Hambre (5 page)

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Authors: Knut Hamsun

¡Gracias a Dios, habían pasado los malos tiempos! Había sido un período revuelto, un mal sueño. ¡Desde aquel día, no haría más que subir!

Sin embargo, la colcha verde me embarazaba, y no era digno de mí llevar bajo el brazo semejante paquete a la vista de todo el mundo. ¡Qué diría la gente! Mientras andaba, pensaba dónde podría dejarla guardada hasta nueva ocasión. Se me ocurrió que podría entrar en casa de Semb y hacer envolver la colcha en un papel. Mi paquete tendría entonces mejor aspecto y ya no daría vergüenza el llevarlo. Entré en la tienda y expuse mi deseo a uno de los dependientes.

Su primera mirada fue para la colcha y luego miró mi persona. Se me figuró verle alzar los hombros disimuladamente, con aire de desprecio, al coger el paquete, lo que me indignó.

—¡Caramba! ¡Tenga un poco de cuidado! —grité—. Van ahí dos vasos de precio. El paquete es para Esmirna.

Esto produjo su efecto, un efecto mágico. Cada uno de los movimientos del hombre me pedía perdón por no haber adivinado inmediatamente la presencia de objetos de valor dentro de la envoltura. Cuando terminó su embalaje, le di las gracias por el servicio prestado con el aspecto de una persona que ya había expedido otros objetos preciosos a Esmirna, y cuando salí fue a abrirme la puerta.

Comencé a pasear entre la gente por la plaza del Gran Mercado, prefiriendo la proximidad de las mujeres que vendían tiestos. Las grandes rosas rojas, cuyo brillo sangriento y áspero ardía bajo la ceniza húmeda de aquella mañana, me tentaban. Tenía grandes deseos de arrancar una. Pregunté el precio, sólo para poder r a ellas lo más posible. De haber tenido dinero, hubiera comprado una, pasase lo que pasase. Me sería preciso hacer algunas economías en mi alimento para conseguir equilibrar mi presupuesto.

A las diez subí al periódico. El redactor jefe no ha llegado aún.
Tijeras
rebusca en un montón de periódicos. A su invitación, le entrego mi abultado manuscrito y le hago comprender que es de una importancia nada común. Le recomiendo con insistencia que lo entregue personalmente al redactor jefe, en cuanto llegue. Yo mismo volveré durante el día a buscar la respuesta.

—¡Está bien! —dijo
Tijeras
volviendo a sus periódicos.

Me pareció que tomaba el asunto con calma excesiva, pero no dije nada; simplemente le hice con la cabeza un signo de indiferencia y me marché.

Tenía bastante tiempo por delante. ¡Con tal que el cielo se despejase! Hacía un tiempo clemente, sin viento y sin frío. Las señoras llevaban los paraguas abiertos por precaución, y los gorros de lana de los hombres tenían un aspecto cómico y triste. Todavía di una vuelta por el mercado, mirando las legumbres y las rosas. Sentí entonces una mano sobre mi hombro y me volví.
La Señorita
me dio los buenos días.

—¿Buenos días? —respondí, en tono interrogante, para saber en seguida lo que quería de mí.
La Señorita
no me inspiraba gran simpatía.

Observó con curiosidad el grueso paquete de flamante aspecto que llevaba bajo mi brazo y me preguntó:

—¿Qué lleva usted ahí?

—He entrado en casa de Semb a comprar tela para un traje —contesté, en tono indiferente—. Me parecía que iba ya demasiado raído. Ha de ser uno esmerado en su persona.

Me miró, desconcertado.

—¿Marchan bien las cosas, según eso? —preguntó lentamente.

—Del todo esperanzado.

—¿Ha encontrado usted, pues, algo que hacer?

—¡Algo que hacer? —respondí en tono de extrañeza—. Soy tenedor de libros en la casa del gran Christie.

—¡Ah, ah! —dijo, dando un paso atrás—. ¡Dios mío, cuánto me alegro por usted! Tenga cuidado de no dejarse explotar el dinero que gana. Buenos días.

Un instante después dio media vuelta y con su bastón señaló mi paquete:

—Quiero recomendarle a mi sastre para ese traje. No encontrará usted a nadie mejor que Isaksen. Dígale que va usted de mi parte.

¿Qué necesidad tenía de meter la nariz en mis asuntos? ¿Qué le importaba el sastre que yo eligiese? Me indigné. La presencia de aquel ser hueco y estirado me exasperó, y le recordé sin la menor consideración las diez coronas que me había pedido prestadas. Antes de que hubiera podido contestar, lamenté mi reclamación.

Me sentía turbado, y no osaba mirarle al rostro. En aquel momento pasaba una señora: me hice a un lado para cederle el paso y aproveché la ocasión para marcharme.

¿Qué hacer durante las horas de espera? No podía ir al café con el bolsillo vacío, y no conocía a ningún amigo a quien poder visitar en aquel momento. Instintivamente volví al centro de la ciudad, deambulé algún tiempo entre el mercado y la calle de Graensen, leí el
Aftenposten
que acababan de colocar, di una vuelta por la calle de Karl Johann, volví sobre mis pasos, y subí hasta el cementerio de El Salvador, donde busqué un rincón tranquilo, cerca de la capilla.

Me senté en medio de aquel gran silencio, y me adormilé en la atmósfera húmeda; soñaba medio desvelado, y tenía frío. Pasaba el tiempo. ¿Estaba completamente seguro de que mi artículo era una obrita maestra de arte inspirado? ¿Quién sabe si no tendría defectos aquí y allá? Pensándolo bien, hasta podría ser rechazado; sí, sencillamente rechazado. Puede que fuera demasiado mediocre, quizá francamente malo; ¿quién me garantizaba que en aquel momento no había ido a parar al cesto? Mi satisfacción estaba quebrantada. Me levanté de un salto y me precipité fuera del cementerio.

En la calle de Aker miré un reloj a través de los cristales de una tienda, y vi que sólo pasaba un poco de mediodía. Mi desesperación aumentó, pues yo suponía que el mediodía estaba ya muy lejano; y antes de las cuatro era inútil preguntar por el redactor jefe. La suerte de mi artículo me llenaba de sombríos presentimientos. Cuanto más reflexionaba en ello, menos probable me parecía que hubiese escrito una cosa notable, tan rápidamente, casi durmiendo, con el cerebro lleno de fiebre y de sueños. Naturalmente, me había engañado a mí mismo pasando alegre toda la mañana... ¡Para nada! ¡Naturalmente...! Subí a gran paso el camino de Ullevaal, pasé al Alto de San Juan, desemboqué en los espacios libres, entré en las extrañas calles estrechas del barrio de las Sierras, atravesé terrenos incultos y campos, y, por último, me encontré en un camino del que no se veía el fin.

Me paré allí y decidí volver sobre mis pasos.

El paseo me hizo entrar en calor, y regresé lentamente, muy abatido. Encontré dos carros de heno. Los carreteros iban tumbados boca abajo, encima de su cargamento, y cantaban, los dos con la cabeza al aire, los dos con las caras redondas, indiferentes. Imaginé que me iban a interpelar, a dirigirme alguna pregunta, a lanzarme alguna pulla. Al llegar a su altura, uno de ellos me gritó preguntándome qué llevaba bajo el brazo.

—Una colcha de cama —contesté.

—¿Qué hora es? —preguntó.

—No sé fijamente; alrededor de las tres, supongo. Los dos se echaron a reír. Pasaron. En el mismo instante sentí el silbido de una tralla junto a mi oído, y saltó mi sombrero. Aquellos mozos no pudieron dejarme pasar sin jugarme una de las suyas. Furioso, me llevé la mano a la oreja, recogí mi sombrero de la cuneta y proseguí andando. Junto al Alto de San Juan, un hombre me dijo que eran más de las cuatro. Apresuré el paso para llegar a la población y al periódico. ¡Quizá el redactor jefe había llegado hacía tiempo y abandonado ya la redacción! Iba unas veces andando de prisa, otras corriendo, dando traspiés, tropezando con los carruajes, dejando atrás a cuantos caminaban, luchando en velocidad con los caballos, moviéndome como un loco para llegar a tiempo. Me metí en el portal, subí los escalones de cuatro en cuatro y llamé.

No contestaban.

«¡Se ha marchado! ¡Se ha marchado!», pienso. Intento abrir la puerta, veo que no está cerrada con llave. Llamo otra vez, y entro.

El redactor jefe está sentado a su mesa, con el rostro vuelto hacia la ventana y con la pluma en la mano, dispuesto a escribir. Al oír mi saludo agitado, se vuelve a medias, me mira un instante, mueve la cabeza y dice:

—Aún no he tenido tiempo de leer su trabajo.

Me alegra tanto que no lo haya tirado aún al cesto, que respondo:

—¡Oh! Es bien comprensible. No corre tanta prisa. ¿Lo hará dentro de unos días, quizá, o...?

—Sí, ya veré. Además, tengo su dirección.

Me olvido advertirle que ya no tengo ninguna dirección.

La entrevista ha terminado, me inclino y salgo. La esperanza renace en mi corazón, nada se ha perdido; por el contrario, podía arreglarse todo por este lado. Y mi imaginación empezó a divagar: un gran consejo celebrado allá arriba, en el cielo, acaba de decidir que yo debía ganar; una ganancia colosal, diez coronas por un artículo.

¡Si tuviera al menos un rincón donde refugiarme por la noche! Busco dónde podría guarecerme, y me absorbo tan profundamente en mis meditaciones, que me quedo parado en el centro de la calle. Olvidado donde estoy, sigo plantado allí como un simple trozo de madera en plena mar, mientras el oleaje rompe y muge a su alrededor. Un muchacho que vende periódicos me ofrece
El Viking
. «¡Es tan divertido!» Levanto la vista y me estremezco; me encuentro ante la tienda de Semb.

Rápidamente doy media vuelta, y poniendo el paquete ante mí para ocultarlo, desciendo apresuradamente la calle de la Iglesia, confuso y angustiado, temiendo que me hayan visto por el escaparate. Paso por delante del Restaurante Ingrebet y del teatro, vuelvo hacia la Bolsa y bajo hacia el mar y la fortaleza. Encuentro un banco y vuelvo a reflexionar.

¿Dónde demonios encontrar un hueco para pasar la noche? ¿Existe un agujero en el que deslizarme y ocultarme hasta mañana? Mi orgullo me prohíbe volver sobre mi palabra. Rechazo el pensamiento con gran indignación, e interiormente tengo una sonrisa desdeñosa para la pequeña butaca roja de báscula. Por una repentina asociación de ideas, me encuentro en una gran habitación con dos ventanas, en la que había vivido antes. El Alto de Haegde. Veo sobre la mesa una bandeja llena de enormes rebanadas de pan con manteca y compota. Cambian de aspecto y se convierten en una chuleta seductora, una servilleta blanca como la nieve, mucho pan, un tenedor de plata. La puerta se abre; la patrona entra a ofrecerme una segunda taza de té...

¡Visiones y ensueños! Pienso que si comiera ahora, mi cabeza se trastornaría de nuevo, la fiebre se apoderaría de mi cerebro y yo tendría que luchar con una muchedumbre de invenciones insensatas. No soportaría el alimento, no estaba constituido para ello; es una singularidad, una idiosincrasia.

Quizá habría medio de encontrar un albergue cuando llegara la noche. No había prisa. En el peor caso, buscaría un lugar en el bosque; tenía a mi disposición todos los alrededores de la ciudad, y el tiempo no era frío, no helaría.

Allá abajo, la mar se mecía en una calma pesada.

Los buques y los pontoneros de chata nariz abrían surcos en la superficie de plomo fundido, hacían saltar estrías a derecha e izquierda y proseguían su marcha. Edredones de humo giraban al salir de las chimeneas, y los golpes de pistón de las máquinas atravesaban la atmósfera húmeda con un ruido seco. No había sol ni hacía viento; detrás de mí, los árboles estaban mojados, y el banco en que me sentaba estaba frío y húmedo. Comencé a dormirme. Estaba fatigado y sentía algo de frío en la espalda. Un instante después sentí que mis ojos se cerraban. Y los dejé cerrados...

Cuando me desperté, todo estaba oscuro a mi alrededor. Me levanté de un salto, aturdido y helado, cogí mi paquete y me puse en marcha. Aceleré el paso para entrar en calor, moviendo los brazos, frotando mis piernas, que casi no sentía. Al llegar al retén de los bomberos, eran las nueve. Había dormido varias horas.

¿Qué iba a hacer? Había de decidirme por algún sitio. Dirigí al cuartelillo de bomberos una mirada estúpida, pensando que tal vez podría colarme por uno de los pasillos aprovechando el momento en que el centinela volviera la espalda. Crucé el umbral resuelto a entablar conversación con el hombre, que inmediatamente presentó el arma como para rendirme honores y esperó que yo le hablase. El hacha levantada, con el filo vuelto hacia mí, sacudió mis nervios, como si hubieran sentido su roce helado. Enmudecí de terror ante aquel hombre armado, y retrocedí instintivamente alejándome de él progresivamente, sin decir nada. Para salvar las apariencias, me pasé la mano por la frente, como si hubiera olvidado algo, y me eclipsé. Al encontrarme de nuevo en la acera me sentí a salvo, como si acabara de escapar de un gran peligro. Me alejé rápidamente.

Helado y hambriento, de un humor cada vez más lúgubre, seguí a lo largo de la calle de Karl Johann. Comencé a jurar en voz alta, sin cuidarme de que alguien podía oírme. Hacia el edificio del Parlamento, al llegar precisamente ante el primer león, una nueva asociación de ideas me hizo repentinamente pensar en un pintor que yo conocía, un joven al que había salvado de una bofetada en el Tívoli, y al que más tarde había visitado. Sacudí los dedos arrancándoles chasquidos y me encaminé a la calle de Tordenskjold. Encontré una puerta donde había una placa con el nombre de G. Zacarías Bartel, y llamé.

Abrió él mismo. Apestaba a cerveza y a tabaco; era atroz.

—Buenas noches —dije.

—Buenas noches. ¡Ah! ¿Es usted? ¿Por qué diablos viene tan tarde? Esto no se ve bien a la luz de la lámpara. Desde que nos vimos he añadido un montón de hierba y he hecho algunos cambios. Hay que ver esto de día; ahora es inútil intentarlo.

—¡Déjemelo ver de todos modos! —dije.

Además, no me acordaba de qué cuadro quería hablar.

—¡Imposible! —respondió—. ¡A esa luz todo es amarillo! Además, hay otra cosa —se acercó a mí y murmuró—: tengo una mujercita en casa esta noche. Por tanto, es imposible hacer nada.

—¡Ah! Si es así, no hablemos más.

Le di las buenas noches y me marché. Decididamente, no había para mí otro refugio que el bosque. ¡Si la tierra no estuviera tan húmeda! Acariciaba mi colcha, familiarizándome cada vez más con la idea de cubrirme con ella. Di tantas vueltas en busca de un albergue en la población, que estaba transido de fatiga. Era un verdadero goce abandonar la partida, retirarme del combate y de aquel callejeo sin una idea en la cabeza. Di una vuelta hasta el reloj de la Universidad, y al ver que eran más de las diez, emprendí el camino hacia las afueras. En lo alto de Haegde, me paré ante un almacén de comestibles, que estaban expuestos como muestra. Un gato dormía junto a un redondo pan blanco; detrás había un barreño con manteca de cerdo y algunos botes de sémola. Contemplé un rato aquellos alimentos; pero como no tenía con qué comprarlos, me volví y continué mi camino. Andaba muy despacio, caminé horas y horas y acabé por llegar al bosque de Bogstad.

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