Authors: Knut Hamsun
—Si quiere usted que me marche, señora, no hay por qué molestar tanto —dijo un jugador.
Se levantó. El otro jugador le imitó.
—No, no me refiero a ti. Ni a ti tampoco —les contestó la patrona—. Si es necesario, sabré demostrar lo que quiero decir. Si es preciso, ¡oís! Ya os enseñaré quién es...
Hablaba con frases entrecortadas, lanzando sobre mí sus miradas a cortos intervalos y alargando la cuestión para mejor darme a entender la indirecta.
«¡Silencio! —me dije—. ¡Sobre todo, callar! Aún no me había echado concretamente. ¡Sobre todo, nada de orgullo por mi parte; nada de soberbia a destiempo! ¡No nos desazonemos...! Ese Cristo del cromo tenía una cabellera de un verde singular. Más parecía un poco de hierba, o para expresarme con toda precisión, hierba tupida de una pradera... Era una observación muy exacta por mi parte: hierba de la pradera hermosamente tupida...» En aquel momento cruzó mi mente una serie de fugaces asociaciones de ideas; la hierba verde en un pasaje de la Escritura, donde se dice que toda vida se parece a la hierba que se quema; de allí al juicio Final, donde todo debe abrasarse; luego un pequeño punto descendiendo hacia el terremoto de Lisboa, del cual tuve un recuerdo en una escupidera de cobre español y en un portaplumas de ébano que vi en casa de Ylajali. ¡Ah, sí, todo era efímero! ¡Todo como la hierba que arde! Todo terminaba en cuatro tablas y una mortaja...
casa de la señorita Andersen, a la derecha de la puerta cochera...
Todo esto se resolvía en mi cabeza en aquel instante desesperado en que mi patrona estaba a punto de echarme a la calle.
—¡No lo entiende! —gritó—. Digo que debe usted marcharse. ¡Ahora ya lo sabe! ¡Creo, Dios mío, que este hombre está loco! ¡Ahora mismo va usted a marcharse! ¡Fuera! ¡Ya hemos hablado bastante!
Yo miraba hacia la puerta, no para marcharme; nada de eso. Se me ocurrió una idea desvergonzada. Si hubiese tenido llave de la puerta la hubiera echado, me habría encerrado con los demás para dispensarme de marchar. Tenía un pavor absolutamente histérico de encontrarme en la calle. Pero la puerta no tenía llave y me levanté. No había ninguna esperanza.
De pronto, la voz de mi patrón se unió a la de la mujer. Me detuve estupefacto. Cosa extraña; aquel hombre, que antes me había amenazado, se ponía ahora de mi parte, diciendo:
—No puede echarse a la gente a la calle por la noche, ya lo sabes. Nos exponemos a una multa.
Ignoraba que aquello fuese punible, no lo creía; pero quizá era cierto, porque la mujer mudó de pronto de opinión, se calmó y ya no volvió a hablarme, hasta me dio dos rebanadas de pan para cenar, pero no las acepté, pretextando que ya había comido fuera.
Cuando por fin me fui a la antesala para acostarme, la patrona me siguió, se paró en el umbral y dijo en alta voz, acercándome su vientre grávido:
—Pero ésta es la última noche que duerme usted aquí, téngalo por dicho.
—Sí, sí —contesté.
Quizá al día siguiente podría encontrar un lecho, si me ocupaba de ello. Entretanto celebraba no verme obligado a pasar fuera aquella noche.
Dormí hasta las cinco o las seis de la mañana. Aún no era de día cuando me desperté, pero me levanté en seguida. Como me acosté completamente vestido a causa del frío, no tenía que ponerme nada. Después de beber un poco de agua y abrir la puerta sin ruido, salí en seguida, ante el temor de un nuevo encuentro con mi patrona.
Un policía que había pasado la noche de guardia era el único viviente que había en la calle; poco después, dos hombres empezaron a apagar los faroles de las inmediaciones. Andando sin rumbo fijo, me encontré en la calle de la Iglesia y tomé el camino que baja hasta la fortaleza. Helado y medio dormido, con las rodillas y la espalda cansada del largo paseo, hambriento, me senté en un banco y dormí largo tiempo. Durante tres semanas había vivido exclusivamente de rebanadas de pan que mi patrona me había dado por la mañana y por la noche; hacía exactamente veinticuatro horas que no había comido; el hambre comenzaba a arañarme y era preciso encontrar cuanto antes un remedio. Volví a dormirme en el banco pensando en esto...
Me desperté al oír hablar cerca de mí, y después de desperezarme un poco, vi que ya era entrado el día y que todo el mundo estaba en pie. Me levanté y partí. El sol apareció detrás de los montes. El cielo estaba pálido, y en mi alegría por aquella mañana, después de unas semanas tan sombrías, olvidé todos mis padecimientos; pensando que otras veces me había visto en peor situación, me di unos golpecitos en el pecho y canté un trozo de canción. Mi voz sonaba tan mal, tenía un tono tan cascado, que al oírla me asombré yo mismo. Aquel magnífico día, aquél pálido cielo bañado de luz, me impresionaba tanto, que empecé a sollozar muy alto.
—¿Qué le sucede a usted? —me preguntó un hombre.
No contesté, pero me alejé apresuradamente, ocultando mi rostro a todo el mundo.
Llegué a la parte baja de los muelles. Un gran barco de tres palos, con pabellón ruso, descargaba carbón; leí el nombre de Copegoro en el costado. Me distraje un momento mirando lo que ocurría a bordo del buque extranjero. Debía de estar casi descargado, porque la cifra que indicaba los nueve pies aparecía sobre el agua, a pesar de todo el lastre que ya había embarcado; y cuando los cargadores paseaban por el puente con sus pesadas botas, todo el navío sonaba a hueco.
El sol, la luz, la brisa salada del mar, toda aquella vida activa y alegre me revigorizaba y hacía latir mi sangre en las venas. Pensé que podría hacer algunas escenas de mi drama, allí sentado. Saqué mis papeles del bolsillo.
Intenté hacer una argumentación, que ponía en boca de un fraile, un parlamento que debía estar lleno de vigor y de intolerancia; pero no lo conseguí. Entonces salté por encima del monje y quise componer un discurso del juez a la sacrílega; escribí media página del discurso, y me paré. No quería formarse la atmósfera idónea alrededor de mis palabras. La actividad que reinaba en torno mío, los cantos de los marineros, el rechinar de las grúas, los ruidos ininterrumpidos de los tiros de los vagones concordaban muy poco con el ambiente espeso y enmohecido de la Edad Media que debía envolver mi drama como una bruma. Volví a guardar mis papeles y me marché.
A pesar de todo, estaba muy inspirado y veía claro que podría hacer algo inmediatamente, si todo marchase bien. ¡Si tuviera un lugar donde refugiarme! Pensé en ello, me paré en medio de la calle a reflexionar; pero no conocía en toda la ciudad un solo lugar tranquilo donde instalarme un rato. No había más solución que volver a mi cuarto del barrio de Vaterland. Me repugnaba, me decía constantemente que era imposible; pero avanzaba como deslizándome, acercándome sin cesar al lugar prohibido. Realmente, aquello era lastimoso, convenía en ello; era incluso ignominioso; verdaderamente ignominioso; pero no abandonaba la idea. No tenía el menor orgullo, me atrevería a decir, y no era demasiado fuerte afirmar que yo era uno de los seres menos arrogantes que existían en aquel momento. Continué.
Me detuve ante la puerta cochera a deliberar. ¡Bah! ¡Pase lo que pase, había que arriesgarse! En el fondo, ¿de qué se trataba sino de una bagatela? Además, aquello duraría pocos días, y Dios no volvería a permitir que me viese obligado a buscar refugio en aquella casa. Entré en el patio. Todavía estaba indeciso al pisar en sus piedras desiguales, y, cuando llegué a la puerta, estaba dispuesto a volverme. Apreté los dientes. ¡No, nada de soberbias a destiempo! En el peor de los casos, podría excusarme diciendo que venía a decir adiós, a despedirme cortésmente y a llegar a un arreglo acerca de mi pequeña deuda en la casa. Abrí la puerta de la antesala.
Una vez dentro, me detuve y permanecí completamente tranquilo. Precisamente ante mí, a dos pasos de distancia, estaba el patrón en persona, sin sombrero ni chaqueta, mirando por el ojo de la cerradura la habitación de la familia. Hizo un gesto de silencio con la mano para que me estuviera quieto, y de nuevo miró por el ojo de la cerradura. Rió.
—¡Venga! —murmuró.
Me acerqué andando de puntillas.
—¡Mire! —dijo, y rió con risa silenciosa y cálida—. ¡Mire! ¡Ji, ji! ¡Están acostados ahí! ¡Mire al viejo! ¿Ve usted al viejo?
En la cama, precisamente debajo del cromo del Cristo y frente a mí, vi dos siluetas; la patrona y el marino extranjero; las piernas de la mujer ponían una mancha blanca en el colchón hundido. En su cama, junto a la otra pared, su padre, el viejo paralítico, miraba apoyado en sus manos e inclinado hacia adelante, acurrucado como de costumbre, sin poder moverse...
Me volví hacia mi patrón. Hacía grandes esfuerzos para no reír a carcajadas. Se pellizcaba la nariz.
—¿Ha visto usted al viejo? —cuchicheó—. ¡Dios mío! ¿Ha visto usted al viejo? ¡Está sentado y mira! Y volvió al ojo de la cerradura.
Fui a la ventana y me senté. Aquel espectáculo desordenó implacablemente todos mis pensamientos y mis sentidos, y ahuyentó mi rica inspiración. ¡Bah! ¡Qué me importaba! Puesto que el propio marido lo aceptaba, ¡qué digo!, encontraba en ello una gran diversión, no había motivo para que yo me ocupara de ello. Por lo que respecta al anciano, un viejo es un viejo. Puede que no lo viera, quizá dormía sentado; sabe Dios si estaría muerto. No me asombraría que estuviese muerto. Y no hice de ello un caso de conciencia.
Una vez más cogí mis papeles y quise apartar toda impresión extraña. Me había parado en una frase del discurso del juez: «Así me lo ordenan Dios y la Ley, así me lo ordena mi propia conciencia...». Miré por la ventana, para reflexionar lo que su conciencia debía ordenarle. Del interior de la habitación llegó hasta mí un pequeño ruido. ¡Bah, eso no me importaba absolutamente nada! Además, el viejo estaba muerto, quizá se habría muerto aquella mañana a las cuatro; aquel ruido me era, pues, del todo indiferente; ¿para qué diablos ocuparme de él? ¡Vaya tranquilidad!
«Así me lo ordena igualmente mi propia conciencia...»
Pero todo se había conjurado contra mí. El hombre no estaba completamente tranquilo ante el ojo de la cerradura; oía de cuando en cuando sus risas ahogadas, y veía moverse todo su cuerpo; también en la calle sucedía algo que me distraía. Un chiquillo estaba sentado en la otra acera, y jugaba solo al sol; sin pensar en nada malo; ataba tiras de papel y no hacía daño a nadie. De repente se levantó jurando; salió a la calzada, andando de espaldas, y vio a un hombre ya maduro, de barba roja, que, acodado a una ventana abierta del primer piso, le escupía en la cabeza. El muchacho lloraba de rabia y lanzaba a la ventana injurias impotentes, mientras el hombre se reía de él; esto duró unos cinco minutos. Me volví para no ver llorar al niño.
«Así me lo ordena igualmente mi propia conciencia, de...»
Me era imposible seguir. Por fin, todo se puso a dar vueltas en mi cabeza; incluso me pareció que todo lo que había escrito no servía para nada y aun era un absurdo peligroso. No podía hablarse de conciencia en la Edad Media; la conciencia había sido inventada por aquel profesor de baile, llamado Shakespeare, y, por consiguiente, todo mi discurso era falso. ¿No había nada bueno en mis cuartillas? Las leí una vez más, y mi duda se desvaneció en seguida; hallé pasajes grandiosos, largos trozos de una gran originalidad. Renació en mi pecho la imperiosa y enervante necesidad de reanudar mi trabajo y acabar mi drama.
Me levanté y fui hacia la puerta, sin hacer caso de las señas furiosas del patrón para que no hiciera ruido. Salí resueltamente de la antesala, subí la escalera hasta el primer piso, y entré en mi antigua habitación. El marino no estaba allí, ¿qué me impedía sentarme un instante? No tocaría sus cosas, ni siquiera utilizaría su mesa; me sentaría en una silla cerca de la puerta, y tan satisfecho. Puse nerviosamente los papeles sobre mis rodillas.
Todo fue admirablemente durante unos minutos. Las frases surgían de mi cerebro una tras otra y escribía sin interrupción. Llené página tras página, como desbocado. Gemí dulcemente en el éxtasis de mi inspiración y casi perdí la conciencia. El único ruido que oía era mi propio gemido de alegría. Se me ocurrió otra idea feliz: la de una campana, que debería sonar en cierto momento de mi drama. Todo marchaba perfectamente.
De pronto oí pasos en la escalera. Temblé y estuve a punto de perder la cabeza, esperando, por decirlo así, el ¡quién vive! Lleno de una vaga angustia, excitado por el hambre, escuché nerviosamente, con el lápiz en la mano, incapaz de escribir una palabra más. Se abrió la puerta y entró la pareja de la habitación de abajo.
Sin darme tiempo de excusarme, la patrona gritó, como caída de las nubes:
—¡Dios me perdone y asista, hele aquí otra vez!
—Perdóneme —dije. Quise agregar algo, pero no pude.
—¡Si no sale usted, que Dios me castigue si no voy a buscar a la policía!
Me levanté.
—Sólo quería despedirme —balbucí— y me he visto obligado a esperarla. No he tocado nada, he estado sentado en esta silla.
—¡Oh! No hay nada malo en ello —dijo el marino—. ¿Qué demonios hace? ¡Deje tranquilo a este hombre! Al bajar la escalera, me enfurecí contra la grosera mujer embarazada que pisaba mis talones para hacerme salir rápidamente, y me paré un instante, con la boca llena de las peores injurias que podía decirle. Pero me contuve a tiempo y me callé. Me callé por reconocimiento al extranjero que iba detrás de ella y habría podido oírme. La patrona me seguía y me injuriaba sin cesar, mientras mi cólera crecía a cada paso que daba.
Llegamos al patio, yo muy lentamente, pensando aún si debía agarrar por el cuello a mi patrona. En aquel momento el furor me ofusca por completo y pienso en la efusión de sangre más terrible, en un empujón que podría dejarla muerta en el sitio, en una patada en el vientre. Un mozo se cruza conmigo en la puerta, me saluda y contesto; se dirige a la patrona, que aún me persigue, y oigo que le pregunta por mí; pero no me vuelvo.
A pocos pasos de la puerta me alcanza el mozo, me saluda de nuevo y me para. Me entrega una carta. Violentamente, disgustado, rompo el sobre, y cae un billete de diez coronas; pero ni una carta, ni una palabra.
Miro al mozo y le pregunto:
—¿Qué tonterías son éstas? ¿De quién es esta carta?
—No lo sé —contesta—; me la ha dado una señora. Me detengo. El mozo se marcha. Entonces meto el billete en el sobre, hago cuidadosamente una pelota con todo, me vuelvo, veo a la patrona que me mira aún desde la puerta, y le arrojo el billete a la cara. No digo nada, no pronuncio ni una sílaba; observo solamente antes de irme que examina el arrugado papel.