Harry Potter y el cáliz de fuego (80 page)

—¿Que usted...? ¿Qué está diciendo?

—Ya te lo expliqué, Harry, ya te lo expliqué. Si hay algo que odio en este mundo es a los
mortífagos
que han quedado en libertad. Le dieron la espalda a mi señor cuando más los necesitaba. Esperaba que los castigara, que los torturara. Dime que les ha hecho algo, Harry... —La cara de Moody se iluminó de pronto con una sonrisa demente—. Dime que reconoció que yo, sólo yo le he permanecido leal... y dispuesto a arriesgarlo todo para entregarle lo que él más deseaba: a ti.

—Usted no lo hizo... No puede ser.

—¿Quién puso tu nombre en el cáliz de fuego, en representación de un nuevo colegio? Yo. ¿Quién espantó a todo aquel que pudiera hacerte daño o impedirte ganar el Torneo? Yo. ¿Quién animó a Hagrid a que te mostrara los dragones? Yo. ¿Quién te ayudó a ver la única forma de derrotar al dragón? ¡Yo!

El ojo mágico de Moody dejó de vigilar la puerta. Estaba fijo en Harry. Su boca torcida sonrió más malignamente que nunca.

—No fue fácil, Harry, guiarte por todas esas pruebas sin levantar sospechas. He necesitado toda mi astucia para que no se pudiera descubrir mi mano en tu éxito. Si lo hubieras conseguido todo demasiado fácilmente, Dumbledore habría sospechado. Lo importante era que llegaras al laberinto, a ser posible bien situado. Luego, sabía que podría librarme de los otros campeones y despejarte el camino. Pero también tuve que enfrentarme a tu estupidez. La segunda prueba... ahí fue cuando tuve más miedo de que fracasaras. Estaba muy atento a ti, Potter. Sabía que no habías descifrado el enigma del huevo, así que tenía que darte otra pista...

—No fue usted —dijo Harry con voz ronca—: fue Cedric el que me dio la pista.

—¿Y quién le dijo a Cedric que lo abriera debajo del agua? Yo. Sabía que te pasaría la información: la gente decente es muy fácil de manipular, Potter. Estaba seguro de que Cedric querría devolverte el favor de haberle dicho lo de los dragones, y así fue. Pero incluso entonces, Potter, incluso entonces parecía muy probable que fracasaras. Yo no te quitaba el ojo de encima... ¡Todas aquellas horas en la biblioteca! ¿No te diste cuenta de que el libro que necesitabas lo tenías en el dormitorio? Yo lo hice llegar hasta allí muy pronto, se lo di a ese Longbottom, ¿no lo recuerdas?
Las plantas acuáticas mágicas del Mediterráneo y sus propiedades
. Ese libro te habría explicado todo lo que necesitabas saber sobre las
branquialgas
. Suponía que le pedirías ayuda a todo el mundo. Longbottom te lo habría explicado al instante. Pero no lo hiciste... no lo hiciste... Tienes una vena de orgullo y autosuficiencia que podría haberlo arruinado todo.

»¿Qué podía hacer? Pasarte información por medio de otra boca inocente. Me habías dicho en el baile de Navidad que un elfo doméstico llamado Dobby te había hecho un regalo. Así que llamé a ese elfo a la sala de profesores para que recogiera una túnica para lavar, y mantuve con la profesora McGonagall una conversación sobre los retenidos, y sobre si Potter pensaría utilizar las
branquialgas
. Y tu amiguito el elfo se fue derecho al armario de Snape para proveerte...

La varita de Moody seguía apuntando directamente al corazón de Harry. Por encima de su hombro, en el reflector de enemigos colgado en la pared, vio que se acercaban unas formas nebulosas.

—Tardaste tanto en salir del lago, Potter, que creí que te habías ahogado. Pero, afortunadamente, Dumbledore tomó por nobleza tu estupidez y te dio muy buena nota. Qué respiro.

»Por supuesto, en el laberinto tuviste menos problemas de los que te correspondían —siguió—. Fue porque yo estaba rondando. Podía ver a través de los setos del exterior, y te quité mediante maldiciones muchos obstáculos del camino: aturdí a Fleur Delacour cuando pasó; le eché a Krum la maldición
imperius
para que eliminara a Diggory, y te dejé el camino expedito hacia la Copa.

Harry miró a Moody. No comprendía cómo era posible que el amigo de Dumbledore, el famoso
auror
, el que había atrapado a tantos
mortífagos
... No tenía sentido, ningún sentido.

Las nebulosas formas del reflector de enemigos se iban definiendo. Por encima del hombro de Moody vio la silueta de tres personas que se acercaban más y más. Pero Moody no las veía. Tenía su ojo mágico fijo en Harry.

—El Señor Tenebroso no consiguió matarte, Potter, que era lo que quería —susurró Moody—. Imagínate cómo me recompensará cuando vea que lo he hecho por él: yo te entregué (tú eras lo que más necesitaba para poderse regenerar) y luego te maté por él. Recibiré mayores honores que ningún otro
mortífago
. Me convertiré en su partidario predilecto, el más cercano... más cercano que un hijo...

El ojo normal de Moody estaba desorbitado por la emoción, y el mágico seguía fijo en Harry. La puerta había quedado cerrada con llave, y Harry sabía que jamás conseguiría alcanzar a tiempo su varita para poder salvarse.

—El Señor Tenebroso y yo tenemos mucho en común —dijo Moody, que en aquel momento parecía completamente loco, erguido frente a Harry y dirigiéndole una sonrisa malévola—: los dos, por ejemplo, tuvimos un padre muy decepcionante... mucho. Los dos hemos sufrido la humillación de llevar el nombre paterno, Harry. ¡Y los dos gozamos del placer... del enorme placer de matar a nuestro padre para asegurar el ascenso imparable de la Orden Tenebrosa!

—¡Usted está loco! —exclamó Harry, sin poder contenerse—, ¡está completamente loco!

—¿Loco yo? —dijo Moody, alzando la voz de forma incontrolada—. ¡Ya veremos! ¡Veremos quién es el que está loco, ahora que ha retornado el Señor Tenebroso y que yo estaré a su lado! ¡Ha retornado, Harry Potter! ¡Tú no pudiste con él, y yo podré contigo!

Moody levantó la varita y abrió la boca. Harry metió la mano en la túnica...


¡Desmaius!

Hubo un rayo cegador de luz roja y, con gran estruendo, echaron la puerta abajo.

Moody cayó al suelo de espaldas. Harry, con los ojos aún fijos en el lugar en que se había encontrado la cara de Moody, vio a Albus Dumbledore, al profesor Snape y la profesora McGonagall mirándolo desde el reflector de enemigos. Apartó la mirada del reflector, y los vio a los tres en el hueco de la puerta. Delante, con la varita extendida, estaba Dumbledore.

En aquel momento, Harry comprendió por vez primera por qué la gente decía que Dumbledore era el único mago al que Voldemort temía. La expresión de su rostro al observar el cuerpo inerte de
Ojoloco
Moody era más temible de lo que Harry hubiera podido imaginar. No había ni rastro de su benévola sonrisa, ni del guiño amable de sus ojos tras los cristales de las gafas. Sólo había fría cólera en cada arruga de la cara. Irradiaba una fuerza similar a la de una hoguera.

Entró en el despacho, puso un pie debajo del cuerpo caído de Moody, y le dio la vuelta para verle la cara. Snape lo seguía, mirando el reflector de enemigos, en el que todavía resultaba visible su propia cara. Dirigió una mirada feroz al despacho.

La profesora McGonagall fue directamente hasta Harry.

—Vamos, Potter —susurró. Tenía crispada la fina línea de los labios como si estuviera a punto de llorar—. Ven conmigo, a la enfermería...

—No —dijo Dumbledore bruscamente.

—Tendría que ir, Dumbledore. Míralo. Ya ha pasado bastante por esta noche...

—Quiero que se quede, Minerva, porque tiene que comprender. La comprensión es el primer paso para la aceptación, y sólo aceptando puede recuperarse. Tiene que saber quién lo ha lanzado a la terrible experiencia que ha padecido esta noche, y por qué lo ha hecho.

—Moody... —dijo Harry. Seguía sin poder creerlo—. ¿Cómo puede haber sido Moody?

—Éste no es Alastor Moody —explicó Dumbledore en voz baja—. Tú no has visto nunca a Alastor Moody. El verdadero Moody no te habría apartado de mi vista después de lo ocurrido esta noche. En cuanto te cogió, lo comprendí... y os seguí.

Dumbledore se inclinó sobre el cuerpo desmayado de Moody y metió una mano en la túnica. Sacó la petaca y un llavero. Entonces se volvió hacia Snape y la profesora McGonagall.

—Severus, por favor, ve a buscar la poción de la verdad más fuerte que tengas, y luego baja a las cocinas y trae a una elfina doméstica que se llama Winky. Minerva, sé tan amable de ir a la cabaña de Hagrid, donde encontrarás un perro grande y negro sentado en la huerta de las calabazas. Lleva el perro a mi despacho, dile que no tardaré en ir y luego vuelve aquí.

Si Snape o McGonagall encontraron extrañas aquellas instrucciones, lo disimularon, porque tanto uno como otra se volvieron de inmediato, y salieron del despacho. Dumbledore fue hasta el baúl de las siete cerraduras, metió la primera llave en la cerradura correspondiente, y lo abrió. Contenía una gran cantidad de libros de encantamientos. Dumbledore cerró el baúl, introdujo la segunda llave en la segunda cerradura, y volvió a abrirlo: los libros habían desaparecido, y lo que contenía el baúl era un gran surtido de chivatoscopios rotos, algunos pergaminos y plumas, y lo que parecía una capa invisible que en aquel momento era de color plateado. Harry observó, pasmado, cómo Dumbledore metía la tercera, la cuarta, la quinta y la sexta llaves en sus respectivas cerraduras, y volvía a abrir el baúl para revelar en cada ocasión diferentes contenidos. Luego introdujo la séptima llave, levantó la tapa, y Harry soltó un grito de sorpresa.

Había una especie de pozo, una cámara subterránea en cuyo suelo, a unos tres metros de profundidad, se hallaba el verdadero
Ojoloco
Moody, según parecía profundamente dormido, flaco y desnutrido. Le faltaba la pata de palo, la cuenca que albergaba su ojo mágico estaba vacía bajo el párpado, y en su pelo entrecano había muchas zonas ralas. Atónito, Harry pasó la vista del Moody que dormía en el baúl al Moody inconsciente que yacía en el suelo del despacho.

Dumbledore se metió en el baúl, se descolgó y cayó suavemente junto al Moody dormido. Se inclinó sobre él.

—Está desmayado... controlado por la maldición
imperius
... y se encuentra muy débil —dijo—. Naturalmente, necesitaba conservarlo vivo. Harry, échame la capa del impostor: Alastor está helado. Tendrá que verlo la señora Pomfrey, pero creo que no se halla en peligro inminente.

Harry hizo lo que le pedía. Dumbledore cubrió a Moody con la capa, asegurándose de que lo tapaba bien, y volvió a salir del baúl. Luego cogió la petaca que estaba sobre el escritorio, desenroscó el tapón y la puso boca abajo. Un líquido espeso y pegajoso salpicó al caer al suelo.

—Poción
multijugos
, Harry —explicó Dumbledore—. Ya ves qué simple y brillante. Porque Moody jamás bebe si no es de la petaca, todo el mundo lo sabe. Por supuesto, el impostor necesitaba tener a mano al verdadero Moody para poder seguir elaborando la poción. Mira el pelo... —Dumbledore observó al Moody del baúl—. El impostor se lo ha estado cortando todo el año. ¿Ves dónde le falta? Pero me imagino que con la emoción de la noche nuestro falso Moody podría haberse olvidado de tomarla con la frecuencia necesaria: a la hora, cada hora... ya veremos.

Dumbledore apartó la silla del escritorio y se sentó en ella, con los ojos fijos en el Moody inconsciente tendido en el suelo. Harry también lo miraba. Pasaron en silencio unos minutos...

Luego, ante los propios ojos de Harry, la cara del hombre del suelo comenzó a cambiar: se borraron las cicatrices, la piel se le alisó, la nariz quedó completa y se achicó; la larga mata de pelo entrecano pareció hundirse en el cuero cabelludo y volverse de color paja; de pronto, con un golpe sordo, se desprendió la pata de palo por el crecimiento de una pierna de carne; al segundo siguiente, el ojo mágico saltó de la cara reemplazado por un ojo natural, y rodó por el suelo, girando en todas direcciones.

Harry vio tendido ante él a un hombre de piel clara, algo pecoso, con una mata de pelo rubio. Supo quién era: lo había visto en el
pensadero
de Dumbledore, intentando convencer de su inocencia al señor Crouch mientras se lo llevaba una escolta de
dementores
... pero ya tenía arrugas en el contorno de los ojos y parecía mucho mayor...

Se oyeron pasos apresurados en el corredor. Snape volvía llevando a Winky. La profesora McGonagall iba justo detrás.

—¡Crouch! —exclamó Snape, deteniéndose en seco en el hueco de la puerta—. ¡Barty Crouch!

—¡Cielo santo! —dijo la profesora McGonagall, parándose y observando al hombre que yacía en el suelo.

A los pies de Snape, sucia, desaliñada, Winky también lo miraba. Abrió completamente la boca para dejar escapar un grito que les horadó los oídos:

—Amo Barty, amo Barty, ¿qué está haciendo aquí?

—Se lanzó al pecho del joven—. ¡Usted lo ha matado! ¡Usted lo ha matado! ¡Ha matado al hijo del amo!

—Sólo está desmayado, Winky —explicó Dumbledore—. Hazte a un lado, por favor. ¿Has traído la poción, Severus?

Snape le entregó a Dumbledore un frasquito de cristal que contenía un líquido totalmente incoloro: el suero de la verdad con el que había amenazado en clase a Harry. Dumbledore se levantó, se inclinó sobre Crouch y lo colocó sentado contra la pared, justo debajo del reflector de enemigos en el que seguían viéndose con claridad las imágenes de Dumbledore, Snape y McGonagall. Winky seguía de rodillas, temblando, con las manos en la cara. Dumbledore le abrió al hombre la boca y echó dentro tres gotas. Luego le apuntó al pecho con la varita y ordenó:


¡Enervate!

El hijo de Crouch abrió los ojos. Tenía la cara laxa y la mirada perdida. Dumbledore se arrodilló ante él, de forma que sus rostros quedaron a la misma altura.

—¿Me oye? —le preguntó Dumbledore en voz baja.

El hombre parpadeó.

—Sí —respondió.

—Me gustaría que nos explicara —dijo Dumbledore con suavidad— cómo ha llegado usted aquí. ¿Cómo se escapó de Azkaban?

Crouch tomó aliento y comenzó a hablar con una voz apagada y carente de expresión:

—Mi madre me salvó. Sabía que se estaba muriendo, y persuadió a mi padre para que me liberara como último favor hacia ella. Él la quería como nunca me quiso a mí, así que accedió. Fueron a visitarme. Me dieron un bebedizo de poción
multijugos
que contenía un cabello de mi madre, y ella tomó la misma poción con un cabello mío. Cada uno adquirió la apariencia del otro.

Winky movía hacia los lados la cabeza, temblorosa.

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