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Authors: Knut Hamsun

Hambre (19 page)

—¡Maldita manera de escribir así estas cantidades! —dije, desesperado—. Hay aquí, que Dios me perdone, sólo cinco dieciseisavos de queso. ¡Se ha visto nunca cosa semejante! ¡Mire, vea usted misma!

—Sí —contestó la patrona—, tiene costumbre de escribir así. Es queso de Holanda, ¡Sí, está bien! Cinco dieciseisavos hacen cinco onzas.

—Sí, comprendo —interrumpí, aunque en realidad no comprendía nada en absoluto.

Intenté de nuevo hacer el sencillo cálculo, que algunos meses antes habría hecho en un minuto; sudaba sangre y agua pensando con todas mis fuerzas en aquellas cantidades enigmáticas, y entornaba meditativamente los ojos como si estudiase el asunto con la mayor antelación. Pero tuve que renunciar a ello. Las cinco onzas de queso habían dado cuenta de mí; era como si se hubiera roto algo en mi frente.

Mas para dar la impresión de que seguía haciendo cálculos, movía los labios y, de cuando en cuando, decía un número en alta voz, bajando cada vez más los ojos sobre la factura como si continuara trabajando y me acercara al final. Por fin dije:

—La he recorrido del principio al fin, y no hay error en ella, por lo que he podido ver.

—¿No hay error? Así, pues, ¿no está equivocada? Comprendí que no me creía. Y de pronto, me pareció que ponía en sus palabras un acento de desprecio, un tonillo indiferente que nunca le había oído antes. Dijo que quizá yo no estaba acostumbrado a contar en dieciseisavos, que tendría que dirigirse a alguien que entendiera de ello, para comprobar bien la factura. Lo dijo, no en tono agresivo para avergonzarme, sino seriamente preocupada. Al llegar a la puerta, y a punto de salir, dijo sin mirarme:

—¡Perdóneme que le haya molestado! Salió.

Poco después, la puerta volvió a abrirse, y entró mi patrona; no podía haber ido más allá del corredor.

—¡Y ahora que pienso! —me dijo—. No lo tome a mal, pero, ¿no me debe usted algo? ¿No hizo ayer tres semanas que vino? Sí, eso es. Desgraciadamente, ya he de luchar bastante con una familia tan numerosa para que pueda hospedar a nadie a crédito...

La contuve.

—Trabajo en un artículo del que ya le hablé —dije—, y en cuanto lo termine, tendrá usted su dinero. Puede estar completamente tranquila.

—Sí, pero no termina usted nunca su artículo...

—¿Usted cree? Es posible que la musa me visite mañana, quizá esta misma noche; nada se opone a que sea esta misma noche y entonces mi artículo estará terminado en un cuarto de hora, todo lo más. Comprenda que mi trabajo no es como el de otras personas; no puedo sentarme y producir determinada cantidad al día, he de esperar el momento. Y no hay nadie que pueda decir el día ni la hora en que la musa acudirá; es preciso que la cosa siga su curso.

Mi patrona se retiró. Pero su confianza en mí quedaba muy quebrantada.

En cuanto me quedé solo, me levanté de un salto y me arranqué los cabellos de desesperación. ¡Estaba perdido sin remedio, irremisiblemente perdido! ¡Mi cerebro había hecho bancarrota! ¿Había llegado a tal grado de idiotez que era incapaz de calcular el valor de un pedazo de queso? Por otra parte, ¿era posible que hubiese perdido el juicio cuando podía plantearme estas preguntas? Además, mientras me esforzaba en calcular, ¿no hice la luminosa observación de que mi patrona estaba encinta? No tenía razón alguna para sospecharlo, nadie me lo había dicho y no se me ocurrió la idea por intuición; lo vi con mis propios ojos y lo comprendí inmediatamente; y, por añadidura, en un momento de desesperación, mientras estaba sumido en un cáculo de dieciseisavos. ¿Cómo explicarme esto ?

Me asomé a la ventana que daba a la calle de los Carreteros, donde algunos niños, pobremente vestidos, jugaban arrojándose unos a otros una botella vacía y gritando a voz en cuello. Un carro de mudanzas pasó cerca de ellos, rodando lentamente; sería una familia desahuciada, que cambiaba de domicilio fuera de la época de mudanzas. Tal fue la idea que tuve al momento. El carro iba cargado de camas y somieres, camas apolilladas y cómodas, sillas pintadas de rojo, con tres pies, esteras, hierros viejos, batería de cocina. Una muchacha, casi una niña, muy fea y con la nariz destilante de constipado, iba tendida en todo lo alto de la carga y se agarraba con sus pobres manos amoratadas para no caerse. Se acomodaba sobre un montón de horribles colchones húmedos, en que habían dormido niños, y miraba a los muchachos que se lanzaban la botella vacía...

Observé todo aquello sin que me costara trabajo comprender el significado y mientras estaba en la ventana oía también la voz de la criada de mi patrona, que cantaba en la cocina, contigua a mi cuarto; conocía la canción y presté oído para ver si desafinaba. Y me dijo que un idiota no podía hacer todas aquellas observaciones y que, a Dios gracias, yo era tan razonable como cualquiera.

De pronto vi que dos niños empezaban a reñir en la calle. Conocía a uno de ellos, que era el hijo de mi patrona. Abrí la ventana para oír lo que decían y al momento se reunió una caterva de chiquillos bajo mi ventana. Todos alzaban los ojos, llenos de deseo. ¿Qué esperaban? ¿Quién arrojaba algo? ¿Flores marchitas, huesos, puntas de cigarro, algo bueno que roer o que sirviera de juguete? Dirigían hacia mi ventana sus caras amoratadas por el frío, con los ojos desmesuradamente abiertos. Pero los dos enemigos continuaban injuriándose. Palabras parecidas a grandes monstruos viscosos salían de aquellas bocas infantiles, espantosos apodos, palabras de mujerzuelas, juramentos de marineros que quizá habían aprendido en los muelles. Y los dos estaban tan trabados de insultos, que no vieron a mi patrona que corría hacia ellos para saber la causa de la reyerta.

—Sí —explicó su hijo—. ¡Me ha cogido por la garganta y no he podido respirar durante un gran rato! Y volviéndose hacia el enemigo, que reía aviesamente, se enfureció gritando—: ¡Vete al diablo, pedazo de bruto! ¡Valiente piojoso, que coge a la gente por la garganta! ¡Maldito, voy a...!

Y la madre, aquella mujer embarazada que llenaba con su vientre la estrecha calle, reprendió a su hijo de diez años, cogiéndole del brazo para llevárselo.

—¡Chist! ¡Cierra el pico! ¡También tú tienes la lengua muy larga! ¡Hablas tan groseramente como si te hubieras criado en un burdel! ¡Basta ya; entra en casa!

—¡No quiero!

—¡Ya estás andando!

—¡No me da la gana!

Desde la ventana veía que la cólera de la madre iba en aumento. La desagradable escena acabó por excitarme violentamente y no pudiendo resistir más grité al chico que subiera a mi cuarto un momento. Grité dos veces, sólo para separarlos, para poner fin a la escena; la segunda vez grité tan fuerte que la madre se volvió estupefacta y levantó la vista. Instantáneamente se repuso, me miró descaradamente, con gesto de arrogancia, y se retiró, no sin lanzar a su hijo una frase llena a acrimonia, y en voz muy alta para que yo pudiese oírla:

—¡Uf! ¡Vergüenza debiera darte mostrar ante la gente lo malo que eres!

No perdía el más insignificante pormenor de lo que pasaba. Mi atención se mantenía despierta a todo y mi espíritu iba formando juicio de todo lo que mis ojos recogían. Era, pues, inadmisible que mi razón estuviera trastornada. ¿Y por qué había de estarlo entonces, precisamente?

«Oye —me dije de pronto—: ya dura demasiado este asunto de tu razón. ¡Basta de preocupaciones y tonterías! ¿Es un síntoma de locura observar y recoger las cosas tan minuciosamente como tú haces? Casi me harías reír, te lo aseguro; porque no deja de tener gracia. En una palabra: a todo el mundo le ocurre al quedarse cortado, por azar, y esto precisamente ante las cuestiones más sencillas. Lo repito, estoy a punto de reírme de ti. En cuanto a la factura del tendero, esos miserables cinco dieciseisavos de queso de pobre —mejor diría queso con clavo y pimienta dentro—, por lo que se refiere a ese ridículo queso, al mejor calculista podría haberle ocurrido lo mismo que a mí. Sólo el olor de ese queso es capaz de acabar con un hombre... Me río yo de todo el queso picante. ¡A mí dadme algo que sea comestible! ¡Ponedme ante cinco dieciseisavos de buena manteca de vaca! ¡Eso ya es otra cosa!»

Reí nerviosamente de mis propias bufonadas y me parecieron prodigiosamente divertidas. Realmente, nada tenía de trastornado, estaba en mi cabal juicio.

Mientras me paseaba por la habitación hablando conmigo mismo, aumentaba mi alegría y mi risa bulliciosa. Me parecía que un rato de alborozo, un momento de verdadero y claro éxtasis, sin preocupación de ninguna clase, bastaría para poner mi cabeza en estado de trabajar. Me senté a la mesa y empecé a ocuparme de mi trabajo. Y la cosa marchaba bien; mucho mejor que desde hacía tiempo; no adelantaba mucho, pero me parecía que lo poco que hacía era de primera calidad. Escribí durante toda una hora sin sentirme fatigado.

Llegaba precisamente a un punto muy importante de la alegoría «Un incendio en una librería». Me parecía ese punto de tal importancia, que todo lo que llevaba escrito hasta entonces no servía para nada. Quería precisamente dar forma, con una real profundidad, a este pensamiento: que no eran libros que se quemaban, sino cerebros, cerebros de hombres, y quise hacer una verdadera noche de San Bartolomé, con aquellos cerebros en llamas. De pronto se abrió la puerta y entró mi patrona como un vendaval, llegando hasta el centro de la habitación, sin pararse siquiera en el umbral.

Lancé un grito ronco, como si hubiera recibido un golpe...

—¿Qué? —dijo—. Creí que había dicho usted algo. Ha llegado un viajero y necesitamos esta habitación para él. Dormirá usted en la nuestra esta noche... ¡Ah! Allí también habrá una cama para usted.

Y sin esperar mi asentimiento comenzó a reunir mis papeles sobre la mesa, desordenándolos.

Mi alegre humor desapareció como llevado por un golpe de viento. Me levanté en seguida, furioso, desesperado. Dejé que la mujer limpiara la mesa, sin dejar nada; no pronuncié ni una palabra. Ella me puso todos los papeles en las manos.

No podía adoptar otro partido, era preciso abandonar la habitación. ¡Mi precioso instante quedaba roto! En la escalera encontré ya al nuevo ocupante, un joven con dos áncoras azules dibujadas en el dorso de las manos; detrás de él subía un mozo con un baúl a la espalda. El extranjero debía de ser un marino y, por lo tanto, un simple viajero de paso para una noche; no ocuparía mi cuarto mucho tiempo. Quizá al día siguiente, cuando él se marchase, volvería a tener un momento feliz; cinco minutos de inspiración y mi trabajo sobre el incendio quedaría terminado. Había de tomar, pues, aquel contratiempo con paciencia.

Nunca había entrado en el cuarto de la familia, la única habitación donde estaba día y noche el hombre, la mujer, el padre de la mujer y cuatro niños. La criada vivía en la cocina, donde dormía también por la noche. Me acerqué a la puerta bien a disgusto y llamé; nadie me contestó, pero oí hablar al otro lado.

Cuando entré, el hombre guardó silencio y ni siquiera contestó a mi saludo, limitándose a dirigirme una mirada de indiferencia como si no me conociera. Por otra parte, jugaba a las cartas con otro personaje a quien yo había visto en los muelles, un mozo apodado
Vaso de vidrio
. Una criatura parloteaba sola en su lecho, y el anciano, padre de la patrona, estaba sentado, muy encogido, en un diván y apoyaba la cabeza en sus manos como si le doliera el pecho y el vientre. Tenía los cabellos casi blancos y en su posición encogida ofrecía el aspecto de un reptil que espiara un ruido.

—Vengo, desgraciadamente, a pedirle un sitio aquí para pasar la noche —dije al hombre.

—¿Ha dicho eso mi mujer? —preguntó.

—Sí. Hay nuevo huésped en mi habitación.

El hombre no contestó nada, volvió a sus cartas. Aquel hombre permanecía un día y otro jugando a las cartas con cualquiera que entrase en su habitación; jugaba sin interés, nada más que por pasar el tiempo y tener algo entre las manos. No hacía nada y sólo se movía al lento compás de sus miembros perezosos, mientras su mujer subía y bajaba, iba y venía, estaba siempre ojo avizor en todo y se encargaba de atraer clientes. Puesta en relación con descargadores y faquines del muelle, éstos, por una pequeña comisión, a menudo le llevaban algún viajero.

Entraron dos de los hijos, dos niñas delgaditas, pecosas, vestidas casi de andrajos, y poco después la patrona. Le pregunté dónde iba a instalarme para pasar la noche. Contestó, secamente, que podía acostarme allí con los demás, o en la antesala sobre el diván, como mejor me pareciese, y mientras me hablaba daba vueltas por la habitación, recogía algo que ponía en orden, y ni siquiera me miró.

Ante aquella respuesta me quedé cortado, me arrinconé junto a la puerta, encogiéndome y hasta fingí estar satisfecho de cambiar mi habitación con otro por una noche. Puse una cara amable, para no irritarla y evitar quizá que me arrojase por completo de la casa. «¡Oh, ya encontraré manera de arreglarme!», le dije. Y me callé.

Ella seguía dando vueltas por la habitación.

—Además, le repito que no puedo dar a crédito mesa y lecho —dijo.

—Sí, pero ya sabe usted que sólo se trata de esperar unos días a que mi artículo esté terminado —contesté—, y entonces le regalaré, además, un billete de cinco coronas, con mucho gusto.

Pero la mujer no tenía ninguna fe en mi artículo, bien se veía. Y no podía mostrarme soberbio y dejar la casa por una pequeña mortificación; demasiado sabía lo que me esperaba, una vez puesto en la calle. Pasaron varios días.

Seguí viviendo abajo, con la familia, porque hacía mucho frío en la antesala, desprovista de estufa; allí dormía también por la noche, en el suelo. El marino extranjero siguió habitando mi cuarto, sin intención aparente de marcharse pronto. Al mediodía entró la patrona diciendo que le había pagado un mes anticipado. Había de examinarse para capitán antes de embarcarse, y por eso vino a la ciudad. Comprendí que mi habitación estaba perdida para mí.

Salí a la antecámara y me senté. De poder escribir algo, había de ser precisamente allí, en la cama. La alegoría ya no me preocupaba; tenía otra idea, un plan de primer orden; quería escribir un drama en un acto, El
signo de la Cruz
, asunto de la Edad Media. Ya llevaba estudiado cuidadosamente cuanto se refería al personaje principal, una abominable cortesana fanática que había pecado en el Templo, no por debilidad o sensualidad, sino por odio al cielo; había pecado al pie del altar, con el paño del altar bajo la cabeza, sólo por desprecio al cielo.

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