Authors: Knut Hamsun
Sin detenerme un momento a reflexionar fui derecho a la cama y me puse a enrollar la colcha de Hans Pauli. ¡Sería bien desagradable que mi feliz inspiración no pudiera salvarme! Me acometieron tantos escrúpulos, pero me elevé por encima de ellos. ¡Los mandé a paseo! Yo no era un santo, un virtuoso idiota; tenía toda mi razón...
Me puse la colcha bajo el brazo, y fui al número 5 de la calle de Stener.
Llamé y entré, por primera .vez, en la gran sala desconocida. La campanilla de la puerta sonó sobre mi cabeza, con una serie de golpes incoherentes. De una habitación contigua salió un hombre, masticando, con la boca llena de comida, y se colocó ante el mostrador.
—¡Oh! ¿Puede usted darme media corona por mis gafas? Seguramente las recuperaré dentro de unos días.
—¡Hum! ¿Son gafas de acero?
—Sí.
—No, no puedo.
—Claro, usted no puede. Perdone, no era más que una broma. Pero traigo una colcha que no me hará falta en algún tiempo, y he pensado que podría usted quedarse con ella.
—Desgraciadamente tengo un gran surtido de colchas —contestó. Y cuando la desenrollé le dirigió una rápida ojeada y gritó—: No, perdone usted; eso no me sirve.
—He querido enseñarle primero el peor lado —dije—. El otro está bastante mejor.
—¡Oh, no se moleste; no quiero ver más y no encontrará por eso ni diez óre! ¡En ninguna parte!
—No, claro que no tiene valor —dije—; pero pensé que podía formar un lote con otra colcha vieja para la almohada.
—No, es inútil.
—Veinticinco óre —dije.
—No, no la quiero ni regalada; esas cosas no entran en mi casa.
Recogí la colcha bajo el brazo, y volví a mi casa. Una vez allí, hice como si nada hubiese ocurrido; extendí de nuevo la colcha en la cama, la desarrugué bien, como tenía por costumbre, e intenté hacer desaparecer toda huella de mi última tentativa. ¡Parecía increíble! Necesitaba haber perdido el juicio para decidirme a cometer semejante canallada; cuanto más pensaba en ello, más increíble me parecía. Debió de ser un acceso de debilidad, un relajamiento de los resortes de mi conciencia, que me había cogido desprevenido. Por otra parte, no me había dejado caer en la trampa; tuve el presentimiento de que iba por mal camino desde el momento que intenté empeñar ante todo mis gafas. Me regocijé grandemente de no haber tenido ocasión de cometer aquella falta, que hubiera manchado las últimas horas de mi vida.
Aún volví a la población.
Nuevamente me senté en un banco, cerca de la iglesia de El Salvador, me acurruqué con la barbilla apoyada en el pecho, cansado de la última sobreexcitación, enfermo y agobiado por el hambre. Pasaba el tiempo.
Aún podía permanecer allí una hora larga. Había más luz en la calle que en mi casa; además, me parecía que el estómago no me atormentaba tanto al aire libre; y, de todos modos, volvería a casa demasiado pronto.
Estaba medio dormido, y reflexionaba y sufría cruelmente. Me había metido en la boca una guija, después de limpiarla, para tener algo que chupar. Aparte esto, no hacía ningún movimiento, ni siquiera movía los ojos. Las gentes iban y venían; el ruido de los coches, las pasadas de los caballos y las conversaciones llenaban el ámbito.
Siempre podía intentar empeñar los botones. Claro que de nada me serviría, y además no podía con mi alma. Pero bien pensado, para ir a mi casa había de pasar precisamente por la casa de empeños.
Por fin me levanté y eché a andar lentamente a pasos cortos. Empezaba a sentir un gran calor por encima de las cejas, la fiebre subía, y me apresuré con todas mis fuerzas. Volví a pasar ante la panadería, y aún vi el pan. «No, nos paramos aquí —dije con firme resolución—. ¿Y si entrara a pedir un poco de pan?» Fue un pensamiento fugaz, como un resplandor. «¡Puf!», rechacé. Y volví a andar, pensando en la amarga ironía de mi suerte, porque demasiado sabía que era inútil entrar a pedir en aquella tienda.
En el pasaje de los Corderos, oí un rumor de charla amorosa junto a una puerta; un poco más lejos, había una muchacha asomada a una ventana. Andaba yo tan despacio y con tal circunspección, que parecía llevar alguna idea en la cabeza... y la muchacha salió a la calle.
—¡Hola! ¿Qué tal, querido? ¿Qué? ¿Estás enfermo? ¡Qué cara, Dios me perdone! Y la muchacha se retiró apresuradamente.
Me paré. ¿Qué tenía mi cara? ¿Había comenzado a morir en realidad? Me toqué las mejillas; estaba delgado, no era para menos; estaba desencajado. ¡Dios mío! Volví a andar a pasos cortos.
Nuevamente me detuve. Debía de estar hecho una calavera. Y los ojos pronto se me hundirían en la cabeza. ¿Qué aspecto ofrecía? ¡También era ocurrencia del diablo que uno se desfigurase por tener hambre! De nuevo noté que me invadía la cólera, la última llamarada, el último espasmo. ¡Dios me valga! ¿Qué cara, eh? Estaba dotado de una cabeza que no tenía semejante en todo el país; de un par de puños que, ¡vive Dios!, podía moler y pulverizar a un descargador; y con todo, en plena ciudad de Cristianía, tenía que ayunar hasta perder la figura humana. ¿Tenía aquello sentido, estaba dentro del orden y de la medida? Había hecho todo lo hacedero, me había reventado noche y día, como caballejo de pastor, había estudiado hasta que se me saltaban los ojos, había ayunado hasta perder la razón. ¿Qué diablos tenía, en cambio? Hasta las prostitutas rogaban a Dios que me quitara de su vista. Pero ahora se había acabado... ¿Comprendes?
¡Acabado!
Aunque el diablo se metiera por medio ¡habría que acabar...! Con creciente furor, rechinando los dientes al sentirme tan acabado, seguí entre quejas y juramentos, echando pestes, sin cuidarme de las gentes que pasaban a mi lado. Volví a martirizarme voluntariamente golpeándome la frente contra los faroles, hincándome las uñas en las palmas, mordiéndome la lengua como un demente cuando hablaba con claridad y riendo furiosamente de mi daño.
—Sí, pero ¿qué hacer? —me pregunté por fin. Golpeé el suelo con el pie varias veces, repitiendo—: ¿Qué hacer? ¿Qué hacer?
Un caballero que pasaba en aquel momento, me dijo sonriendo:
—Hacerse detener.
Le miré. Era uno de nuestros célebres médicos de señoras, llamado el
Duque
. Tampoco él comprendía mi estado, él, un hombre al que yo conocía, al que había estrechado la mano. Me tranquilicé. ¿Detener? Sí, tenía razón; yo estaba loco. Sentía la locura en mi sangre, la sentía latir en mi cerebro. ¡Aquél era el fin que me estaba reservado! ¡Sí, sí! Continué mi camino, lenta y tristemente. ¡Ya sabía dónde iría a parar!
Me detuve en seco. «¡Pero no a presidio! —me dije—. ¡Eso, no!» Mi voz estaba ronca de angustia. ¡Rogué, supliqué al vacío que no me detuvieran! Porque volverían a llevarme al Depósito, me encerrarían en una sombría celda en la que no habría ni un rayo de luz. «¡No, eso no!» Aún quedaban otras salidas que no había probado. Las intentaría, me impondría aquel trabajo, emplearía en él mi tiempo e iría sin descanso de puerta en puerta. Allí estaba, por ejemplo, Cisler, el comerciante de música; no había puesto los pies en su casa. Podría encontrarse remedio... Me pareció discurrir tan bien, que otra vez lloré de emoción. «¡Todo menos que me arresten!»
¿Cisler? ¿Quizá me lo indicaba Dios? Su nombre se me había ocurrido sin motivo, y vivía allá en el quinto infierno; pero quise ir a verle en seguida. Conocía el camino por haber ido con frecuencia a comprar algo de música, en los buenos tiempos. ¿Le pediría media corona? Quizá le molestase si no le pedía una corona entera.
Entré en la tienda y pregunté por el dueño; me introdujeron en su despacho. Allí estaba sentado, guapo, vestido a la última moda, y examinaba unos papeles.
Balbucí una excusa, y le expuse mi pretensión. Forzado por la necesidad de dirigirme a él... Quizá no tardaría en devolverle el dinero... Cuando recibiera el importe de mi artículo en el periódico... Me prestaría un gran servicio...
Hablaba todavía, cuando se volvió a su mesa y continuó trabajando. Cuando terminé, me lanzó una mirada oblicua, movió su hermosa cabeza y dijo: «¡No!». Simplemente: «No». Ni una explicación. Ni una palabra.
Mis piernas no me sostenían y hube de apoyarme en la pequeña barandilla pulida. Intentaría otra vez. ¿Por qué habría acudido su nombre a mi memoria en el barrio de Vaterland? Sentí unas punzadas en el lado derecho y comencé a sudar. «¡Jem! Realmente estaba muy débil —dije—, bastante mal, ¡ay!, y seguramente dentro de cuarenta y ocho horas podría devolvérselas. ¡Si quisiera ser tan amable!»
—¿Por qué acude a mí, buen hombre? Para mí es usted sencillamente un X entrado de la calle. Vaya usted al periódico, donde le conocen.
—¡Nada más que por esta tarde! —dije—. La redacción ya está cerrada y tengo mucha hambre.
Meneó la cabeza sin interrupción, y seguía moviéndola cuando ya tenía yo la mano en el picaporte.
—¡Adiós! —dije.
«No era un signo del Altísimo —pensé; y sonreí amargamente—; así yo también podía hacer indicaciones si fuera necesario.» Me arrastré durante un cuarto de hora, y después otro, descansando aquí y allá sobre un escalón. ¡Con tal de que no me detengan! Todo el tiempo me perseguía el terror de la celda, sin dejarme un momento de reposo; cada vez que encontraba un agente en mi camino, me escabullía ` por una calle transversal para evitar el encuentro. «Andaremos otro poco —me dije— y probaremos la suerte de nuevo. Alguna vez se encontrará el remedio.» Era un modesto almacén de mercería, donde nunca había puesto los pies. Sólo había un hombre detrás del mostrador; un despacho interior con una placa de porcelana en la puerta, y una larga hilera de tablas. Esperé a que la última cliente hubiera abandonado la tienda, una joven con dos hoyuelos. ¡Qué aspecto tan dichoso tenía! No quise impresionarla a mi favor con mi americana cerrada con un alfiler, y me volví.
—¿Desea usted algo? —preguntó el dependiente.
—¿Está el dueño?
—Está de excursión por Jotunheimen —contestó—. ¿Tenía usted algo importante para él?
—Se trata de pedir algunos
óre
para comer —dije, intentando sonreír—. Estoy hambriento y no tengo un cuarto.
—Entonces está usted tan rico como yo —dijo, y comenzó a colocar paquetes en fila.
—¡Oh, no me despida usted... todavía! —dije, y un estremecimiento recorrió todo mi cuerpo—. Realmente estoy casi muerto de hambre, hace ya varios días que no tomo nada.
Con toda seriedad, sin decir nada, empezó a volverse los bolsillos, uno tras otro. ¿No quería creer su palabra?
—Solamente cinco
óre
—dije—. Le devolveré diez dentro de unos días.
—Buen hombre, ¿quiere usted que robe la caja? —preguntó, impaciente.
—Sí —dije—, tome cinco
óre
de la caja.
—No seré yo quien haga eso —contestó, y agregó—: Y permítame decirle que ya hemos terminado este asunto.
Salí, enfermo de hambre y rojo de vergüenza. ¡No, había que terminar! Verdaderamente, había llegado muy lejos. Me había mantenido durante muchos años, duante muchas horas crueles en el camino recto, y he aquí que de pronto caía en la mendicidad más embrutecedora, degradaba mi pensamiento y llenaba mi alma de imprudencia, no avergonzándome, para hacerme más interesante, de llorar ante los más modestos comerciantes. ¿Y de qué me había servido? ¿No estaba igual que antes, sin un trozo de pan que llevarme a la boca? Sólo conseguí disgustarme a mí mismo. ¡Sí, sí; había que acabar! No tardarían $n cerrar la puerta de mi casa, y tenía que apresurarme si no quería volver a dormir en el Depósito.
El miedo me prestó fuerzas. No quería dormir en el Depósito. Con el cuerpo doblado y la mano apoyada en el costado izquierdo para calmar un poco las punzadas, me arrastré con la vista fija en el suelo, para no tener que saludar a mis conocidos, y me apresuré hacia el cuartelillo de los bomberos. A Dios gracias, sólo eran las siete en el reloj de El Salvador, y tardarían tres horas en cerrar la puerta. ¡Qué miedo había pasado!
No me quedaba nada que intentar, había hecho cuanto podía. «¡No haber obtenido nada en todo el día! —pensé—. Si se lo contara a alguien, no me creería, y si lo escribiera, dirían que lo he inventado. ¡Nada de ninguna parte! ¡Bah, ya sé qué hacer; ante todo, no tratar de inspirar piedad! ¡Puf! ¡Qué cosa tan desagradable! Te aseguro que me repugna. ¡Si toda esperanza se ha perdido, bien, que se pierda! Por otra parte, ¿no podría coger un puñado de avena en la cuadra?» Un rayo de luz, un rayo... yo sabía que la cuadra estaba cerrada con llave.
Acudí en mi ayuda y fui hacia mi casa a paso de tortuga. Sentí sed, felizmente por primera vez en todo el día, y por el camino busqué una fuente donde beber. Estaba demasiado lejos el Mercado de la Carne, y no quería entrar en una casa particular. Tal vez pudiera esperar hasta llegar a mi casa, bastaría un cuarto de hora. Además, no estaba seguro de poder sostener un buche de agua. Mi estómago no toleraría nada. Hasta la saliva que tragaba me daba nauseas.
¡Pero, y los botones! ¡Aún no había intentado nada con los botones! Me paré en seco y sonreí. ¡Quizá estaba en ellos la solución! ¡Mi perdición no era tan irremisible! A lo mejor conseguiría diez
óre
, al día siguiente encontraría otros diez, y el jueves me pagarían mi artículo en el periódico. ¡Ya vería cómo se arreglaba! ¡Haber podido olvidar los botones! Los saqué y los miré al emprender la marcha. La alegría oscureció de tal modo mi vista, que no veía no por dónde iba.
¡Qué bien conocía yo el gran sótano, el refugio de las tardes sombrías, mi vampiro amigo! Todos mis objetos habían desaparecido en aquel antro, uno a uno: mis escasos objetos familiares, mi último libro. En los días de subasta bajaba por gusto de espectador, y me alegraba si mis libros caían al parecer en buenas manos. Magelsen, el actor, tenía mi reloj, y estaba casi orgulloso por ello. Un conocido compró un almanaque en el que estaba mi primer ensayo poético; y mi gabán fue a parar al taller de un fotógrafo, como accesorio. Por lo tanto, no tenía por qué arrepentirme de lo sucedido.
Llevaba los botones preparados en la mano, y entré. Mi tío está sentado a su mesa y escribe.
—No tengo prisa —le dije, ante el temor de que se molestara por mi pretensión.
Mi voz tenía un tono tan extrañamente hueco, que apenas la reconocí yo mismo, y mi corazón batió como un martillo.
Vino hacia mí, sonriendo, según su costumbre; colocó las dos manos abiertas sobre el mostrador, y me miró sin decir nada.