Harry Potter y el cáliz de fuego (75 page)

El encantamiento dio de lleno en el gigantesco cuerpo, negro y peludo, pero fue como si le hubiera tirado una piedra: el bicho dio una sacudida, se balanceó un momento y luego corrió hacia Harry, en lugar de hacerlo hacia Cedric.


¡Desmaius! ¡Impedimenta! ¡Desmaius!

Pero no servía de nada: la araña era tan grande, o tan mágica, que los encantamientos no hacían más que provocarla. Antes de que estuviera sobre él, Harry sólo vio la imagen horrible de ocho patas negras brillantes y de pinzas afiladas como cuchillas.

Lo levantó en el aire con sus patas delanteras. Forcejeando como loco, Harry intentaba darle patadas: su pierna pegó en las pinzas del animal, y sintió de inmediato un dolor insoportable. Oyó que Cedric también gritaba
«¡Desmaius!»
, pero sin más éxito que él. Cuando la araña volvió a abrir las pinzas, Harry levantó la varita y gritó:


¡Expelliarmus!

Funcionó: el encantamiento de desarme hizo que el bicho lo soltara, pero eso supuso una caída de casi cuatro metros de altura sobre la pierna herida, que se aplastó bajo su peso. Sin detenerse a pensar, apuntó hacia arriba, a la panza de la araña, tal como había hecho con el
escreguto
, y gritó
«¡Desmaius!»
al mismo tiempo que Cedric.

Combinados, los dos encantamientos lograron lo que uno solo no podía: el animal se desplomó de lado, sobre un seto, y quedó obstruyendo el camino con una maraña de patas peludas.

—¡Harry! —oyó gritar a Cedric—. ¿Estás bien? ¿Cayó sobre ti?

—¡No! —respondió Harry, jadeando.

Se miró la pierna: sangraba mucho; tenía la túnica manchada con una secreción viscosa de las pinzas. Trató de levantarse, pero la pierna le temblaba y se negaba a soportar el peso de su cuerpo. Se apoyó en el seto, falto de aire, y miró a su alrededor.

Cedric estaba a muy poca distancia de la Copa de los tres magos, que brillaba tras él.

—Cógela —le dijo Harry sin aliento—. Vamos, cógela. Ya has llegado.

Pero Cedric no se movió. Se quedó allí, mirando a Harry. Luego se volvió para observarla. Harry vio la expresión de anhelo en su rostro, iluminado por el resplandor dorado de la Copa. Cedric volvió a mirar a Harry, que se agarraba ahora al seto para sostenerse en pie.

Cedric respiró hondo y dijo:

—Cógela tú. Tú mereces ganar: me has salvado la vida dos veces.

—No es así el Torneo —replicó Harry.

Estaba irritado: la pierna le dolía muchísimo, y tenía todo el cuerpo magullado por sus forcejeos con la araña; pero, después de todos sus esfuerzos, Cedric había llegado antes, igual que había llegado antes a pedirle a Cho que fuera su pareja de baile.

—El primero que llega a la Copa gana. Y el primero has sido tú. Te lo estoy diciendo: yo no puedo ganar ninguna competición con esta pierna.

Cedric se acercó un poco más a la araña desmayada, alejándose de la Copa y negando con la cabeza.

—No —dijo.

—¡Deja de hacer alardes de nobleza! —exclamó Harry irritado—. No tienes más que cogerla, y podremos salir de aquí.

Cedric observó cómo se agarraba al seto para mantenerse en pie.

—Tú me dijiste lo de los dragones —recordó Cedric—. Yo habría caído en la primera prueba si no me lo hubieras dicho.

—A mí también me lo dijeron —espetó Harry, tratando de limpiarse con la túnica la sangre de la pierna—. Y luego tú me ayudaste con el huevo: estamos en paz.

—También a mí me ayudaron con el huevo.

—Seguimos estando en paz —repuso Harry, probando con cautela la pierna, que tembló violentamente al apoyar el peso sobre ella. Se había torcido el tobillo cuando la araña lo había dejado caer.

—Te merecías más puntos en la segunda prueba —dijo Cedric tercamente—. Te rezagaste porque querías salvar a todos los rehenes. Es lo que tendría que haber hecho yo.

—¡Sólo yo fui lo bastante tonto para tomarme en serio la canción! —contestó Harry con amargura—. ¡Coge la Copa!

—No —contestó Cedric, dando unos pasos más hacia Harry.

Éste vio que Cedric era sincero. Quería renunciar a un tipo de gloria que la casa de Hufflepuff no había conquistado desde hacía siglos.

—Vamos, cógela tú —dijo Cedric. Era como si le costara todas sus fuerzas, pero había cruzado los brazos y su rostro no dejaba lugar a dudas: estaba decidido.

Harry miró alternativamente a Cedric y a la Copa. Por un instante esplendoroso, se vio saliendo del laberinto con ella. Se vio sujetando en alto la Copa de los tres magos, oyó el clamor de la multitud, vio el rostro de Cho embriagado de admiración, más nítido de lo que lo había visto nunca... y luego la imagen se desvaneció y volvió a ver la expresión seria y firme de Cedric.

—Vamos los dos —propuso Harry.

—¿Qué?

—La cogeremos los dos al mismo tiempo. Será la victoria de Hogwarts. Empataremos.

Cedric observó a Harry. Descruzó los brazos.

—¿Es... estás seguro?

—Sí —afirmó Harry—. Sí... Nos hemos ayudado el uno al otro, ¿no? Los dos hemos llegado hasta aquí. Tenemos que cogerla juntos.

Por un momento pareció que Cedric no daba crédito a sus oídos. Luego sonrió.

—Adelante, pues —dijo—. Vamos.

Cogió a Harry del brazo, por debajo del hombro, y lo ayudó a ir hacia el pedestal en que descansaba la Copa. Al llegar, uno y otro acercaron sendas manos a las relucientes asas.

—A la de tres, ¿vale? —propuso Harry—. Uno... dos... tres...

Cedric y él agarraron las asas de la Copa.

Al instante, Harry sintió una sacudida en el estómago. Sus pies despegaron del suelo. No podía aflojar la mano que sostenía la Copa de los tres magos: lo llevaba hacia delante, en un torbellino de viento y colores, y Cedric iba a su lado.

CAPÍTULO 32

Hueso, carne y sangre

H
ARRY
sintió que los pies daban contra el suelo. La pierna herida flaqueó, y cayó de bruces. La mano, por fin, soltó la Copa de los tres magos.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

Cedric sacudió la cabeza. Se levantó, ayudó a Harry a ponerse en pie, y los dos miraron en torno.

Habían abandonado los terrenos de Hogwarts. Era evidente que habían viajado muchos kilómetros, porque ni siquiera se veían las montañas que rodeaban el castillo. Se hallaban en el cementerio oscuro y descuidado de una pequeña iglesia, cuya silueta se podía ver tras un tejo grande que tenían a la derecha. A la izquierda se alzaba una colina. En la ladera de aquella colina se distinguía apenas la silueta de una casa antigua y magnífica.

Cedric miró la Copa y luego a Harry.

—¿Te dijo alguien que la Copa fuera un
traslador
? —preguntó.

—Nadie —respondió Harry, mirando el cementerio. El silencio era total y algo inquietante—. ¿Será esto parte de la prueba?

—Ni idea —dijo Cedric. Parecía nervioso—. ¿No deberíamos sacar la varita?

—Sí —asintió Harry, contento de que Cedric se hubiera anticipado a sugerirlo.

Las sacaron. Harry seguía observando a su alrededor. Tenía otra vez la extraña sensación de que los vigilaban.

—Alguien viene —dijo de pronto.

Escudriñando en la oscuridad, vislumbraron una figura que se acercaba caminando derecho hacia ellos por entre las tumbas. Harry no podía distinguirle la cara; pero, por la forma en que andaba y la postura de los brazos, pensó que llevaba algo en ellos. Quienquiera que fuera, era de pequeña estatura, y llevaba sobre la cabeza una capa con capucha que le ocultaba el rostro. La distancia entre ellos se acortaba a cada paso, permitiéndoles ver que lo que llevaba el encapuchado parecía un bebé... ¿o era simplemente una túnica arrebujada?

Harry bajó un poco la varita y echó una ojeada a Cedric. Éste le devolvió una mirada de desconcierto. Uno y otro volvieron a observar al que se acercaba, que al fin se detuvo junto a una enorme lápida vertical de mármol, a dos metros de ellos. Durante un segundo, Harry, Cedric y el hombrecillo no hicieron otra cosa que mirarse.

Y entonces, sin previo aviso, la cicatriz empezó a dolerle. Fue un dolor más fuerte que ningún otro que hubiera sentido en toda su vida. Al llevarse las manos a la cara la varita se le resbaló de los dedos. Se le doblaron las rodillas. Cayó al suelo y se quedó sin poder ver nada, pensando que la cabeza le iba a estallar.

Desde lo lejos, por encima de su cabeza, oyó una voz fría y aguda que decía:

—Mata al otro.

Entonces escuchó un silbido y una segunda voz, que gritó al aire de la noche estas palabras:


¡Avada Kedavra!

A través de los párpados cerrados, Harry percibió el destello de un rayo de luz verde, y oyó que algo pesado caía al suelo, a su lado. El dolor de la cicatriz alcanzó tal intensidad que sintió arcadas, y luego empezó a disminuir. Aterrorizado por lo que vería, abrió los ojos escocidos.

Cedric yacía a su lado, sobre la hierba, con las piernas y los brazos extendidos. Estaba muerto.

Durante un segundo que contuvo toda una eternidad, Harry miró la cara de Cedric, sus ojos abiertos, inexpresivos como las ventanas de una casa abandonada, su boca medio abierta, que parecía expresar sorpresa. Y entonces, antes de que su mente hubiera aceptado lo que veía, antes de que pudiera sentir otra cosa que aturdimiento e incredulidad, alguien lo levantó.

El hombrecillo de la capa había posado su lío de ropa y, con la varita encendida, arrastraba a Harry hacia la lápida de mármol. A la luz de la varita, Harry vio el nombre inscrito en la lápida antes de ser arrojado contra ella:

TOM RYDDLE

El hombre de la capa hizo aparecer por arte de magia unas cuerdas que sujetaron firmemente a Harry, atándolo a la lápida desde el cuello a los tobillos. Harry podía oír el sonido de una respiración rápida y superficial que provenía de dentro de la capucha. Forcejeó, y el hombre lo golpeó: lo golpeó con una mano a la que le faltaba un dedo, y entonces Harry comprendió quién se ocultaba bajo la capucha: Colagusano.

—¡Tú! —dijo jadeando.

Pero Colagusano, que había terminado de sujetarlo, no contestó: estaba demasiado ocupado comprobando la firmeza de las cuerdas, y sus dedos temblaban incontrolablemente hurgando en los nudos. Cuando estuvo seguro de que Harry había quedado tan firmemente atado a la lápida que no podía moverse ni un centímetro, Colagusano sacó de la capa una tira larga de tela negra y se la metió a Harry en la boca. Luego, sin decir una palabra, le dio la espalda y se marchó a toda prisa. Harry no podía decir nada, ni podía ver adónde había ido Colagusano. No podía volver la cabeza para mirar al otro lado de la lápida: sólo podía ver lo que había justo delante de él.

El cuerpo de Cedric yacía a unos seis metros de distancia. Un poco más allá, brillando a la luz de las estrellas, estaba la Copa de los tres magos. La varita de Harry se encontraba en el suelo, a sus pies. El lío de ropa que Harry había pensado que sería un bebé se hallaba cerca de él, junto a la sepultura. Se agitaba de manera inquietante. Harry lo miró, y la cicatriz le volvió a doler... y de pronto comprendió que no quería ver lo que había dentro de aquella ropa... no quería que el lío se abriera...

Oyó un ruido a sus pies. Bajó la mirada, y vio una serpiente gigante que se deslizaba por la hierba, rodeando la lápida a la que estaba atado. Volvió a oír, cada vez más fuerte, la respiración rápida y dificultosa de Colagusano, que soñaba como si estuviera acarreando algo pesado. Entonces entró en el campo de visión de Harry, que lo vio empujando hasta la sepultura algo que parecía un caldero de piedra, aparentemente lleno de agua. Oyó que salpicaba al suelo, y era más grande que ningún caldero que él hubiera utilizado nunca: era una especie de pila de piedra capaz de contener a un hombre adulto sentado.

La cosa que había dentro del lío de ropa, en el suelo, se agitaba con más persistencia, como si tratara de liberarse. En aquel momento, Colagusano hacía algo en el fondo del caldero con la varita. De repente brotaron bajo él unas llamas crepitantes. La serpiente se alejó reptando hasta adentrarse en la oscuridad.

El líquido que contenía el caldero parecía calentarse muy rápidamente. La superficie comenzó no sólo a borbotear, sino que también lanzaba chispas abrasadoras, como si estuviera ardiendo. El vapor se espesaba emborronando la silueta de Colagusano, que atendía el fuego. El lío de ropa empezó a agitarse más fuerte, y Harry volvió a oírla voz fría y aguda:

—¡Date prisa!

La entera superficie del agua relucía por las chispas. Parecía incrustada de brillantes.

—Ya está listo, amo.

—Ahora... —dijo la voz fría.

Colagusano abrió el lío de ropa, que parecía una túnica, revelando lo que había dentro, y Harry soltó un grito que fue ahogado por lo que Colagusano le había metido en la boca.

Era como si Colagusano hubiera levantado una piedra y dejado a la vista algo oculto, horrendo y viscoso... pero cien veces peor de lo que se pueda decir. Lo que Colagusano había llevado con él tenía la forma de un niño agachado, pero Harry no había visto nunca nada menos parecido a un niño: no tenía pelo, y la piel era de aspecto escamoso, de un negro rojizo oscuro, como carne viva; los brazos y las piernas eran muy delgados y débiles; y la cara... Ningún niño vivo tendría nunca una cara parecida a aquélla: era plana y como de serpiente, con ojos rojos brillantes.

Parecía incapaz de valerse por sí mismo: levantó los brazos delgados, se los echó al cuello a Colagusano, y éste lo levantó. Al hacerlo se le cayó la capucha, y Harry percibió, a la luz de la fogata, una expresión de asco en el pálido rostro de Colagusano mientras lo llevaba hasta el borde del caldero. Luego vio, por un momento, el rostro plano y malvado iluminado por las chispas que saltaban de la superficie de la poción, y oyó el golpe sordo del frágil cuerpo contra el fondo del caldero.

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