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Authors: Knut Hamsun

Hambre (9 page)

Todo estaba tranquilo. Sólo mi propia voz chocaba en las paredes. Caí desplomado al suelo, y me sentí incapaz de moverme por más tiempo en la celda. Entonces distinguí en lo alto de la pared un cuadrado grisáceo, una mancha blancuzca, tenue... Era la claridad del día. ¡Ah, con qué delicia respiré! Adopté en el suelo una posición supina y lloré de alegría ante aquella bendita claridad, ante aquel anuncio de luz; sollocé de reconocimiento, envié besos a la ventana y me conduje como un loco. También en aquel instante tenía conciencia de lo que hacía. Todo mi desfallecimiento había desaparecido en un instante, toda mi desesperación y todos mis sufrimientos habían cesado; y, cuanto podía alcanzar mi pensamiento, no tenía ningún deseo insatisfecho. Me senté en el suelo, junté las manos y esperé pacientemente la llegada de la aurora.

¡Qué noche había pasado! Me llenaba de extrañeza que nadie hubiera oído ruido. Es cierto que yo estaba en la sección reservada, muy por encima de todos los detenidos. Un ministro sin domicilio, si así podía decirse. Siempre de excelente humor, con la mirada dirigida a la pared, a la ventana, cada vez más clara, me divertía en «jugar al ministro», me llamaba Von Tangen y me dirigía la palabra en estilo parlamentario. No cesaba de fantasear, sólo estaba menos nervioso. ¡Si no hubiera cometido la lamentable botaratada de olvidar en casa la cartera! Señor ministro, ¿no me concedería el honor de conducirle al lecho? Y con toda seriedad y mucha ceremonia fui hacia el camastro.

Había ya tanta claridad, que pude distinguir las dimensiones de la habitación, y un poco más tarde pude ver el enorme cerrojo de la puerta. Aquello me divertía. La oscuridad uniforme, de un espesor tan irritante, de un espesor tal que me impedía verme a mí mismo, se había roto. Mi sangre se tranquilizó, y pronto sentí que mis ojos se cerraban.

Me despertaron unos golpes dados en la puerta. Apresuradamente salté del lecho y me vestí; mi traje conservaba todavía la humedad de la víspera.

—¿Quiere hacer el favor de presentarse al inspector de día? —me dijo el agente.

« ¡Aún habré de llenar algunas formalidades! », pensé con terror.

Entré en una habitación del piso bajo, donde había sentadas treinta o cuarenta personas, todas sin domicilio. Una a una, iban siendo llamadas por el orden de registro, y a cada una se le entregaba un bono de alimentos. El inspector decía a cada momento al agente que había a su lado:

—¿Ha cogido su bono? No olvide entregarles los bonos. Necesitan comer.

Yo miraba los bonos y esperaba que me diesen uno.

—¡Andrés Tangen, periodista!

Avancé y me incliné.

—¡Dios! ¿Cómo es posible que esté
usted
aquí? Expliqué todo lo ocurrido, conté la misma historia que la víspera, mentí con los ojos bien abiertos y sin pestañear, mentí con sinceridad:

—Me entretuve hasta muy tarde en el café, perdí la llave...

—Sí —dijo sonriendo—, eso es lo que pasa. ¿Ha dormido usted bien al menos?

—¡Como un ministro! —contesté—. ¡Como un ministro!

—Me alegro mucho —dijo, levantándose—. ¡Buenos días!

Y salí.

¡Un bono, un bono también para mí! No había comido en tres largos días con sus largas noches. ¡Pan! Pero nadie me ofreció el bono, y yo no me atreví a reclamar. Inmediatamente hubiera despertado sospechas. Habrían comenzado a bucear en mis asuntos íntimos y hubieran descubierto lo que era realmente; me hubieran detenido por falsa declaración. Salí del Depósito con la cabeza levantada, la altivez de un millonario y las manos cruzadas a la espalda.

Brillaba un sol caliente, eran las diez; en el mercado Young el tráfico estaba en todo su apogeo. ¿Adónde ir? Meto la mano en el bolsillo, y toco mi manuscrito. Cuando fueran las once, intentaría ver al redactor jefe. Permanecí un momento apoyado en la balaustrada y observé la vida que me rodeaba. Mi traje despedía un vaho húmedo. Reaparecía el hambre royéndome los intestinos, sacundiéndome, produciéndome agudos dolores, como finas picaduras que me hacían sufrir. Pero ¿no tenía ni un amigo, ni un conocido a quien dirigirme? Busqué en mi memoria una persona que me pudiera dar diez
ere
, y no la encontré. No obstante, el día era espléndido; había mucho sol y mucha luz en torno a mí; el cielo se abría, como una mar suave, en las montañas de Lier...

Sin darme cuenta, había emprendido el camino de mi casa.

Tenía un hambre terrible. Cogí del suelo una viruta de madera y la mastiqué. Esto me satisfizo. ¡Cómo no se me había ocurrido antes! La puerta estaba abierta. El palafrenero me dio los buenos días, como de costumbre.

—¡Hermoso tiempo! —dije.

Fue todo lo que supe decir. ¿Le rogaría que me prestara una corona? Si pudiera, seguramente lo haría con mucho gusto. Además, una vez le escribí una carta.

—¡Hermoso tiempo! —repitió—. ¡Jem! Tengo que pagar hoy mi habitación. ¿No sería usted tan amable que me prestara cinco coronas? Sólo por algunos días. Ya me hizo usted un favor otra vez.

—No puedo. Crea que me es imposible, Jens Ola¡ —contesté—. Ahora no. Tal vez luego, quizá esta tarde. Y subí, vacilante, la escalera que conducía a mi cuarto. Allí me tumbé en la cama y rompí a reír. ¡No era divertido que me hubiera ganado por la mano! Mi honor estaba salvado... Cinco coronas... ¡Que el buen Dios le ayude! Lo mismo podrías haberme pedido cinco acciones del Restaurante Popular o una villa en Aker.

Y al pensar en las cinco coronas me hizo reír cada vez más fuerte. ¡Si será tunante! ¡Cinco coronas! ¡A buena puerta llamaba! Mi alegría aumentaba y yo me abandonaba a ella. ¡Puf! ¡Qué olor a cocina hay aquí! ¡El fuerte olor de las chuletas para el almuerzo, puf! Abrí la ventana para airear la habitación y expeler aquel olor repugnante. ¡Camarero, un bisté! Vuelvo hacia la mesa, la mesa inválida que he de sostener con las rodillas para poder escribir, me inclino profundamente y digo: «Permítame una pregunta: ¿desea usted beber vino? ¿No? Soy Tangen, el ministro Tangen. Desgraciadamente, me estuve divirtiendo hasta muy tarde... La llave de la puerta cochera...».

Y mi imaginación desbocada escapa de nuevo por los caminos de la aventura. Me doy cuenta de la incoherencia de mis palabras, y no pronuncio ni una sin oírla y entenderla. Me digo a mí mismo: « ¡Ya vuelves a divagar!». Y, sin embargo, no puedo impedirlo. Era como estar acostado sin dormir y hablar en sueños. Mi cabeza está ligera, sin dolor, completamente despejada, y en mi alma no hay nubes. Voy a la deriva, sin oponer ninguna resistencia.

«¡Entre! ¡Entre usted! ¡Mire, todo es de rubíes! ¡Ylajali, Ylajali! ¡El diván es de seda roja; afelpada! ¡Cómo respira afanosamente! ¡Un beso, amada mía, otro, otro! Tus brazos son como el ámbar, tus labios son de fuego... ¡Camarero, he pedido un bisté...!»

El sol entraba por mi ventana, oía a los caballos ronzando, abajo su pienso. Yo masticaba la viruta, de buen humor, con el alma alegre como un niño, mientras palpaba mi manuscrito; yo no pensaba en él, pero m¡ instinto me decía que existía, mi sangre me lo recordaba. Lo saqué.

Como estaba mojado, lo desdoblé y lo extendí al sol. Luego me puse a pasear por el cuarto. ¡Cómo deprimía su aspecto! En el suelo, por todas partes, trocitos de hojalata; pero ni una silla en donde sentarse, ni un clavo en las desnudas paredes. Nada que pudiera empeñarse o ser devorado. Algunas hojas de papel en la mesa, cubiertas de espeso polvo, constituían toda mi fortuna. La vieja colcha verde sobre la cama, me la había prestado Hans Pauli, algunos meses antes... ¡Hans Pauli! Produje un chasquido con mis dedos. ¡Hans Pauli Pettersen me auxiliaría! Intenté recordar su dirección. ¡Cómo había podido olvidar a Hans Pauli! Seguramente le molestaría mucho que no me hubiese dirigido a él inmediatamente. Vivamente, me pongo el sombrero, recojo mi manuscrito y me precipito escalera abajo.

—¡Oye, Jens Ola¡! —grito en el patio—. Creo que podré hacer algo por ti esta tarde.

Al llegar al Depósito, veo que son más de las once, y me decido ir inmediatamente a la redacción. Ante la puerta de la oficina me paro para comprobar si mis cuartillas están ordenadas; las coloco con cuidado, me las guardo y llamo. Al entrar, oigo las palpitaciones de mi corazón.

Tijeras
está en su sitio, como de costumbre. Tímidamente pregunto si está el redactor jefe. No obtengo respuesta. El hombre, armado de grandes tijeras, busca noticias en los periódicos provincianos.

Repito mi pregunta y avanzo.

—El redactor jefe no ha llegado —dice por fin
Tijeras
, sin levantar los ojos.

—¿Cuándo vendrá?

—No sé, no puedo decirlo.

—¿Hasta qué hora está abierta la redacción?

La pregunta queda sin contestar, y me veo forzado a retirarme.
Tijeras
no se había vuelto a mirarme. Me reconoció por la voz. Como era mal visto allí, no se dignaba ni contestarme. ¡Sería una orden del redactor jefe! He de advertir que desde la aceptación de mi famoso artículo de las diez coronas, le había abrumado con mis trabajos, forzando su puerta casi diariamente con cosas inútiles que tenía que leer de cabo a rabo antes de devolvérmelas. Sin duda acabó por tomar sus medidas... Me puse en camino hacia el arrabal de Homansby en Hans Pauli Pettersen era un estudiante del campo. Habitaba una buhardilla en una casa de cuatro pisos, porque Hans Pauli era pobre. Pero si tenía una corona, no me la rehusaría. Me la daría. Estaba tan seguro como si ya la tuviera en la mano. Durante todo el camino me entusiasmó aquella corona, tan seguro estaba de tenerla. Encontré la puerta cerrada y tuve que llamar.

—Quería hablar con el señor Pettersen, el estudiante —dije, haciendo ademán de entrar—. Conozco su habitación.

—¿El señor Pettersen, el estudiante? —repitió la criada—. ¿Es el que vivía en la buhardilla? Se ha mudado. No sé dónde, pero rogó que le enviaran la correspondencia a casa de Hermansen, en la calle de la Aduana.

La criada no dijo el número.

Lleno de fe y esperanza, fui a la calle de la Aduana para obtener la dirección de Hans Pauli. Era mi último recurso, y había que aprovecharlo. Por el camino pasé ante una casa recién edificada; en la acera, dos carpinteros estaban cepillando. Cogí del suelo dos virutas relucientes, me metí una en la boca, y guardé en el bolsillo la otra para más tarde. Seguí mi camino. En el escaparate de una panadería acababa de ver un pan de diez óre extraordinariamente grande, el más grande que se podía conseguir por aquel precio...

—Vengo a saber la dirección del señor Pettersen, el estudiante.

—Calle de Bernt Aker, número diez, buhardilla... ¿Va usted allí? En este caso podría hacer el favor de llevarle algunas cartas que han llegado para él.

Vuelvo a subir al centro de la ciudad por el mismo camino que había llevado, y paso otra vez ante los carpinteros que estaban sentados con sus platos entre las rodillas, comiendo un buen almuerzo caliente del Restaurante Popular. Paso de nuevo por la panadería. El pan continúa en su sitio. Llego por fin a la calle de Bernt Aker, medio muerto de hambre. La puerta está abierta, y subo todos los escalones hasta llegar a la buhardilla. Saco las cartas del bolsillo para poner de buen humor a Hans Pauli al entrar. Seguramente no rechazaría este golpe de mano cuando le explicara las circunstancias en que me encontraba, seguramente no. Hans Pauli tenía un gran corazón; siempre lo dije...

En la puerta encontré su tarjeta. «H. P. Pettersen, estudiante de Teología... Ha marchado con su familia.»

Me senté allí mismo, en el suelo, abrumado por una pesada lasitud, un gran aturdimiento. Repetí varias veces maquinalmente: «¡Se ha marchado con su familia! ¡Se ha marchado con su familia!». Luego enmudecí. No había una lágrima en mis ojos, no pensaba nada, no sentía nada. Permanecí allí con los ojos dilatados, mirando las cartas, sin comprender nada.

Pasaron diez minutos, quizá veinte, tal vez más, y seguía sentado en el mismo sitio, sin mover ni un dedo. Sentía aquel triste abandono como un peso.

Alguien subía la escalera. Me levanté y fui a su encuentro diciendo:

—Venía a ver al señor Pettersen, el estudiante..., traigo dos cartas para él.

—Se ha marchado con su familia —contestó la mujer—. Pero volverá después de las vacaciones. Si quiere usted, puedo quedarme con las cartas.

—Sí, muy bien, gracias —dije—; así las encontrará al volver. Quizá contienen algo importante. Buenos días. Salí, me paré en plena calle, y dije apretando los puños: «¡Voy a decirte una cosa, mi querido Buen Dios!». Y proferí las más insensatas imprecaciones. Di algunos pasos y me paré de nuevo. Súbitamente cambié de actitud, uní las manos, incliné la cabeza a un lado, y con voz dulce me pregunté: «¿Pero acaso te has dirigido a Él, hijo mío?».

La entonación no era justa.

¡Con una E mayúscula lo dije, con una E grande como una catedral! Así: «¿Pero acaso te has dirigido a Él, hijo mío?». Bajé la cabeza y adopté una voz afligida para contestar: «No».

Tampoco esta vez era justa la entonación.

No puedes hacerte el hipócrita, aunque eres loco. Hay que decir: « Sí, he invocado a mi Dios y a mi Padre». Y hay que dar a las palabras la más piadosa melodía que hayas oído jamás. Veamos, así. Sí, está mejor. Pero hay que suspirar, suspirar como un caballo que tiene retortijones de tripas. «¡Así!»

Ensayaba la lección mientras andaba, golpeaba impaciente el suelo con el pie cuando no me salía bien, y me llamaba estúpido, con gran asombro de los peatones, que se volvían a mirarme.

Masticaba mi viruta sin interrupción, y marchaba vacilante por las calles tan aprisa como podía. Sin darme cuenta, me encontré en la plaza del Ferrocarril. El reloj de El Salvador marcaba la una y media. Me paré un instante, y me puse a reflexionar. Un sudor de cansancio perlaba mi rostro y me corría por los ojos. «¿Vamos a dar una vuelta por el muelle?» «¡Claro que sí, tienes tiempo!» Condescendí, y bajé hasta el muelle del Ferrocarril.

Allí estaban los buques, la mar ondulaba bajo el sol. Por todas partes había movimiento y actividad, mugidos de sirenas, mozos cargados con cajas, cantos alegres de los boteros de las pinazas. Cerca de mí estaba sentada una vendedora de pasteles, con su curtida nariz inclinada sobre su mesita de mercancías, absurdamente llena de golosinas. Me volví con repugnancia, porque invadía todo el muelle con olor de comida. ¡Puf! ¡Abrí las ventanas! Me dirigí a un caballero que se sentaba a mi lado, y le expliqué del modo más convincente aquel abuso: vendedores de pasteles por aquí, vendedores de pasteles por allá... ¿No? Con vendría, por tanto, que... Pero el hombre, cogido de sorpresa, no me dejó terminar el discurso; se levantó y se fue. Me levanté también y le seguí, firmemente resuelto a sacar al hombre de su error.

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