Harry Potter. La colección completa (380 page)

Read Harry Potter. La colección completa Online

Authors: J.K. Rowling

Tags: #Aventuras, Fantástico, Infantil y Juvenil, Intriga

—Mirad esto —dijo Harry, y le pasó la nota a Hermione.

—Qué barbaridad —comentó ella tras leerla rápidamente; se la tendió a Ron, quien la leyó con cara de incredulidad.

—¡Está como una cabra! —exclamó—. ¡Ese bicho animó a sus congéneres a devorarnos a Harry y a mí! ¡Les dio permiso para que se nos zamparan! ¡Y ahora Hagrid pretende que bajemos allí esta noche para llorar sobre su repugnante y peludo cadáver!

—No es sólo eso —añadió Hermione—. Nos está pidiendo que salgamos del castillo por la noche, y sabe que han endurecido las medidas de seguridad y que si nos pillan se nos caerá el pelo.

—Pero no sería la primera vez que vamos a ver a Hagrid por la noche —alegó Harry.

—Ya, pero nunca por una cosa así. Nos hemos arriesgado mucho para ayudarlo, pero… en fin,
Aragog
ha muerto. Si se tratara de salvarlo…

—Si se tratara de salvarlo, te aseguro que yo no iría —dijo Ron—. Tú no lo conociste, Hermione. Créeme, lo mejor que podía hacer ese monstruo era morirse.

Harry cogió la nota y se quedó mirando las manchas de tinta. Era evidente que unas gruesas lágrimas habían caído encima del pergamino.

—No estarás pensando en ir, ¿verdad, Harry? —dijo Hermione—. No vale la pena que nos castiguen por una cosa así.

—Sí, ya lo sé —dijo él soltando un suspiro—. Supongo que Hagrid tendrá que enterrar a
Aragog
sin nosotros.

—Eso es —coincidió Hermione con alivio—. Mira, esta tarde la clase de Pociones estará casi vacía porque muchos iremos a examinarnos. ¡Es tu oportunidad para convencer a Slughorn!

—Sí, a la cincuenta y siete va la vencida, ¿no? ¿Por qué iba a tener suerte esta vez?

—¿Suerte? —dijo de pronto Ron—. ¡Ya lo tengo, Harry! ¡Suerte!

—¿Qué quieres decir?

—¡Utiliza tu poción de la suerte!

—¡Ostras, Ron! —se asombró Hermione—. ¡Claro! ¿Cómo no se me ha ocurrido?

—¿El
Felix Felicis
? —dudó Harry mientras miraba a sus amigos—. No sé… Pensaba guardármelo para…

—¿Para qué? —preguntó Ron.

—¿Qué hay más importante que ese recuerdo, Harry? —preguntó Hermione.

El no contestó. Desde hacía algún tiempo, la imagen de aquella botellita dorada se paseaba por los límites de su conciencia, de tal modo que vagos e imprecisos planes en los que aparecían Ginny, que cortaba con Dean, y Ron, que se alegraba de que su hermana tuviese otro novio, proliferaban por su mente, aunque sólo los admitía en sueños o en ese mundo nebuloso de la duermevela.

—¡Harry! ¿En qué piensas? —preguntó Hermione.

—¿Qué? ¡Ah, sí! Bueno, vale. Si no consigo hacer hablar a Slughorn esta tarde, tomaré un poco de
Felix
y volveré a intentarlo por la noche.

—Muy bien. Entonces no se hable más. —Hermione se puso en pie e hizo una ágil pirueta—. Destino… decisión… desenvoltura…

—Basta, por favor —suplicó Ron—. Estoy harto de… ¡Rápido, tapadme!

—¡No es Lavender! —dijo Hermione con impaciencia. Otras dos niñas habían aparecido en el patio y Ron se había escondido detrás de su amiga.

—¡Qué susto! —dijo él asomando la cabeza por encima del hombro de su amiga—. Ostras, no parecen muy contentas, ¿no?

—Son las hermanas Montgomery, y claro que no están contentas. ¿No te has enterado de lo que le pasó a su hermano pequeño? —dijo Hermione.

—Ya no llevo la cuenta de lo que les pasa a los familiares de la gente —repuso él.

—A su hermano lo atacó un hombre lobo. Dicen que su madre se negó a ayudar a los
mortífagos
. El niño sólo tenía cinco años y murió en San Mungo. No pudieron hacer nada para salvarlo.

—¿Murió? —repitió Harry con asombro—. Pero si los hombres lobo no matan, sólo te convierten en uno de ellos.

—A veces sí matan —dijo Ron con repentina seriedad—. Me han dicho que en alguna ocasión se les va la mano.

—¿Cómo se llama el hombre lobo que lo atacó? —preguntó Harry.

—Dicen que fue ese Fenrir Greyback —contestó Hermione.

—Lo sabía. Es ese maníaco que ataca a los niños. Lupin me habló de él —dijo Harry con rabia.

Ella lo miró con gesto de leve súplica.

—Tienes que conseguir ese recuerdo como sea, Harry —insistió por enésima vez—. Hay que pararle los pies a Voldemort. Todas estas cosas horribles que están pasando tienen que ver con él…

El timbre sonó en el castillo, y Hermione y Ron se incorporaron de un brinco con cara de susto.

—Ánimo, lo haréis muy bien —les dijo Harry cuando se dirigían hacia el vestíbulo para reunirse con el resto de los estudiantes que iban a examinarse de Aparición—. ¡Buena suerte!

—¡Y tú también! —dijo Hermione con una mirada cómplice, pues Harry se dirigía hacia las mazmorras.

Esa tarde sólo había tres alumnos en la clase de Pociones: Harry, Ernie y Draco.

—¿Los tres sois demasiado jóvenes para apareceros? —sonrió Slughorn—. ¿Todavía no habéis cumplido los diecisiete? —Los chicos negaron con la cabeza—. Bueno, como hoy somos muy pocos, haremos algo divertido. ¡Cada uno de vosotros preparará algo gracioso!

—¡Excelente idea, señor! —lo aduló Ernie, frotándose las palmas.

Malfoy, en cambio, ni siquiera esbozó una sonrisa.

—¿Qué quiere decir con «algo gracioso»? —masculló.

—Lo que queráis. ¡A ver si me sorprendéis, muchachos! —contestó Slughorn.

Malfoy, enfurruñado, abrió su ejemplar de
Elaboración de pociones avanzadas
. Estaba clarísimo que consideraba que aquella clase era una pérdida de tiempo. Mientras lo observaba por encima de su libro, Harry pensó que a Malfoy le daba rabia perder ese rato que habría podido pasar en la Sala de los Menesteres.

¿Eran imaginaciones suyas o Malfoy, al igual que Tonks, había adelgazado? Estaba más pálido y su piel todavía se veía grisácea; probablemente hacía mucho que apenas veía la luz del día. Pero ya no mostraba aquel aire de suficiencia y superioridad, y menos aún la fanfarronería que había exhibido en el expreso de Hogwarts cuando alardeaba con descaro de la misión que le había asignado Voldemort… Según Harry, eso sólo podía tener una explicación: la misión, fuera la que fuese, no iba por buen camino.

Animado por esa idea, Harry se puso a hojear su ejemplar de
Elaboración de pociones avanzadas
y encontró una receta muy corregida por el Príncipe Mestizo de un «Elixir para provocar euforia» que correspondía a lo que acababa de pedirles Slughorn. Y no sólo eso: el corazón le dio un brinco de alegría cuando cayó en la cuenta de que, si conseguía persuadirlo de que probara un poco de esa poción, quizá el profesor se pondría de tan buen humor que accedería a entregarle el recuerdo.

—Caramba, esto tiene una pinta estupenda —dijo Slughorn una hora y media más tarde, al contemplar el contenido de color amarillo intenso del caldero de Harry—. Es Euforia, ¿verdad? ¿Y qué es ese olor? Hum… Has añadido una ramita de menta, ¿no? Poco ortodoxo, pero qué inspiración, muchacho. Claro, eso contrarrestará los posibles efectos secundarios: tendencia exagerada a cantar y picor en la nariz. De verdad, no sé de dónde sacas estas ideas luminosas, hijo mío, a menos… —Harry empujó disimuladamente el libro del Príncipe Mestizo con el pie y lo remetió un poco más en su mochila— que sean los genes heredados de tu madre.

—Sí, quizá sea eso —dijo él con alivio.

Ernie, que estaba muy enfurruñado y decidido a eclipsar a Harry por una vez, inventó precipitadamente su propia poción, pero se había cuajado y formaba una especie de puré morado en el fondo de su caldero. Malfoy empezó a recoger sus cosas con cara de pocos amigos, pues Slughorn le concedió un simple «pasable» a su infusión de hipo. Ambos abandonaron el aula en cuanto sonó el timbre.

Harry decidió intentarlo.

—Señor —dijo, pero Slughorn, al advertir que se habían quedado solos, se dio toda la prisa que pudo en recoger sus cosas—. Profesor… Profesor, ¿no quiere probar mi po…?

Pero Slughorn ya se había marchado. Desanimado, el muchacho vació el caldero, guardó sus cosas, salió de la mazmorra y subió despacio a la sala común.

Ron y Hermione volvieron a última hora de la tarde.

—¡Harry! —gritó Hermione al pasar por el hueco del retrato—. ¡He aprobado, Harry!

—¡Felicidades! ¿Y Ron?

—Ha suspendido por muy poco —susurró Hermione, viendo que el aludido entraba en la sala común con aire abatido—. La verdad es que ha tenido muy mala suerte. Ha sido una tontería: el examinador se fijó en que se había dejado media ceja detrás y… ¿Cómo te ha ido con Slughorn?

—No ha habido manera —respondió Harry mientras Ron se reunía con ellos—. Mala suerte, amigo, pero la próxima vez aprobarás. Haremos el examen juntos.

—Sí, supongo —refunfuñó—. Pero ¡por media ceja! ¿Qué importa eso?

—Ya, ya —lo consoló Hermione—, han sido muy duros contigo.

Pasaron gran parte de la cena poniendo verde al examinador, y Ron parecía más animado cuando regresaron a la sala común; cambiaron de tema y se pusieron a hablar del problema de Slughorn y su recuerdo.

—Bueno, Harry, ¿piensas utilizar el
Felix Felicis
o no? —preguntó Ron.

—Sí; supongo que no me queda otra opción. No creo que lo necesite todo, hay para doce horas y mi misión no puede llevarme toda la noche. Así que sólo beberé un trago. Con dos o tres horas tendré suficiente.

—Cuando te lo tomas tienes una sensación muy guay —recordó Ron—. Es como si supieras que no puedes equivocarte en nada.

—Pero ¿qué dices? —repuso Hermione riendo—. ¡Si tú nunca lo has tomado!

—Ya, pero creí que sí, ¿verdad? —respondió Ron como si explicara algo obvio—. En realidad es lo mismo.

Como acababan de ver entrar a Slughorn en el Gran Comedor y sabían que le gustaba tomarse su tiempo para comer, se quedaron un rato en la sala común; el plan era que Harry fuera al despacho de Slughorn cuando éste ya estuviese allí. En cuanto el sol descendió hasta la copa de los árboles del Bosque Prohibido, decidieron que había llegado el momento. Tras comprobar que Neville, Dean y Seamus se hallaban en la sala común, subieron con disimulo al dormitorio de los chicos.

Harry se agachó, sacó del fondo de su baúl la bola que había hecho con los calcetines y del interior de uno extrajo la diminuta y reluciente botella.

—Bueno, vamos allá —dijo, y la levantó y bebió un pequeño sorbo.

—¿Qué se siente? —susurró Hermione.

Harry no contestó enseguida. Poco a poco lo invadió una excitante sensación de infinito poderío y se sintió capaz de lograr cualquier cosa que se propusiera. Y de pronto creyó que sonsacarle aquel recuerdo a Slughorn parecía no sólo posible, sino facilísimo… Se puso de pie, sonriente y rebosante de seguridad en sí mismo.

—Estupendo —dijo—. Francamente estupendo. Bueno, me voy a la cabaña de Hagrid.

—¿Qué? —dijeron Ron y Hermione a la vez, perplejos.

—Harry, es a Slughorn a quien debes ir a ver. ¿No te acuerdas? —replicó Hermione.

—Nada de eso. Me voy a la cabaña de Hagrid, tengo una corazonada.

—¿Vas al funeral de una araña gigante por una corazonada? —preguntó Ron, estupefacto.

—Sí —contestó Harry mientras sacaba la capa invisible de su mochila—. Creo que es allí donde tengo que estar esta noche, ¿entendéis lo que quiero decir?

—No —reconocieron Ron y Hermione, cada vez más alarmados.

—¿Seguro que te has tomado el
Felix Felicis
? —preguntó Hermione, acercando la botella a la luz—. ¿Seguro que no tienes otra botella de… no sé…?

—¿Esencia de locura? —sugirió Ron mientras Harry se echaba la capa sobre los hombros.

Harry rió, y sus amigos aún se preocuparon más.

—Confiad en mí —dijo—. Sé muy bien lo que hago… O al menos Felix lo sabe —agregó mientras se dirigía hacia la puerta del dormitorio.

Se cubrió la cabeza con la capa y bajó por la escalera; Ron y Hermione se apresuraron a seguirlo. Al llegar abajo, Harry se deslizó por la puerta de acceso a la sala común, que estaba abierta.

—¿Qué hacías ahí con ésa? —chilló Lavender Brown fulminando con la mirada, a través del invisible Harry, a Ron y Hermione, que aparecieron juntos por la escalera de los dormitorios de los chicos. Harry oyó cómo Ron farfullaba algo y se dirigió rápidamente hacia la otra punta de la sala común.

No tuvo ninguna dificultad para salir por el hueco del retrato: Ginny y Dean entraban en ese momento y él pudo colarse entre los dos. Al hacerlo, rozó sin querer a Ginny.

—Haz el favor de no empujarme, Dean —protestó ella—. ¡Qué manía! Ya sé pasar yo sólita…

El retrato se cerró detrás de Harry, pero él aún alcanzó a oír las protestas de Dean. Cada vez más contento, echó a andar a largas zancadas. No tuvo que ir con sigilo porque no se cruzó con nadie por el camino, pero no le sorprendió: esa noche Harry Potter era la persona con más suerte de Hogwarts.

No tenía ni idea de por qué tenía que ir a la cabaña de Hagrid. Era como si la poción sólo iluminara unos pasos del camino: Harry no veía el destino final ni dónde encajaba Slughorn, pero sabía que iba bien encaminado para conseguir aquel escurridizo recuerdo. Cuando llegó al vestíbulo, vio que Filch había olvidado cerrar la puerta principal con llave. Sonriendo de oreja a oreja, Harry abrió la puerta y se detuvo un instante para respirar el aroma a aire puro y hierba, antes de bajar los escalones de piedra y salir al jardín en penumbra.

Cuando llegó al último escalón, se le ocurrió que sería agradable pasar por el huerto antes de ir a la cabaña de Hagrid, aunque eso lo obligaba a desviarse un poco, pero tenía muy claro que le convenía seguir esa corazonada. Así pues, se dirigió hacia el huerto, donde se alegró de ver al profesor Slughorn con la profesora Sprout, lo cual no le llamó mucho la atención. Esperó detrás de un murete de piedra, feliz y tranquilo, y escuchó su conversación.

—…Te agradezco que te hayas tomado tantas molestias, Pomona —decía Slughorn con cortesía—. Casi todas las autoridades están de acuerdo en que son más eficaces si se recogen a la hora del crepúsculo.

—Sí, yo también lo creo —coincidió la profesora Sprout con tono cariñoso—. ¿Tendrás bastante con esto?

—Sí, sí. De sobra —dijo Slughorn, y Harry vio que llevaba un montón de plantas—. Aquí hay algunas hojas para cada uno de mis alumnos de tercero, y otras de repuesto por si alguien las cuece demasiado… ¡Buenas noches y muchas gracias!

La profesora echó a andar en la oscuridad, cada vez más intensa, en dirección a sus invernaderos, y Slughorn dirigió sus pasos hacia el sitio donde estaba Harry, invisible.

Other books

Doing My Own Thing by Nikki Carter
The Child in Time by Ian McEwan
The Stone Wife by Peter Lovesey