Authors: Knut Hamsun
Estas gentes que encontraba, ¡cómo balanceaban ligera y alegremente sus cabezas rubias y pirueteaban en la vida como en un salón de baile! Ninguna zozobra en los ojos que yo veía, ninguna carga sobre los hombros, quizá ningún pensamiento nebuloso, ninguna pena secreta en ninguna de aquellas almas dichosas. Y yo caminaba al lado de aquellas gentes, joven, recién nacido, pero olvidado ya de la imagen de la felicidad. Me hundí en este pensamiento y me consideré víctima de una cruel injusticia. ¿Por qué aquellos últimos meses me habían maltratado tan rudamente? Ya no reconocía mi carácter dichoso; en todas partes era objeto de los más singulares tormentos. No podía sentarme solo en un banco, ni poner un pie en parte alguna sin ser asaltado por pequeñas contingencias insignificantes, pequeñeces miserables que se situaban entre las imágenes de mi espíritu y dispersaban mis fuerzas a todos los vientos. Un perro que me rozaba, una rosa en el ojal de la americana de un señor, podían poner en fuga mis pensamientos y absorberlos durante mucho tiempo. ¿Cuál era mi enfermedad? ¿Era que el dedo de Dios me había señalado? Pero ¿por qué a mí precisamente? ¿Por qué no había elegido, puesto que también está allí, a un hombre de América del Sur? Cuanto más pensaba en ello, más inconcebible me parecía que la gracia divina me hubiera escogido precisamente como conejo de Indias para sus experimentos. Era un modo de obrar bastante singular, el de saltar por encima de todo un mundo para escogerme a mí, cuando tenía tan a mano un librero-anticuario, Pascha, y un comisionista marítimo, Hennechen.
Caminaba, examinando el asunto, sin poder hallarle una solución. Se me ocurrían las más fuertes objeciones contra la arbitrariedad del Señor, que me hacía expiar la falta de todos. Aun después de encontrar un banco y haberme sentado, la cuestión me seguía preocupando y me impedía pensar en otra cosa. Desde aquel día de mayo en que habían empezado mis tribulaciones, podía comprobar una debilidad que se acentuaba lentamente; había llegado a estar demasiado cansado para conducirme y dirigirme a donde yo quería; en lo más íntimo de mi ser había penetrado un enjambre de pequeños bichos dañinos y lo habían vaciado. La resolución decretada por Dios, ¿era la de destruirme por completo? Me levanté y comencé a dar paseos ante el banco.
En ese momento, todo mi ser llegaba al paroxismo del sufrimiento. Tenía incluso doloridos los brazos, y casi no podía tolerarlos en una posición normal. Mi última comida, demasiado copiosa, me había producido un gran malestar; tenía el estómago sobrecargado, la cabeza me ardía y paseaba sin levantar los ojos. La gente que iba y venía se deslizaba ante mí como lucecitas. Por último, mi banco fue invadido por algunos señores que encendieron sus cigarros y comenzaron a charlar en voz alta. Me encolericé y estuve a punto de interpelarles, pero di media vuelta y me fui al otro extremo del parque, en donde encontré otro banco. Me senté.
La idea de Dios me preocupó nuevamente. Encontraba absolutamente injustificable de su parte que se me interpusiera cada vez que yo buscaba un empleo; y, para echarlo todo a perder, cuando pedía simplemente mi pan cotidiano. Había observado claramente que, cuando ayunaba, durante un período bastante largo, mi cerebro parecía desprenderse dulcemente de mi cabeza y lanzarse al vacío. Mi cabeza se aligeraba y, como si no existiera, no sentía su peso sobre mis hombros; y cuando yo miraba a alguien me parecía que mis ojos estaban fijos y desmesuradamente abiertos.
Sentado en el banco, sumido en estas reflexiones, acudieron a mi memoria trozos de mi catecismo, el estilo de la Biblia cantó en mis oídos y me hablé muy dulcemente a mí mismo, inclinando a un lado la cabeza sarcásticamente. ¿Para qué preocuparse de lo que comería, de lo que bebería, de lo que introduciría en la miserable caja de gusanos, que se llamaba mi cuerpo terrestre? ¿No me había tomado mi padre celestial a su cuidado como a los pajarillos del cielo, no me había hecho la gracia de señalarme como a su humilde servidor? Dios había metido su dedo en la red de mis nervios, y discretamente, al pasar, había embrollado un poco los hilos. Dios había retirado su dedo yen él habían quedado fibras y finas raicillas arrancadas a los hilos de mis nervios. Y en el sitio tocado por su dedo, que era el dedo de Dios, había un agujero abierto; y en mi cerebro, una herida hecha por el paso de su dedo. Pero después que Dios me tocó con el dedo de su mano me dejó tranquilo y no volvió a tocarme, ni permitió que me sucediera ningún mal. Me dejó ir en paz; pero me dejó ir con el agujero abierto. Y ningún mal me ocurrió por la voluntad de Dios que es el Señor de toda Eternidad...
El viento me traía acordes musicales de la plaza de los Estudiantes; eran, pues, más de las diez. Saqué mis papeles para intentar escribir alguna cosa y dejé caer del bolsillo mi abono del peluquero. Lo abrí y conté las hojas; quedaban siete bonos. «¡Dios sea loado!», dije. ¡Todavía podía afeitarme durante algunas semanas y tener aspecto presentable! Súbitamente, me sentí del mejor humor, ante esta pequeña propiedad que todavía me quedaba; doblé cuidadosamente los bonos y guardé el carnet en mi bolsillo.
Pero me era imposible escribir. Después de algunas líneas, ya no se me ocurría ninguna idea; mis pensamientos estaban en otra parte y yo era incapaz de intentar un esfuerzo determinado. Todo influía en mí y me distraía; todo lo que veía me producía una impresión nueva. Moscas y mosquitos se posaban en el papel y me descomponían; soplaba sobre ellos para echarlos, soplaba cada vez más fuerte, pero sin éxito. Los pequeños bichos se apoyan en su trasero, se hacen pesados y resisten, en un esfuerzo que dobla sus patas delgadas. No hay medio de hacer que se muevan. Encuentran un sitio donde asirse, hincan sus patas en un punto o en una aspereza del papel y quedan inmóviles, firmes, todo el tiempo que les parece.
Los pequeños monstruos me tuvieron ocupado un buen rato. Crucé las piernas y me dediqué a observarlos. De pronto, y procedentes de la plaza de los Estudiantes, hirieron mi oído varias notas agudas del clarinete que dieron un nuevo impulso a mi pensamiento. Descorazonado por no poder llegar al final de mi artículo, volví los papeles a mi bolsillo y me recosté en el respaldo del banco. En aquel instante sentía tan despejada mi cabeza que podía pensar los más sutiles pensamientos sin experimentar fatiga. Extendido en aquella posición, dejo correr mi vista a lo largo de mi pecho y de mis piernas y noto el movimiento de mi pie a cada influjo de la sangre. Me incorporo y miro a mis pies. Experimento entonces una sensación extraña y fantástica que hasta entonces no había notado. Era, a lo largo de mis nervios, una sacudida ligera, maravillosa, como si los hubieran recorrido ondas luminosas. Al dirigir la vista a mis zapatos me parece encontrar un buen amigo o una parte separada de mí mismo. Es como un reconocimiento. Esta sensación hace vibrar mis sentidos, las lágrimas acuden a mis ojos y percibo mis zapatos como el ligero murmullo de una música que sube hacia mí. «¡Debilidad!», me dije rudamente a mí mismo. Cerré los puños al decir «¡Debilidad!». Me burlaba de mí mismo por estos sentimientos ridículos, me mofaba con una perfecta lucidez. Me hablaba razonablemente, con gran severidad, y cerraba violentamente los ojos para evitar las lágrimas. Como si nunca hubiera visto mis zapatos, me puse a estudiar su aspecto, su mímica cuando movía el pie, su forma y sus cañas usadas, y descubría que sus arrugas y sus costuras descoloridas les daban una expresión, les comunicaban una fisonomía. Algo de mi ser había pasado a mis zapatos y me hacían el efecto de un hálito que se elevaba hacia mi yo, de una parte de mí mismo que respiraba...
Disparaté acerca de estas sensaciones durante un gran rato, quizá durante una hora entera. Un viejecito vino a ocupar el otro extremo de mi banco; al sentarse, respiró profundamente, fatigado de su marcha, y dijo:
—Sí, sí, sí, sí, sí, sí, sí. ¡Ah, sí!
Su voz fue como un viento que despejara el interior de m¡ cabeza. ¡Los zapatos no eran más que zapatos! Me parece ya que el estado de extravío que acabo de vivir pertenece a una época muy lejana, quizá a uno o dos años antes, y que está a punto de borrarse de mi memoria. Me puse a mirar al viejo.
¿En qué podía interesarme aquel hombrecillo? En nada. ¡En absoluto! Como no fuese que tenía en la mano un periódico —un número atrasado, con la página de anuncios al exterior— en el que parecía traer envuelta alguna cosa. Mi curiosidad se despertó y no podía separar los ojos del periódico. Se me ocurrió la insensata idea de que podía ser un periódico singular, único en su género. Crecía mi curiosidad y comencé a levantarme. Podían ser documentos, piezas peligrosas robadas en los archivos y se me ocurrió el pensamiento de un tratado secreto, de una conspiración.
El hombre estaba tranquilamente sentado y dormitaba. ¿Por qué no llevaba su periódico como cualquier otro individuo lo lleva, con el título hacia fuera? ¿Qué significaba tanta astucia? Parecía que no estaba dispuesto a dejar su paquete por nada del mundo y quizá ni aun osaba confiarlo a su propio bolsillo. Hubiera puesto la mano en el fuego a que el paquete ocultaba algo.
Miré al vacío. La imposibilidad de penetrar este misterio me enloquecía de curiosidad. Busqué en mis bolsillos algo que ofrecer al hombre para entablar conversación y encontré mi carnet de la peluquería, pero lo volví a guardar. Súbitamente se me ocurrió un golpe de audacia, palpé mi bolsillo vacío y dije:
—¿Me permite ofrecerle un cigarrillo?
—Gracias.
El hombre no fumaba, tenía que cuidar sus ojos, estaba casi ciego.
—De todos modos se lo agradezco.
—¿Hace mucho tiempo que tiene usted los ojos enfermos? Entonces, ¿no puede usted leer? ¿Ni los periódicos?
—¡Ni los periódicos, desgraciadamente!
Me miró. Cada uno de sus ojos tenía una nube que le daba un aspecto vidrioso, su mirada era blanca y ofrecía una impresión repugnante.
—¿Usted no es de aquí? —dijo.
—No... ¿No puede usted ni aun leer el título del periódico que tiene en la mano?
—Apenas...
Comprendió en seguida que yo era extranjero; había en mi acento algo que se lo indicaba. Se equivocaba poco; tenía el oído muy fino. Por la noche, cuando todo el mundo dormía, podía oír respirar a la gente en la habitación próxima... ¿Qué quería yo decir?, ¿dónde vive usted?
Instantáneamente se me ocurrió una mentira. Mentí contra mi voluntad, sin intento, sin segunda intención, y contesté:
—En la plaza de San Olaf, número dos.
—¿De veras? —El hombre conocía cada piedra de la plaza de San Olaf. Había una fuente, algunos faroles de gas, dos árboles; se acordaba de todo...
—¿En qué número vive usted?
Quise terminar y levantarme, impulsado por la idea fija del periódico. Había que aclarar aquel misterio, costase lo que costase.
Ya que no puede usted leer este periódico, porque...
—¿En el número dos ha dicho usted? —continuó el hombre sin darse cuenta de mi agitación—. Hubo un tiempo en que conocí a todos los vecinos del número dos. ¿Cómo se llama su patrón?
Precisamente inventé un nombre para desembarazarme de él, fabriqué este nombre inmediatamente y lo lancé para contener a mi perseguidor.
—Happolati —dije.
—Happolati, sí —aprobó él sin perder una sílaba de tan difícil nombre.
Le miré con extrañeza; conservaba toda su serenidad y parecía meditar. Apenas había yo pronunciado el estúpido nombre que había acudido a mi imaginación, cuando el hombre lo reconocía y fingía haberlo oído. Entretanto, colocó su paquete en el banco y noté que toda mi curiosidad vibraba en mis nervios. Observé que el periódico tenía manchas de grasa.
—¿No es marino su patrón? —preguntó el hombre, sin que en su voz hubiera muestras de ironía—. Creo recordar que era marino.
¿Marino? Éste es J. A. Happolati, agente.
Creí que esto iba a desconcertarle, pero el hombre se prestaba a todo.
—Parece que es un hombre hábil, según me han dicho —dijo tanteando el terreno.
—¡Oh! Es un hombre muy astuto —contesté—; una gran cabeza para los negocios, agente para todas las cosas, sean las que sean; plantas para la China, plumas de aves de todas clases, pieles de Rusia, pasta de madera, tinta...
—¡Je, je! ¡Valiente pillo! —interrumpió el anciano, divertido.
La cosa empezaba a resultar interesante. Yo no era ya dueño de la situación: una tras otra, las mentiras acudían a mi mente. Volví a sentarme, había olvidado el periódico, los documentos misteriosos; me excitaba e interrumpía a mi interlocutor. La ingenuidad del hombrecillo me volvía temerario, quería abrumarle a mentiras, sin consideración, derrotarle grandiosamente.
—¿Ha oído usted hablar del salterio eléctrico que Happolati ha inventado?
—¡Cómo! ¿Eléc...?
—¡Con letras eléctricas luminosas en la oscuridad!
Una empresa sencillamente colosal. Millones de coronas en movimiento, fundiciones e imprentas en plena actividad, legiones de mecánicos ocupados, con salarios fijos: he oído hablar de setecientos hombres.
—¡Qué me dice usted! —dijo el hombre con toda dulzura.
No hubo más. Creía todo lo que yo le contaba, palabra por palabra, y no daba muestras de sorpresa. Esto me hizo dar un brinco, pues yo esperaba enloquecerle, con mis invenciones.
Todavía le conté varios embustes, sin pies ni cabeza.
—¿Le hice saber que Happolati había sido ministro en Persia? —pregunté—. Es bastante más que ser rey aquí, casi como ser sultán. Pero Happolati lo había conseguido todo, sin ningún tropiezo.
Y le presenté a Ylajali, su hija, como un hada, una princesa que tenía trescientos esclavos y dormía sobre un lecho de rosas amarillas; era la más bella criatura que yo había visto; que Dios me confunda si en toda mi vida había visto otra belleza semejante.
—¡Ah! ¿Tan bella es? —profirió el anciano, como ausente de sí mismo, con los ojos bajos—. ¿Hermosa? ¡Era adorable, encantadora, como para tentar a un santo! ¡Ojos del color de la seda silvestre, brazos de ámbar! Una simple mirada suya seducía como un beso; y cuando me llamaba, su voz penetraba hasta mi corazón como un chorro de vino. ¿Por qué no podía ser tan maravillosa? ¿La consideraba acaso como un auxiliar de cajero o confitero? ¡Era sencillamente un esplendor del cielo, se lo juro a usted, un cuento de hadas!
—Sí, sí —dijo el hombre, un poco desconcertado.
Su tranquilidad me enojaba. Yo había llegado a escuchar mi propia voz y hablaba con la mayor seriedad. Los documentos robados, el tratado con una potencia extranjera, habían huido de mi imaginación. El paquetito plano estaba sobre el banco entre nosotros dos; ya no tenía la menor curiosidad por examinarlo, para ver su contenido. Estaba completamente arrastrado por mis propias invenciones, extrañas visiones desfilaban ante mis ojos, la sangre subía a mi cabeza y mentía a voz en grito.