Hambre (18 page)

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Authors: Knut Hamsun

—Sí —contesto, intentando llegar a su pecho con mis labios. En aquel instante está echada con los vestidos completamente abiertos. Parece de repente que se avergüenza, como si hubiera ido demasiado lejos; se arregla y se incorpora un poco. Y para ocultar su turbación ante su ropa abierta, habla de los cabellos caídos sobre mis hombros.

—¿A qué se debe que se le caiga el cabello de esta manera?

—No lo sé.

—Bebe usted demasiado, realmente, y puede ser... ¡No lo diré! ¡Debería darle vergüenza! ¡No lo hubiera creído en usted! ¡Tan joven y caérsele ya el pelo...! Ahora, si usted quiere, cuénteme qué vida lleva. ¡Estoy segura de que es horrible! Pero sólo la verdad, ¿oye usted? Nada de evasivas. Además, en su cara veré si intenta ocultarme algo. ¡Empiece usted!

¡Ah, qué lasitud me invadió! ¡Cómo hubiera preferido permanecer tranquilamente mirándola, en lugar de fatigarme y quebrantarme con aquellas tentativas. No servía para nada, estaba convertido en un pingajo.

—¡Ea, empiece usted! —dijo.

Aproveché la ocasión y lo conté todo; no conté más que la pura verdad. No recargaba los tintes sombríos, porque no era mi intento despertar su compasión; también le dije que un día me apropié de cinco coronas.

Ella era toda oídos, estaba boquiabierta, pálida, temerosa, con el espanto en sus ojos brillantes. Quise reparar el mal, disipar la triste impresión que había producido, y, por tanto, dije:

—Eso se ha acabado; ya no me sucederán cosas semejantes; ahora estoy salvado.

Pero ella estaba muy abatida. «¡Dios me asista!», exclamó, y calló. Repetía esta frase a cortos intervalos, y volvía al silencio. «¡Dios me asista!»

Me puse a juguetear, a hacerle cosquillas, la levanté hasta mi pecho. Había abrochado su traje, y esto me irritó ¿Por qué se había abrochado? ¿Era más indigno a sus ojos que si me cayera el pelo por llevar una vida desordenada? ¿Tendría mejor opinión de mí si me hubiera pintado como una calavera... ? Basta de bromas ¡Sólo se trataba de ir al asunto! ¡Y si no se tratara más que de aquello, yo era su hombre!

Me fue forzoso renovar mis tentativas.

La acosté, la eché sencillamente en el diván. Ella resistió poco y parecía asombrada.

—No, pero... ¿qué quiere usted? —dijo.

—¿Qué quiero?

—No..., no, pero...

—Sí, pero sí...

—No, ¡oye usted! —gritó. Y agregó estas palabras, que me hirieron—: ¡A fe mía, creo que está usted loco!

Involuntariamente me detuve un momento y dije:

—¡No lo crea usted!

—Sí. ¡Tiene usted un aire tan insolente! Y el día que usted me siguió... ¿No estaba usted ebrio aquel día?

—No. Pero tampoco tenía hambre, acababa precisamente de comer.

—Pues era peor.

—¿Hubiera usted preferido que estuviese ebrio?

—Sí... ¡Oh, me da usted miedo! ¡Dios mío, no puede usted dejarme...!

Resistía con una energía singular, demasiado enérgicamente para ser una resistencia de pura timidez. Logré, como por inadvertencia, tirar la vela, que se apagó. Oponía una resistencia desesperada y lanzó un pequeño gemido.

—¡No, eso no, eso no! Si quiere, le permito que me bese el pecho. ¡Sea usted amable!

Me detuve instantáneamente. Tenían sus palabras tal acento de espantosa angustia, que me conmovieron. ¡Pensaba resarcirme dándome permiso para besar sus senos! ¡Qué hermoso era esto, qué hermoso y qué ingenuo! Debía caer de rodillas ante ella.

—¡Pero, querida mía! —dije, completamente desconcertado—, no comprendo, no entiendo, realmente su juego...

Se levantó y volvió a encender la vela, con las manos temblorosas; yo permanecí sentado en el diván sin intentar nada... ¿Qué iba a ocurrir? En el fondo yo estaba completamente abatido.

Miró a la pared, sobre el reloj, y se sobresaltó.

—¡Ah, la criada va a venir en seguida! —dijo. Fueron las primeras palabras que pronunció. Comprendí la alusión y me levanté. Cogió su abrigo, como si fuera a ponérselo, pero reflexionó, lo dejó y fue hacia la chimenea. Para que esto no pareciera como que me echaba, pregunté:

—¿Era militar su padre? —y al mismo tiempo me preparé para marcharme.

—Sí, era militar. ¿Cómo lo sabe?

—No lo sabía. Es una simple idea que se me ha ocurrido.

—¡Es singular!

—Sí. Hay ciertos instantes en que tengo presentimientos. Quizá haya algo de locura en esto... Levantó los ojos vivamente, pero no contestó. Notaba que mi presencia era una tortura para ella y quise ponerle término. Fui hacia la puerta. ¿No quería abrazarme ahora? ¿Ni darme la mano? Me paré, esperando.

—¿Se marcha usted? —dijo, permaneciendo inmóvil junto a la chimenea.

No contesté. La miré sin hablar, humillado, desconcertado. ¡Todo lo había echado a perder! No parecía importarle que yo estuviese dispuesto a marcharme; y, de repente, la veía por completo perdida para mí. Busqué algo que decirle en despedida, una frase acertada, honda, que la penetrase y pudiera influir en ella un poco. Y contrariamente a mi decisión de ser frío y altivo, empecé sencillamente, agitado, vejado, herido en lo vivo, a hablar de futilidades. No encontraba la frase que quería y hablaba completamente aturdido. Todo fue, una vez más, literatura y facundia.

—¿Por qué no me decía clara y simplemente que debía marcharme? —pregunté—. Sí, ¿por qué no? No tenía por qué enfadarse. En vez de recordarme que la criada iba a volver en seguida, podía haberme dicho simplemente: Ahora es necesario que se vaya usted, porque tengo que ir a buscar a mi madre y no quiero que me acompañe por la calle. ¿No era esto lo que pensaba? Bastaba muy poco para ponerme en la calle; el solo acto de coger su abrigo para dejarlo en seguida, me había convencido. Como le he dicho, tengo presentimientos. Y quizá, en el fondo, no era la locura...

—¡Dios mío, perdóneme esa palabra! Se me ha escapado —gritó, pero continuó inmóvil, sin venir hacia mí.

Fui inflexible y proseguí. Continuaba charlando con el penoso sentimiento de que la enojaba, de que ni una sola de mis palabras le importaba, y a pesar de todo, seguía hablando. En el fondo, podía tenerse un alma delicada sin estar loco. Quería decir que había naturalezas que se alimentaban de bagetalas y morían por una palabra demasiado dura. Le di a entender que yo era una de esas naturalezas. El hecho era que mi pobreza había agudizado en mí ciertas facultades, hasta el punto de producirme serios disgustos, sí, lo aseguro, serios disgustos. Pero aquello también tenía sus ventajas, me servía de auxilio en ciertos momentos. El inteligente pobre es un observador mucho más fino que el rico inteligente. El pobre mira a su alrededor a cada paso que da, espía suspicazmente cada palabra que oye a las gentes que encuentra; a cada paso que da él mismo impone a sus pensamientos y sus sentimientos un deber, una norma. Tiene el oído fino, es impresionable, es un hombre experimentado, su alma tiene quemaduras...

Y hablé largamente de las quemaduras que tiene mi alma. Pero cuanto más hablaba, más quieta estaba ella, hasta que por fin dijo «¡Dios mío!» varias veces, con desesperación, retorciéndose las manos. Yo veía que la torturaba, y no quería torturarla; pero lo hacía a pesar mío. Por último, creí haberle dicho a grandes trazos lo esencial de lo que tenía que decirle, me conmovió su mirada desesperada y grité:

—¡Ahora me voy! ¿No ve usted que ya tengo la mano en la cerradura? ¡Adiós, adiós! —dije—. Podía usted contestarme cuando me he despedido dos veces, y estoy dispuesto a irme. Ni siquiera le pido otra entrevista, para no atormentarla más. Pero, dígame: ¿por qué no haberme dejado tranquilo? ¿Qué le hice yo? Yo no entorpecía su camino, ¿no es verdad? ¿Y por qué se aparta de repente de mí, como si no me conociera en absoluto? Me arranca usted ahora mis últimas ilusiones, me destroza, me hace más miserable de lo que era. Pero, ¡Dios mío!, no estoy loco. Sabe usted muy bien, a poco que piense en ello, que estoy completamente sano de espíritu. ¡Vaya, venga usted a darme la mano! ¿O me permite que yo vaya? ¿Quiere? No le haré nada, sólo pretendo arrodillarme ante usted un instante. ¿Puedo hacerlo? No, no; no lo haré, porque veo que tiene miedo; no lo haré, no lo haré, ¿oye usted? ¡Dios mío!, ¿por qué está tan asustada? Yo permanezco tranquilo, no me muevo. Quería arrodillarme en la alfombra, un minuto nada más, sobre el color rojo, a sus pies. Pero usted ha tenido miedo, he visto el miedo en sus ojos, y me he estado quieto. ¿Acaso he dado un paso al hacerle este ruego? He permanecido tan inmóvil como ahora, cuando le he indicado el sitio donde hubiera querido arrodillarme ante usted, ahí, sobre la roja rosa de la alfombra. No la he señalado ni siquiera con el dedo, no la señalo, me abstengo de hacerlo para no asustarla, hago un simple movimiento con la cabeza y miro hacia abajo ¡así!, y usted comprende muy bien qué rosa quiero decir; pero usted no quiere dejarme arrodillar ahí. Me teme y no se atreve a acercarse a mí. No comprendo cómo ha tenido el valor de llamarme loco. ¿Verdad que no lo cree usted ya? Una vez, en verano, hace mucho tiempo, estuve loco; trabajaba mucho y olvidaba ir a comer a la hora cuando tenía mucho en qué meditar. Me sucedía eso todos los días; hubiera debido acordarme, pero siempre lo olvidaba. ¡Por el Dios del cielo, que es verdad! ¡Que Dios no me permita salir vivo de aquí si miento! No lo hacía por necesidad, tengo crédito, un gran crédito, en casa de Ingebert y en casa de Gravensen; a menudo tenía también mucho dinero en el bolsillo, y, sin embargo, no compraba comida, porque se me olvidaba. ¿Comprende usted? No dice usted nada, no contesta, no se mueve usted del lado de la chimenea, espera usted ahí a que yo me vaya...

Se acercó apresuradamente hacia mí y me tendió la mano. La miré, lleno de desconfianza. ¿Lo hacía de buen grado o sólo para desembarazarse de mí? Me rodeó el cuello con un brazo, le vi lágrimas en los ojos. Me quedé mirándola. Me ofreció su boca. No podía creerla; sin duda hacía un sacrificio con tal de acabar pronto.

Dijo algo que entendí como esto: «Le amo, a pesar de todo». Lo dijo en voz muy baja y confusamente; quizá no lo entendí bien, tal vez no fueran las mismas palabras; pero me echó al cuello los dos brazos, se levantó sobre las dos puntas de los pies para llegar a buena altura, y quedó así.

Temí que fuese forzada tan viva demostración de cariño, y dije simplemente:

—¡Qué encantadora está usted ahora!

No dije más. Di algunos pasos hacia atrás, abrí la puerta y salí de espaldas. Ella permaneció en la habitación.

Cuarta parte

Había llegado el invierno, un invierno húmedo y mísero, casi sin nieve; una noche perpetua, sombría y brumosa, sin el menor golpe de viento fresco en toda una semana. Los faroles estaban encendidos casi todo el día en las calles, y, a pesar de ello, las gentes se tropezaban en la niebla. Todos los ruidos, el sonido de las campanas, los cascabeles de los caballos de alquiler, las voces humanas, el ruido de los cascos sobre el pavimento, sonaban sordamente, como envueltos en la atmósfera espesa. Las semanas se sucedían y el tiempo no cambiaba.

Yo seguía viviendo en el barrio de Vaterland. Estaba cada vez más sólidamente unido a aquella posada, aquel hotel amueblado para viajeros, donde me permitían vivir, a pesar de mi miseria. Mi dinero se había agotado desde hacía tiempo, pero yo continuaba yendo y viniendo por allí, como si tuviera derecho o como si fuera de la casa. La patrona no me decía nada; pero no por eso me atormentaba menos la imposibilidad de pagarle. Así transcurrieron tres semanas. Llevaba varios días de trabajo, sin lograr escribir nada que me satisficiera; a pesar de mi aplicación y de mis constantes tentativas no acudía la inspiración. Era igual que tratase de desarrollar un tema como otro: la suerte no me sonreía.

Me dedicaba a estas tentativas en un cuarto del primer piso, la mejor habitación para viajeros. Allí permanecía, sin que nadie me molestase, desde el primer día en que tuve dinero para pagar la cuenta. No perdía nunca la esperanza de hacer un artículo sobre cualquier asunto para pagar mi habitación y mis otras deudas; por eso trabajaba con tanta asiduidad. Tenía ya escrito un buen trozo, que prometía mucho. Era una alegoría, un incendio en una librería, un pensamiento profundo que quería desarrollar con todo cuidado para entregarlo, a cuenta, a
El Comendador
. Ya vería éste cómo había socorrido a un verdadero ingenio; no dudaba de que lo vería; sólo se trataba de esperar que la musa me visitase. ¿Por qué no acudiría a mi invitación desde el primer día? Era la única contrariedad que experimentaba. Mi patrona me daba de comer todos los días, algunas rebanadas de pan con manteca por la mañana y por la tarde, y mi nerviosidad había ido desapareciendo. Ya no me envolvía las manos con trapos para poder escribir, y podía mirar la calle desde mis ventanas del primer piso, sin sentir vértigos. Me sentía mucho mejor por todos los conceptos, y empezaba a sorprenderme no haber terminado aún mi alegoría. No me explicaba la causa de aquello.

Acabé por sospechar un día que el estado de debilidad a que había llegado entorpecía mi cerebro, incapacitándolo para todo trabajo.

Aquel día, mi patrona entró en mi habitación con una factura, rogándome que la comprobase; había de haber algún error en el cálculo —dijo— porque no confrontaba con su libro; pero ella no podía encontrar el error.

Me puse a contar. Mi patrona estaba sentada enfrente, mirándome. Conté los veinte sumandos, primero de arriba abajo, y encontré el total exacto; luego de abajo arriba, y obtuve el mismo resultado. Miré a la mujer que, sentada frente a mí, esperaba mi decisión; en seguida observé que estaba encinta, a pesar de no mirarla con ojos escrutadores.

—La suma está bien —dije.

—Ahora, mire cada cantidad; estoy segura de que no puede ascender a tanto.

Me puse a comprobar cada partida; dos panecillos, a
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; la lámpara de vidrio,
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; jabón,
20
; manteca,
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... No era necesario tener un cerebro muy inteligente para recorrer estas columnas de cantidades, esta pequeña factura de tendero que no tenía ninguna dificultad; hice honrados esfuerzos para encontrar el error de que hablaba la mujer, pero no lo hallaba. Después de haber mirado y remirado estas cantidades durante algunos minutos, sentí, ¡ay!, que todo ello empezaba a bailar en mi cabeza; no veía ninguna diferencia entre el debe y el haber, mezclaba todo junto. Por fin me paré bruscamente en el siguiente artículo:
3 y 5/16
de queso, a
16
. Mi cerebro tuvo una avería, literalmente, y fijé mi mirada estúpida en aquella línea, sin poder apartarla.

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