Authors: Knut Hamsun
Ya se había ido. La calle estaba casi desierta. Empezaba a oscurecer y no pude ver al muchacho; quizá se hubiera ido a su casa. Dejé el pastel con precaución en la puerta, llamé fuerte, y me fui corriendo. «¡Ya lo encontrará! —me dije—. Lo primero que hará al salir será verlo.» Una alegría idiota humedeció mis ojos ante la idea de que el pequeño encontraría el pastel. Volví a bajar a la plaza del Ferrocarril.
Ya no tenía hambre, pero el alimento azucarado que acababa de tomar empezaba a molestarme. En mi cerebro se alborotaban de nuevo las más locas ideas. ¿Y si cortara a escondidas la amarra de uno de estos navíos? ¿Y si de repente empezara a gritar: ¡Fuego!? Seguí avanzando por el muelle, en busca de una caja donde sentarme, crucé las manos y noté que mi cabeza se atontaba cada vez más. Y no me moví, no hice absolutamente nada para resistir.
Estaba con los ojos fijos en el Copegoro, el tres palos con pabellón ruso. Vi un hombre cerca de la batayola. La linterna roja de babor iluminaba la parte alta de su cabeza. Me levanté para hablarle sin ninguna idea preconcebida y sin esperar recibir contestación.
—¿Se da usted a la vela esta tarde, capitán?
—Sí, dentro de un instante.
Hablaba sueco. Debía ser finlandés.
—¿No necesita usted un hombre?
Por el momento me daba lo mismo obtener o no una repulsa; me era indiferente su respuesta. Aguardaba y le miraba.
—¡Oh, no! —contestó—. En todo caso tendría que ser un novato.
¡Un novato! Sentí un estremecimiento, me quité furtivamente mis gafas y las guardé en mi bolsillo, subí la escala y llegué a la batayola.
Yo no soy del oficio— dije—, pero puedo hacer el trabajo que usted quiera. ¿Qué destino lleva usted? Vamos en lastre a Leeds a tomar carbón para Cádiz.
—¡Está bien! —dije imponiéndome al hombre—. Me es indiferente adónde va. Haré mi trabajo. Permaneció un instante mirándome y reflexionando.
—¿No has navegado nunca? —preguntó.
—No, pero, como le digo, déme un trabajo y lo haré. Estoy acostumbrado a hacer un poco de todo. Meditó de nuevo. Me había hecho ya a la idea de partir, y empezaba a temer que tendría que volver a tierra.
Vaya, ¿qué piensa usted, capitán? De veras; puedo hacer lo que sea. ¿Qué digo? Muy poco hombre sería si me contentara con hacer mi tarea. Puedo hacer más, si es necesario. Me sentará bien esto y puedo soportarlo.
—¡Bah! Podemos ensayar —dijo, sonriendo por mis últimas palabras—. Si la cosa no va bien, siempre podemos separarnos en Inglaterra.
—¡Naturalmente! —contesté con alegría.
Y repetí que podíamos separarnos en Inglaterra si la cosa no iba bien.
Me puse a trabajar...
En el fiordo me incorporé un momento, hundido por la fiebre y por el agotamiento; dirigí una mirada a la tierra y dije «adiós» por entonces a la ciudad; aquella Cristianía en que con toda claridad brillaban las ventanas de todas aquellas viviendas, de todos aquellos hogares.