Harry Potter y el cáliz de fuego (45 page)

—Los meteremos dentro —explicó Hagrid—, les pondremos las tapas, y a ver qué sucede.

Pero no tardó en resultar evidente que los
escregutos
no hibernaban y que no se mostraban agradecidos de que los obligaran a meterse en cajas con almohadas y mantas, y los dejaran allí encerrados. Hagrid enseguida empezó a gritar: «¡No os asustéis, no os asustéis!», mientras los
escregutos
se desmadraban por el huerto de las calabazas tras dejarlo sembrado de los restos de las cajas, que ardían sin llama. La mayor parte de la clase (con Malfoy, Crabbe y Goyle a la cabeza) se había refugiado en la cabaña de Hagrid y se había atrincherado allí dentro. Harry, Ron y Hermione, sin embargo, estaban entre los que se habían quedado fuera para ayudar a Hagrid. Entre todos consiguieron sujetar y atar a nueve
escregutos
, aunque a costa de numerosas quemaduras y heridas. Al final no quedaba más que uno.

—¡No lo espantéis! —les gritó Hagrid a Harry y Ron, que le lanzaban chorros de chispas con las varitas. El
escreguto
avanzaba hacia ellos con aire amenazador, el aguijón levantado y temblando—. ¡Sólo hay que deslizarle una cuerda por el aguijón para que no les haga daño a los otros!

—¡Por nada del mundo querríamos que sufrieran ningún daño! —exclamó Ron con enojo mientras Harry y él retrocedían hacia la cabaña de Hagrid, defendiéndose del
escreguto
a base de chispas.

—Bien, bien, bien... esto parece divertido.

Rita Skeeter estaba apoyada en la valla del jardín de Hagrid, contemplando el alboroto. Aquel día llevaba una gruesa capa de color fucsia con cuello de piel púrpura y, colgado del brazo, el bolso de piel de cocodrilo.

Hagrid se lanzó sobre el
escreguto
que estaba acorralando a Harry y Ron, y lo aplastó contra el suelo. El animal disparó por la cola un chorro de fuego que estropeó las plantas de calabaza cercanas.

—¿Quién es usted? —le preguntó Hagrid a Rita Skeeter, mientras le pasaba al
escreguto
un lazo por el aguijón y lo apretaba.

—Rita Skeeter, reportera de
El Profeta
—contestó Rita con una sonrisa. Le brillaron los dientes de oro.

—Creía que Dumbledore le había dicho que ya no se le permitía entrar en Hogwarts —contestó ceñudo Hagrid, que se incorporó y empezó a arrastrar el
escreguto
hacia sus compañeros.

Rita actuó como si no lo hubiera oído.

—¿Cómo se llaman esas fascinantes criaturas? —preguntó, acentuando aún más su sonrisa.

—Escregutos de cola explosiva —gruñó Hagrid.

—¿De verdad? —dijo Rita, llena de interés—. Nunca había oído hablar de ellos... ¿De dónde vienen?

Harry notó que, por encima de la enmarañada barba negra de Hagrid, la piel adquiría rápidamente un color rojo mate, y se le cayó el alma a los pies. ¿Dónde había conseguido Hagrid los
escregutos
?

Hermione, que parecía estar pensando lo mismo, se apresuró a intervenir.

—Son muy interesantes, ¿verdad? ¿Verdad, Harry?

—¿Qué? ¡Ah, sí...!, ¡ay!... muy interesantes —dijo Harry al recibir un pisotón.

—¡Ah, pero si estás aquí, Harry! —exclamó Rita Skeeter cuando lo vio—. Así que te gusta el Cuidado de Criaturas Mágicas, ¿eh? ¿Es una de tus asignaturas favoritas?

—Sí —declaró Harry con rotundidad. Hagrid le dirigió una sonrisa.

—Divinamente —dijo Rita—. Divinamente de verdad. ¿Lleva mucho dando clase? —le preguntó a Hagrid.

Harry notó que los ojos de ella pasaban de Dean (que tenía un feo corte en la mejilla) a Lavender (cuya túnica estaba chamuscada), a Seamus (que intentaba curarse varios dedos quemados) y luego a las ventanas de la cabaña, donde la mayor parte de la clase se apiñaba contra el cristal, esperando a que pasara el peligro.

—Éste es sólo mi segundo curso —contestó Hagrid.

—Divinamente... ¿Estaría usted dispuesto a concederme una entrevista? Podría compartir algo de su experiencia con las criaturas mágicas.
El Profeta
saca todos los miércoles una columna zoológica, como estoy segura de que sabrá. Podríamos hablar de estos... eh... «escorbutos de cola positiva».

—Escregutos de cola explosiva —la corrigió Hagrid—. Eh... sí, ¿por qué no?

A Harry aquello le dio muy mala espina, pero no había manera de decírselo a Hagrid sin que Rita Skeeter se diera cuenta, así que aguantó en silencio mientras Hagrid y Rita Skeeter acordaban verse en Las Tres Escobas esa misma semana para una larga entrevista. Luego sonó la campana en el castillo, señalando el fin de la clase.

—¡Bueno, Harry, adiós! —lo saludó Rita Skeeter con alegría cuando él se iba con Ron y Hermione—. ¡Hasta el viernes por la noche, Hagrid!

—Le dará la vuelta a todo lo que diga Hagrid —dijo Harry en voz baja.

—Mientras no haya importado los
escregutos
ilegalmente o algo así... —agregó Hermione muy preocupada.

Se miraron entre sí. Ése era precisamente el tipo de cosas de las que Hagrid era perfectamente capaz.

—Hagrid ya ha dado antes muchos problemas, y Dumbledore no lo ha despedido nunca —dijo Ron en tono tranquilizador—. Lo peor que podría pasar sería que Hagrid tuviera que deshacerse de los
escregutos
. Perdón, ¿he dicho lo peor? Quería decir lo mejor.

Harry y Hermione se rieron y, algo más alegres, se fueron a comer.

Harry disfrutó mucho la clase de Adivinación de aquella tarde. Seguían con los mapas planetarios y las predicciones; pero, como Ron y él eran amigos de nuevo, la clase volvía a resultar muy divertida. La profesora Trelawney, que se había mostrado tan satisfecha de los dos cuando predecían sus horribles muertes, volvió a enfadarse de la risa tonta que les entró en medio de su explicación de las diversas maneras en que Plutón podía alterar la vida cotidiana.

—Me atrevo a pensar —dijo en su voz tenue que no ocultaba el evidente enfado— que algunos de los presentes —miró reveladoramente a Harry— se mostrarían menos frívolos si hubieran visto lo que he visto yo al mirar esta noche la bola de cristal. Estaba yo sentada cosiendo, cuando no pude contener el impulso de consultar la bola. Me levanté, me coloqué ante ella y sondeé en sus cristalinas profundidades... ¿Y a que no diríais lo que vi devolviéndome la mirada?

—¿Un murciélago con gafas? —dijo Ron en voz muy baja.

Harry hizo enormes esfuerzos para no reírse.

—La muerte, queridos míos.

Parvati y Lavender se taparon la boca con las manos, horrorizadas.

—Sí —dijo la profesora Trelawney—, viene acercándose cada vez más, describiendo círculos en lo alto como un buitre, bajando, cerniéndose sobre el castillo...

Miró con enojo a Harry, que bostezaba con descaro.

—Daría más miedo si no hubiera dicho lo mismo ochenta veces antes —comentó Harry, cuando por fin salieron al aire fresco de la escalera que había bajo el aula de la profesora Trelawney—. Pero si me hubiera muerto cada vez que me lo ha pronosticado, sería a estas alturas un milagro médico.

—Serías un concentrado de fantasma —dijo Ron riéndose alegremente cuando se cruzaron con el Barón Sanguinario, que iba en el sentido opuesto, con una expresión siniestra en los ojos—. Al menos no nos han puesto deberes. Espero que la profesora Vector le haya puesto a Hermione un montón de trabajo. Me encanta no hacer nada mientras ella está...

Pero Hermione no fue a cenar, ni la encontraron en la biblioteca cuando fueron a buscarla. Dentro sólo estaba Viktor Krum. Ron merodeó un rato por las estanterías, observando a Krum y cuchicheando con Harry sobre si pedirle un autógrafo. Pero luego Ron se dio cuenta de que había al acecho seis o siete chicas en la estantería de al lado debatiendo exactamente lo mismo, y perdió todo interés en la idea.

—Pero ¿adónde habrá ido? —preguntó Ron mientras volvían con Harry a la torre de Gryffindor.

—Ni idea... «Tonterías.»

Apenas había empezado la Señora Gorda a despejar el paso, cuando las pisadas de alguien que se acercaba corriendo por detrás les anunciaron la llegada de Hermione.

—¡Harry! —llamó, jadeante, y patinó al intentar detenerse en seco (la Señora Gorda la observó con las cejas levantadas)—. Tienes que venir, Harry. Tienes que venir: es lo más sorprendente que puedas imaginar. Por favor...

Agarró a Harry del brazo e intentó arrastrarlo por el corredor.

—¿Qué pasa? —preguntó Harry.

—Ya lo verás cuando lleguemos. Ven, ven, rápido...

Harry miró a Ron, y él le devolvió la mirada, intrigado.

—Vale —aceptó Harry, que dio media vuelta para acompañar a Hermione.

Ron se apresuró para no quedarse atrás.

—¡Ah, no os preocupéis por mí! —les gritó bastante irritada la Señora Gorda—. ¡No es necesario que os disculpéis por haberme molestado! No me importa quedarme aquí, franqueando el paso hasta que volváis.

—Muchas gracias —contestó Ron por encima del hombro.

—¿Adónde vamos, Hermione? —preguntó Harry, después de que ella los hubo conducido por seis pisos y comenzaron a bajar la escalinata de mármol que daba al vestíbulo.

—¡Ya lo veréis, lo veréis dentro de un minuto! —dijo Hermione emocionada.

Al final de la escalinata dobló a la izquierda y fue aprisa hacia la puerta por la que Cedric Diggory había entrado la noche en que el cáliz de fuego eligió su nombre y el de Harry. Harry nunca había estado allí. Él y Ron siguieron a Hermione por otro tramo de escaleras que, en lugar de dar a un sombrío pasaje subterráneo como el que llevaba a la mazmorra de Snape, desembocaba en un amplio corredor de piedra, brillantemente iluminado con antorchas y decorado con alegres pinturas, la mayoría bodegones.

—¡Ah, espera...! —exclamó Harry, a medio corredor—. Espera un minuto, Hermione.

—¿Qué? —Ella se volvió para mirarlo con expresión impaciente.

—Creo que ya sé de qué se trata —dijo Harry.

Le dio un codazo a Ron y señaló la pintura que había justo detrás de Hermione: representaba un gigantesco frutero de plata.

—¡Hermione! —dijo Ron cayendo en la cuenta—. ¡Nos quieres liar otra vez en ese rollo del pedo!

—¡No, no, no es verdad! —se apresuró a negar ella—. Y no se llama «pedo», Ron.

—¿Le has cambiado el nombre? —preguntó Ron, frunciendo el entrecejo—. ¿Qué somos ahora, el Frente de Liberación de los Elfos Domésticos? Yo no me voy a meter en las cocinas para intentar que dejen de trabajar, ni lo sueñes.

—¡No te pido nada de eso! —contestó Hermione un poco harta—. Acabo de venir a hablar con ellos y me he encontrado... ¡Ven, Harry, quiero que lo veas!

Cogiéndolo otra vez del brazo, tiró de él hasta la pintura del frutero gigante, alargó el índice y le hizo cosquillas a una enorme pera verde, que comenzó a retorcerse entre risitas, y de repente se convirtió en un gran pomo verde. Hermione lo accionó, abrió la puerta y empujó a Harry por la espalda, obligándolo a entrar.

Harry alcanzó a echar un rápido vistazo a una sala enorme con el techo muy alto, tan grande como el Gran Comedor que había encima, llena de montones de relucientes ollas de metal y sartenes colgadas a lo largo de los muros de piedra, y una gran chimenea de ladrillo al otro extremo, cuando algo pequeño se acercó a él corriendo desde el medio de la sala.

—¡Harry Potter, señor! —chilló—. ¡Harry Potter!

Un segundo después el elfo le dio un abrazo tan fuerte en el estómago que lo dejó sin aliento, y Harry temió que le partiera las costillas.

—¿Do... Dobby? —dijo, casi ahogado.

—¡Es Dobby, señor, es Dobby! —chilló una voz desde algún lugar cercano a su ombligo—. ¡Dobby ha esperado y esperado para ver a Harry Potter, señor, hasta que Harry Potter ha venido a verlo, señor!

Dobby lo soltó y retrocedió unos pasos, sonriéndole. Sus enormes ojos verdes, que tenían la forma de pelotas de tenis, rebosaban lágrimas de felicidad. Estaba casi igual a como Harry lo recordaba: la nariz en forma de lápiz, las orejas de murciélago, los dedos y pies largos... Lo único diferente era la ropa.

Cuando Dobby trabajaba para los Malfoy, vestía siempre la misma funda de almohadón vieja y sucia. Pero aquel día llevaba la combinación de prendas de vestir más extraña que Harry hubiera visto nunca. Al elegir él mismo la ropa había hecho un trabajo aún peor que los magos que habían ido a los Mundiales. De sombrero llevaba una cubretetera en la que había puesto un montón de insignias, y, sobre el pecho desnudo, una corbata con dibujos de herraduras; a ello se sumaba lo que parecían ser unos pantalones de fútbol de niño, y unos extraños calcetines. Harry reconoció uno de ellos como el calcetín negro que él mismo se había quitado, engañando al señor Malfoy para que se lo pasara a Dobby, con lo cual le había concedido involuntariamente la libertad. El otro era de rayas de color rosa y naranja.

—¿Qué haces aquí, Dobby? —dijo Harry sorprendido.

—¡Dobby ha venido para trabajar en Hogwarts, señor! —chilló Dobby emocionado—. El profesor Dumbledore les ha dado trabajo a Winky y Dobby, señor.

—¿Winky? —se asombró Harry—. ¿Es que también está aquí?

—¡Sí, señor, sí! —Dobby agarró a Harry de la mano y tiró de él entre las cuatro largas mesas de madera que había allí. Cada una de las mesas, según notó Harry al pasar por entre ellas, estaba colocada exactamente bajo una de las cuatro que había arriba, en el Gran Comedor. En aquel momento se hallaban vacías porque la cena había acabado, pero se imaginó que una hora antes habrían estado repletas de platos que luego se enviarían a través del techo a sus correspondientes del piso de arriba.

En la cocina había al menos cien pequeños elfos, que se inclinaban sonrientes cuando Harry, arrastrado por Dobby, pasaba entre ellos. Todos llevaban el mismo uniforme: un paño de cocina estampado con el blasón de Hogwarts y atado a modo de toga, como había visto que hacía Winky.

Dobby se detuvo ante la chimenea de ladrillo.

—¡Winky, señor! —anunció.

Winky estaba sentada en un taburete al lado del fuego. A diferencia de Dobby, ella no había andado apropiándose de ropa. Llevaba una faldita elegante y una blusa con un sombrero azul a juego que tenía agujeros para las orejas. Sin embargo, mientras que todas las prendas del extraño atuendo de Dobby se hallaban tan limpias y bien cuidadas que parecían completamente nuevas, Winky no parecía dar ninguna importancia a su ropa: tenía manchas de sopa por toda la pechera de la blusa y una quemadura en la falda.

—Hola, Winky —saludó Harry.

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