume secreto de sus axilas, las confidencias a las que se entregaban en susurros en mitad de la noche. Y así, sus músculos se fueron relajando, muy poco a poco, hasta que dejó de oponer resistencia.

Sólo unos segundos más tarde, su mano caía lacia sobre el suelo mojado. Moses se había ido.

El padre Isidro dejó la mano en el interior de la boca un tiempo más, sólo para asegurarse. El moromierda había dejado de moverse, y el atronador retumbar de su corazón había desaparecido. Su cadáver miraba hacia el cielo nocturno con un solo ojo abierto y una sustancia blancuzca, cuajada de grumos de saliva, resbalaba de su nariz. Estaba muerto. La calidez de su garganta en la mano era extrañamente reconfortante, pero supuso que ésta desaparecería también en pocos instantes.

Se sentía alborozado, dichoso. Miró hacia arriba y se encontró con la atenta mirada de la luna, que parecía arrancarle destellos plateados en sus cabellos mojados.

¡Señor, te envío a otro, para que dispongas de él!

Dejó escapar un ronroneo horrible y entrecortado que pretendía ser una carcajada. Sólo después, extrajo la mano. Las puntas de sus dedos estaban ensangrentadas, pero la lluvia los lamió rápidamente. También empezó a llenar de agua el interior de la boca muerta del cadáver.

Isabel había salido corriendo, con las lágrimas escapando de sus ojos. Éstas se confundían rápidamente con la lluvia.

Gaby cerró la puerta tan pronto ella salió al exterior, como le había dicho, pero no podía evitar estar asustado: ya sabía lo que pasaba cuando los adultos salían corriendo para salvar a otros. Lo sabía demasiado bien. Regresó junto a su hermana y la abrazó.

Ella miraba ahora alrededor, intentando ver algo a través de la abrumadora cortina de agua, pero no pudo ver a Moses por ninguna parte. Pensó en gritar su nombre, pero entonces pensó que podría alertar a los zombis. Sin embargo, cuando miró hacia atrás, y cuando vio que la puerta donde permanecían los niños estaba cerrada y no había ningún indicio que pudiera llevar a los muertos hacia allí, decidió que le importaba una mierda, y empezó a llamar a gritos.

—¡MO!, ¡MOSES!

Empezó a correr, sintiendo el peso del fusil en las manos y preguntándose si cargar con aquel trasto serviría aún de algo. No le importaba ponerse en peligro, sólo esperaba llegar a tiempo adonde fuera que estuviese Moses. No quería perderlo.

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