Harry Potter y el cáliz de fuego (84 page)

—No sé a qué estáis jugando tú y tus profesores, Dumbledore, pero creo que ya he oído bastante. No tengo más que añadir. Me pondré en contacto contigo mañana, Dumbledore, para tratar sobre la dirección del colegio. Ahora tengo que volver al Ministerio.

Casi había llegado a la puerta cuando se detuvo. Se volvió, regresó a zancadas hasta la cama de Harry.

—Tu premio —dijo escuetamente, sacándose del bolsillo una bolsa grande de oro y dejándola caer sobre la mesita de la cama de Harry—. Mil galeones. Tendría que haber habido una ceremonia de entrega, pero en estas circunstancias...

Se encasquetó el sombrero hongo y salió de la sala, cerrando de un portazo. En cuanto desapareció, Dumbledore se volvió hacia el grupo que rodeaba la cama de Harry.

—Hay mucho que hacer —dijo—. Molly... ¿me equivoco al pensar que puedo contar contigo y con Arthur?

—Por supuesto que no se equivoca —respondió la señora Weasley. Hasta los labios se le habían quedado pálidos, pero parecía decidida—. Arthur conoce a Fudge. Es su interés por los
muggles
lo que lo ha mantenido relegado en el Ministerio durante todos estos años. Fudge opina que carece del adecuado orgullo de mago.

—Entonces tengo que enviarle un mensaje —dijo Dumbledore—. Tenemos que hacer partícipes de lo ocurrido a todos aquellos a los que se pueda convencer de la verdad, y Arthur está bien situado en el Ministerio para hablar con los que no sean tan miopes como Cornelius.

—Iré yo a verlo —se ofreció Bill, levantándose—. Iré ahora.

—Muy bien —asintió Dumbledore—. Cuéntale lo ocurrido. Dile que no tardaré en ponerme en contacto con él. Pero tendrá que ser discreto. Fudge no debe sospechar que interfiero en el Ministerio...

—Déjelo de mi cuenta —dijo Bill.

Le dio una palmada a Harry en el hombro, un beso a su madre en la mejilla, se puso la capa y salió de la sala con paso decidido.

—Minerva —dijo Dumbledore, volviéndose hacia la profesora McGonagall—, quiero ver a Hagrid en mi despacho tan pronto como sea posible. Y también... si consiente en venir, a Madame Maxime.

La profesora McGonagall asintió con la cabeza y salió sin decir una palabra.

—Poppy —le dijo Dumbledore a la señora Pomfrey—, ¿serías tan amable de bajar al despacho del profesor Moody, donde me imagino que encontrarás a una elfina doméstica llamada Winky sumida en la desesperación? Haz lo que puedas por ella, y luego llévala a las cocinas. Creo que Dobby la cuidará.

—Muy... muy bien —contestó la señora Pomfrey, asustada, y también salió.

Dumbledore se aseguró de que la puerta estaba cerrada, y de que los pasos de la señora Pomfrey habían dejado de oírse, antes de volver a hablar.

—Y, ahora —dijo—, es momento de que dos de nosotros se acepten. Sirius... te ruego que recuperes tu forma habitual.

El gran perro negro levantó la mirada hacia Dumbledore, y luego, en un instante, se convirtió en hombre.

La señora Weasley soltó un grito y se separó de la cama.

—¡Sirius Black! —gritó.

—¡Calla, mamá! —chilló Ron—. ¡Es inocente!

Snape no había gritado ni retrocedido, pero su expresión era una mezcla de furia y horror.

—¡Él! —gruñó, mirando a Sirius, cuyo rostro mostraba el mismo desagrado—. ¿Qué hace aquí?

—Está aquí porque yo lo he llamado —explicó Dumbledore, pasando la vista de uno a otro—. Igual que tú, Severus. Yo confió tanto en uno como en otro. Ya es hora de que olvidéis vuestras antiguas diferencias, y confiéis también el uno en el otro.

Harry pensó que Dumbledore pedía un milagro. Sirius y Snape se miraban con intenso odio.

—Me conformaré, a corto plazo, con un alto en las hostilidades —dijo Dumbledore con un deje de impaciencia—. Daos la mano: ahora estáis del mismo lado. El tiempo apremia, y, a menos que los pocos que sabemos la verdad estemos unidos, no nos quedará esperanza.

Muy despacio, pero sin dejar de mirarse como si se desearan lo peor, Sirius y Snape se acercaron y se dieron la mano. Se soltaron enseguida.

—Con eso bastará por ahora —dijo Dumbledore, colocándose una vez más entre ellos—. Ahora, tengo trabajo que daros a los dos. La actitud de Fudge, aunque no nos pille de sorpresa, lo cambia todo. Sirius, necesito que salgas ahora mismo: tienes que alertar a Remus Lupin, Arabella Figg y Mundungus Fletcher: el antiguo grupo. Escóndete por un tiempo en casa de Lupin. Yo iré a buscarte.

—Pero... —protestó Harry.

Quería que Sirius se quedara. No quería decirle otra vez adiós tan pronto.

—No tardaremos en vernos, Harry —aseguró Sirius, volviéndose hacia él—. Te lo prometo. Pero debo hacer lo que pueda, ¿comprendes?

—Claro. Claro que comprendo.

Sirius le apretó brevemente la mano, asintió con la cabeza mirando a Dumbledore, volvió a transformarse en perro, y salió corriendo de la sala, abriendo con la pata la manilla de la puerta.

—Severus —continuó Dumbledore dirigiéndose a Snape—, ya sabes lo que quiero de ti. Si estás dispuesto...

—Lo estoy —contestó Snape.

Parecía más pálido de lo habitual, y sus fríos ojos negros resplandecieron de forma extraña.

—Buena suerte entonces —le deseó Dumbledore, y, con una mirada de aprehensión, lo observó salir en silencio de la sala, detrás de Sirius.

Pasaron varios minutos antes de que el director volviera a hablar.

—Tengo que bajar —dijo por fin—. Tengo que ver a los Diggory. Tómate la poción que queda, Harry. Os veré a todos más tarde.

Mientras Dumbledore se iba, Harry se dejó caer en las almohadas. Hermione, Ron y la señora Weasley lo miraban. Nadie habló por un tiempo.

—Te tienes que tomar lo que queda de la poción, Harry —dijo al cabo la señora Weasley. Al ir a coger la botellita y la copa, dio con la mano contra la bolsa de oro que estaba en la mesita—. Tienes que dormir bien y mucho. Intenta pensar en otra cosa por un rato... ¡piensa en lo que vas a comprarte con el dinero!

—No lo quiero —replicó Harry con voz inexpresiva—. Cogedlo vosotros. Quien sea. No me lo merezco. Se lo merecía Cedric.

Aquello contra lo que había estado luchando por momentos desde que había salido del laberinto amenazaba con ser más fuerte que él. Sentía una sensación ardorosa y punzante por dentro de los ojos. Parpadeó y miró al techo.

—No fue culpa tuya, Harry —susurró la señora Weasley.

—Yo le dije que cogiéramos juntos la Copa —musitó Harry.

En aquel momento tenía aquella sensación ardorosa también en la garganta. Le hubiera gustado que Ron desviara la mirada.

La señora Weasley posó la poción en la mesita, se inclinó y abrazó a Harry. Él no recordaba que nunca ningún ser humano lo hubiera abrazado de aquella manera, como a un hijo. Todo el peso de cuanto había visto aquella noche pareció caer sobre él mientras la señora Weasley lo aferraba. El rostro de su madre, la voz de su padre, la visión de Cedric muerto en la hierba, todo empezó a darle vueltas en la cabeza hasta que apenas pudo soportarlo y su rostro se tensó para contener el grito de angustia que pugnaba por salir.

Se oyó un ruido como de portazo, y la señora Weasley y Harry se separaron. Hermione estaba en la ventana. Tenía algo en la mano firmemente agarrado.

—Lo siento —se disculpó.

—La poción, Harry —dijo rápidamente la señora Weasley, enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano.

Harry se la bebió de un trago. El efecto fue instantáneo. Lo sumergió una ola de sueño grande e irresistible, y se hundió entre las almohadas, dormido sin pensamientos y sin sueños.

CAPÍTULO 37

El comienzo

I
NCLUSO
un mes después, al rememorar los días que siguieron, Harry se daba cuenta de que se acordaba de muy pocas cosas. Era como si hubiera pasado demasiado para añadir nada más. Las recapitulaciones que hacía resultaban muy dolorosas. Lo peor fue, tal vez, el encuentro con los Diggory que tuvo lugar a la mañana siguiente.

No lo culparon de lo ocurrido. Por el contrario, ambos le agradecieron que les hubiera llevado el cuerpo de su hijo. Durante toda la conversación, el señor Diggory no dejó de sollozar. La pena de la señora Diggory era mayor de la que se puede expresar llorando.

—Sufrió muy poco, entonces —musitó ella, cuando Harry le explicó cómo había muerto—. Y, al fin y al cabo, Amos... murió justo después de ganar el Torneo. Tuvo que sentirse feliz.

Al levantarse, ella miró a Harry y le dijo:

—Ahora cuídate tú.

Harry cogió la bolsa de oro de la mesita.

—Tomen esto —le dijo a la señora Diggory—. Tendría que haber sido para Cedric: llegó el primero. Cójanlo...

Pero ella lo rechazó.

—No, es tuyo. Nosotros no podríamos... Quédate con él.

Harry volvió a la torre de Gryffindor a la noche siguiente. Por lo que le dijeron Ron y Hermione, aquella mañana, durante el desayuno, Dumbledore se había dirigido a todo el colegio. Simplemente les había pedido que dejaran a Harry tranquilo, que nadie le hiciera preguntas ni lo forzara a contar la historia de lo ocurrido en el laberinto. Él notó que la mayor parte de sus compañeros se apartaban al cruzarse con él por los corredores, y que evitaban su mirada. Al pasar, algunos cuchicheaban tapándose la boca con la mano. Le pareció que muchos habían dado crédito al artículo de Rita Skeeter sobre lo trastornado y posiblemente peligroso que era. Tal vez formularan sus propias teorías sobre la manera en que Cedric había muerto. Se dio cuenta de que no le preocupaba demasiado. Disfrutaba hablando de otras cosas con Ron y Hermione, o cuando jugaban al ajedrez en silencio. Sentía que habían alcanzado tal grado de entendimiento que no necesitaban poner determinadas cosas en palabras: que los tres esperaban alguna señal, alguna noticia de lo que ocurría fuera de Hogwarts, y que no valía la pena especular sobre ello mientras no supieran nada con seguridad. La única vez que mencionaron el tema fue cuando Ron le habló a Harry del encuentro entre su madre y Dumbledore, antes de volver a su casa.

—Fue a preguntarle si podías venir directamente con nosotros este verano —dijo—. Pero él quiere que vuelvas con los Dursley, por lo menos al principio.

—¿Por qué? —preguntó Harry.

—Mi madre ha dicho que Dumbledore tiene sus motivos —explicó Ron, moviendo la cabeza—. Supongo que tenemos que confiar en él, ¿no?

La única persona aparte de Ron y Hermione con la que se sentía capaz de hablar era Hagrid. Como ya no había profesor de Defensa Contra las Artes Oscuras, tenían aquella hora libre. En la del jueves por la tarde aprovecharon para ir a visitarlo a su cabaña. Era un día luminoso. Cuando se acercaron,
Fang
salió de un salto por la puerta abierta, ladrando y meneando la cola sin parar.

—¿Quién es? —dijo Hagrid, dirigiéndose a la puerta—. ¡Harry!

Salió a su encuentro a zancadas, aprisionó a Harry con un solo brazo, lo despeinó con la mano y dijo:

—Me alegro de verte, compañero. Me alegro de verte.

Al entrar en la cabaña, vieron delante de la chimenea, sobre la mesa de madera, dos platos con sendas tazas del tamaño de calderos.

—He estado tomando té con Olympe —explicó Hagrid—. Acaba de irse.

—¿Con quién? —preguntó Ron, intrigado.

—¡Con Madame Maxime, por supuesto! —contestó Hagrid.

—¿Habéis hecho las paces? —quiso saber Ron.

—No entiendo de qué me hablas —contestó Hagrid sin darle importancia, yendo al aparador a buscar más tazas.

Después de preparar té y de ofrecerles un plato de pastas, volvió a sentarse en la silla y examinó a Harry detenidamente con sus ojos de azabache.

—¿Estás bien? —preguntó bruscamente.

—Sí —respondió Harry.

—No, no lo estás. Por supuesto que no lo estás. Pero lo estarás.

Harry no repuso nada.

—Sabía que volvería —dijo Hagrid, y Harry, Ron y Hermione lo miraron, sorprendidos—. Lo sabía desde hacía años, Harry. Sabía que estaba por ahí, aguardando el momento propicio. Tenía que pasar. Bueno, ya ha ocurrido, y tendremos que afrontarlo. Lucharemos. Tal vez lo reduzcamos antes de que se haga demasiado fuerte. Eso es lo que Dumbledore pretende. Un gran hombre, Dumbledore. Mientras lo tengamos, no me preocuparé demasiado.

Hagrid alzó sus pobladas cejas ante la expresión de incredulidad de sus amigos.

—No sirve de nada preocuparse —afirmó—. Lo que venga, vendrá, y le plantaremos cara. Dumbledore me contó lo que hiciste, Harry. —El pecho de Hagrid se infló al mirarlo—. Fue lo que hubiera hecho tu padre, y no puedo dirigirte mayor elogio.

Harry le sonrió. Era la primera vez que sonreía desde hacía días.

—¿Qué fue lo que Dumbledore te pidió que hicieras, Hagrid? Mandó a la profesora McGonagall a pediros a ti y a Madame Maxime que fuerais a verlo... aquella noche.

—Nos ha puesto deberes para el verano —explicó Hagrid—. Pero son secretos. No puedo hablar de ello, ni siquiera con vosotros. Olympe... Madame Maxime para vosotros... tal vez venga conmigo. Creo que sí. Creo que la he convencido.

—¿Tiene que ver con Voldemort?

Hagrid se estremeció al oír aquel nombre.

—Puede —contestó evasivamente—. Y ahora... ¿quién quiere venir conmigo a ver el último
escreguto
? ¡Era broma, era broma! —se apresuró a añadir, viendo la cara que ponían.

La noche antes del retorno a Privet Drive, Harry preparó su baúl, lleno de pesadumbre. Sentía terror ante el banquete de fin de curso, que era motivo de alegría otros años, cuando se aprovechaba para anunciar el ganador de la Copa de las Casas. Desde que había salido de la enfermería, había procurado no ir al Gran Comedor a las horas en que iba todo el mundo, y prefería comer cuando estaba casi vacío para evitar las miradas de sus compañeros.

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