Holocausto (23 page)

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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

Ella le dio otro beso.

—Por Marx, y Lenin, por Stalin y por usted, camarada capitán.

El hombre le dio una palmada en el trasero y los envió a un camión cargado con personas de cataduras muy diversas que se habían introducido en la Unión Soviética…, húngaros, eslovacos, etc., todos ellos afirmando, ser refugiados políticos de los alemanes.

Pronto emprendimos la marcha por una polvorienta carretera. El vehículo traqueteó sin compasión, nos golpeamos y nos ahogamos con la polvareda. Un viejo judío acurrucado junto a mí se pasó el rato rezando con un continuo balanceo de atrás adelante, mientras murmuraba oraciones en hebreo. Conocía lo suficiente el yiddish para entender que había ido allí para visitar a unos familiares cerca de la frontera, y ahora regresaba a su casa, en Kiev.

—¿Cómo es esa ciudad, abuelo? —pregunté.

—Hermosa. Grande. Cines. Y muchos judíos con sus sinagogas y almacenes propios.

Pasé un brazo por la espalda de Helena. El anciano me preguntó si ella era mi esposa, y le respondí afirmativamente. Pero me abstuve de hablar demasiado.

Media hora después, mientras seguíamos dando botes por la maltrecha carretera, oímos estampidos distantes.

Sonaron como grandes cañones, artillería pesada.

Un obrero con ropas inmundas tendió el oído y dijo algo a Helena.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Dice que es el Ejercito Rojo. Hay un campo de tiro en las cercanías.

Muller engañó a Inga. No hizo el menor esfuerzo para sacar a Karl de la cantera. No me explicó cómo pudo sobrevivir mi hermano durante esos meses.

Por último. Inga, intuyendo el engaño —ella llevaba una carta cada mes y recibía otra de vuelta, pagando el precio de Muller—, exigió que se diera el trabajo de artista a Karl según lo prometido. Diversas alusiones en las cartas de Karl le dejaron entrever que estaba todavía picando roca, a merced de los guardianes SS con sus látigos, porras y perros.

Sea como fuere, Muller disfrutó dándole falsas esperanzas. Weinberg, quien estaba en el tajo con él, recordó aquel día memorable… cuando finalmente llegó la transferencia de Karl. Lo rememoró porque durante aquella jornada los guardias SS mataron a dos gitanos.

Ambos gitanos, explicó Weinberg, eran causa de extremada irritación para los SS. No querían trabajar, y cuando marchaban refunfuñando hacia la cantera o «el jardín» se las ingeniaban para zascandilear sin ser vistos. Por añadidura, fingían no oír a los centinelas, evidenciando una bravura indignante o estúpida temeridad. Eso les costaría caro.

Hacía un día caluroso, según lo recordó Weinberg, y los dos gitanos de la cuadrilla de Karl habían encendido unas colillas. Cuando los guardianes les ordenaron que dejaran de fumar, uno expulsó el humo con insolencia en su dirección.

Se envió a un kapo para apalearlos, y el hombre salió maltrecho del encuentro. Karl, Weinberg y los demás de la cantera —individuos famélicos, magullados, sobreviviendo difícilmente a cada horrenda jornada—, contemplaron cómo luchaban los gitanos sacando milagrosamente fuerzas de flaqueza, arrebataban el palo al kapo y entre grandes carcajadas seguían echando humo.

Sin la menor advertencia, el centinela SS abrió fuego con su pistola ametralladora y los dos gitanos se desplomaron, dos montones de ropas ensangrentadas sobre las rocas. Casi parecieron morir alegremente, al decir de Weinberg.

—¡Pobres bastardos! —comentó Karl—. Más valientes que todos nosotros juntos.

—Pero necios —replicó Weinberg.

Los SS ordenaron a mi hermano y Weinberg que arrastraran los cadáveres por el declive.

—¡Y os ocurrirá lo mismo, miserables yíds, si no os mo véis aprisa! —vociferó el centinela SS.

Karl y su amigo chapotearon en las malolientes aguas pantanosas y lograron recobrar un cuerpo.

—Sacad el otro —ordenó el guardián SS—. Y transportadlos al crematorio.

Muller, que había estado vigilando —no era nada raro que se disparara contra un prisionero por la menor infracción—, detuvo a Karl en el borde de la cantera. Luego habló con el guardián que había dado muerte a los gitanos.

—Quiero ocuparme de Weiss —manifestó.

Otro prisionero recibió orden de cargar con el otro gitano y Muller se llevó aparte a mi hermano. Se detuvieron en el cobertizo donde se guardaba las herramientas.

—Tu mujer es una fiel corresponsal —dijo Muller.

¿Vino hoy?

—Puntual como siempre. La visita mensual.

—¡Por Dios, Muller, déjame verla! Aunque sólo sea una vez.

—¡Ah! Se ha marchado ya. Es peligroso tenerla rondando por aquí. Para todos los interesados.

—¿Querrás entregarle una carta de mi parte?

—Por descontado. Aquí tienes la tuya. ¡Vamos, léela!

—Más tarde. Cuando esté solo.

Muller le sonrió…, fue una sonrisa extraña, posesiva.

—La echas en falta, ¿verdad?

Karl asintió.

—Muller, ¿no puedes sacarme de aquí? Conoces a la familia de Inga. Olvídate de mí, pero ¿por qué ha de sufrir Inga?

Hubo una pausa.

—No estés tan seguro de que sufra.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Karl.

—Las mujeres saben arreglárselas.

—¿De qué… de qué diablos te estás riendo? ¿Te dijo algo ella?

La sonrisa de Muller se tornó mueca sardónica.

—Esto es un negocio, Weiss, un negocio. Los judíos deberían saber de negocios. ¿Acaso supones que arriesgo el cuello haciendo de cartero sin cobrar nada?

Fue entonces cuando Karl vislumbró lo que estaba sugiriendo Muller.

—¡Mientes!

—¿Por qué habría de entenderse ella conmigo en persona? ¿No te lo imaginas? Podría enviarme las cartas por correo.

—¡Dios santo… le has hecho…!

—No hay dinero de por medio. Y tampoco la he forzado a hacer nada. Está más que deseosa, Weiss.

Karl apretó los puños. Más tarde le diría a Weinberg que se proponía morir como los gitanos…, desafiante, combatiendo, protestando. Pero mi hermano no era un luchador. Jamás lo había sido. Y, además, estaba convencido de que recuperaría su libertad algún día.

Muller meneó la cabeza con gesto desaprobador.

—Vosotros queréis siempre algo por nada. No es sorprendente que el mundo entero os aborrezca.

Ya no quiero más cartas de ella. No me traigas ninguna más.

—¡Ah, no, amigo mío! Si te niegas, yo seré bastante más severo.

—Me importa un bledo.

—¡Claro que te importa! Tú no estarás encarcelado para siempre. Algún día el Führer pensará que vosotros, los judíos, habéis pagado ya vuestra cuenta, y entonces quedaréis libres. —Miró malicioso a Karl—. No notarás la menor diferencia en ella.

Karl intentó apartarse, volver a su trabajo.

—Sé juicioso, Weiss. Acepta mi juego.

—Déjame marchar.

—Tú le escribirás una bonita carta aconsejándola que siga viniendo. Yo la leeré para asegurarme.

—¡No quiero escribirle ni verla nunca más, maldita sea!

—¿Acaso quieres terminar como esos gitanos?

—Tal vez.

Muller hizo un gesto a Engelmann, el asesino de los gitanos. Éste era un tipo orondo, con cabeza amelonada, homosexual notorio que abusaba de los prisioneros jóvenes.

—O quizá prefieras figurar entre los pequeños amigos de Engelmann. Si bien eres demasiado maduro y fibroso para su gusto.

—¡Ya está bien, Muller!

—Quiero hacerte un favor. Mañana te propondré para la transferencia al estudio de arte. Un trabajo cómodo. Bajo techado. Pero si lo quieres deberás seguir escribiendo a Inga.

—¡No!

—Creo que cambiarás de opinión cuando pases una noche con Engelmann.

Karl vio que Weinberg y los otros descendían hasta el fondo de la cantera para recoger al otro gitano, cuyo cuerpo parecía haberse desvanecido en las limosas aguas…, y entonces se vino abajo. Pero sin responder a Muller.

—Cuida bien de mi amigo Weiss —recomendó Muller dando unos pasos hacia Engelmann—. Está propuesto para el estudio de arte. Es un sujeto muy sensitivo. Se desperdicia su talento en las rocas.

—Pero eso es para mañana, Weiss —advirtió Engelmann—. Hoy serás todavía un picapedrero.

Muller hizo un guiño a Engelmann.

—Y el judío no me da siquiera las gracias.

Mis padres, con su típico proceder, se desvivieron para hacer más soportable la vida de los judíos encerrados en el ghetto. Mi madre se ofreció a enseñar música y literatura. Aunque pareciera extraño, entre tanta enfermedad, hambre y degradación, los judíos se empeñaron en que sus hijos fueran al colegio. Hubo escuelas laicas (donde enseñaba mi madre) e instituciones religiosas.

Los padres se esforzaron por enviar a sus hijos decentemente vestidos y aseados, si bien escaseaba la ropa.

Los eruditos polemizaron sobre textos bíblicos. Hubo incluso un cafe de variedades, un grupo teatral y conciertos. Y todo ello pese a la espantosa aglomeración, el deficiente estado sanitario, la dieta de pan y patatas y un derrotismo creciente bajo la impresión del fatal destino reservado a todos ahora que se hallaban detrás de aquel muro, aquella divisoria entre ellos y el sector «ario» de la ciudad.

Uno de los estudiantes más enojosos para mi madre fue un muchacho llamado Aarón Feldman, un mozalbete pálido y orejudo, de trece años, a quien se conceptuaba como el rey de los contrabandistas infantiles. El contrabando mantenía vivo al ghetto en muchos aspectos. Quienesquiera que encontrasen una salida por el muro, abriendo un túnel o empleando cualquier artimaña y tuviesen suficiente dinero o mercancía para comerciar (o suficiente coraje para robar), contribuían al abastecimiento de los judíos.

Aarón solía llegar tarde y acalorado, ocultando en su voluminosa chaqueta raída unos cuantos huevos, una lata de mermelada o algunas veces incluso un pollo. MÍ madre estaba enterada, pero no tenía corazón para reprenderle… aunque el chico llegara tarde a los ensayos de un popurrí folklórico del ghetto.

Si menciono a Aarón es porque me parece el tipo de rapaz a quien yo habría admirado. Más adelante, cuando el ghetto se levantó contra los nazis, él estuvo en lo más enconado de la batalla. Su contrabando resultó más beneficioso para los judíos que cualquier conferencia, concordato o parlamento.

Mi padre, cuyo trabajo le ocupaba muchas horas en el «Hospital Judío» a más de sus deberes con el Consejo Judio, visitó un día la escuela para prevenir a Aarón y hacerle interrumpir sus actividades, pues los policías del ghetto le habían visto emerger de boquetes en el pavimento y escurrirse por ciertas rendijas del muro.

Hasta entonces habían hecho la vista gorda, pero mi padre advirtió al muchacho que la próxima vez le arrestarían.

—No me arrestarán —repuso Aarón—. Les daré algunos huevos.

—Tal vez les satisfagan los huevos, pero no les satisfarán a los alemanes cuando la emprendan con los contrabandistas. ¿Es que no tienes miedo?

—¡Claro! Pero seguiré haciéndolo de todas formas. Ésos no me matarán de hambre.

Mi padre se rió. Quizá viera algo de mí en aquel arrogante chiquillo que se negaba a inmovilizarse y ser tratado como un esclavo.

Eva recuerda haber visto a mi padre contemplando el aula adonde había regresado con el estudiante delincuente de mi madre, y saltándosele las lágrimas cuando la vio sentarse ante el piano para dar acompañamiento a la canción escolar.

Y en los pasillos —recuerda Eva— había pintorescos dibujos de los niños mostrando lo que sería el «nuevo ghetto después de la guerra…», árboles, parques frondosos, lugares de recreo, madres empujando cochecitos, bicicletas. Mi padre y otros visitantes de la escuela se detenían con frecuencia para admirar los dibujos infantiles, mientras se preguntaban si verían semejantes cosas y lugares algún día.

Poco tiempo después de sus tentativas con Aarón para hacerle enmendarse, mi padre asistió a una asamblea del Consejo Judío de Varsovia, pues la escasez de alimentos constituía ya un problema grave e inmediato. El doctor Kohn, presidente del Consejo, quería concentrar los esfuerzos en la sanidad y la producción. Personas esqueléticas, andrajosas, casi muertas vagabundeaban por las calles mendigando o simplemente capitulando; se tumbaban en el arroyo o contra cualquier edificio y esperaban la muerte.

—Debemos esforzarnos por alimentar a todo el mundo —anunció mi padre.

Zalman, el líder sindical, expresó su inquietud.

—Los contrabandistas nos vienen auxiliando desde hace mucho tiempo. Pero los nazis fusilan al contrabandista.

—Sí —añadió Kohn. Y, además, a veinte judíos cada vez que capturan a uno.

Mi padre, que había visto ya el arrojo en los ojos de Aarón Feldman, perdió la paciencia… lo cual no solía ocurrirle. Descargó el puño sobre la mesa.

—¡Esos muchachos que reptan por las alcantarillas pueden ser nuestra salvación!

—Tonterías —replicó Kohn—. Sólo conseguirán que nos maten a todos.

En ese instante, un joven enjuto de apariencia anodina, pero con una extraña actitud de calmosa, autoridad se alzó al fondo del recinto. Parecía ser un obrero como Zalman, vistiendo ropas sencillas y una gorra de trabajador.

Aquel hombre miró flemático al doctor Kohn y dijo:

—Nos matarán de todas formas. —Perdón, no le he entendido.

—Dije que nos matarán de todas formas.

—¿Cómo lo sabe?

—Ha comenzado ya. Los nazis están matando judíos en Rusia. No es cuestión de diez, veinte o cien, sino todos ellos. Están liquidando los ghettos. Allí ya no habrá ghettos como éste u otro cualquiera. Sólo fosas comunes.

Habló con tanto aplomo y serenidad que se hizo un gran silencio en la sala de asambleas.

—¿Qué quiere decir exactamente, joven? —preguntó mi padre—. ¿Cómo lo ha averiguado?

—Estoy hablando de genocidio. Ellos han cambiado de política. Estos ghettos son simples centros de concentración. En Rusia, los alemanes ejecutan sistemáticamente a millares y miliares de judíos. Se han propuesto no dejar vivo ni un solo judío europeo. Tenemos informes de esas comunidades.

—Ridículo. Meros rumores.

El doctor Kohn se apoyó en el respaldo de su sillón, pero no dijo nada más.

—¿Cómo se llama, joven? —pregunto mi padre…

—Anelevitz, Mordechai Anelevitz. Soy sionista. Pero poco importa quiénes seamos, nos traerá la misma cuenta si somos ricos o pobres, jóvenes o viejos, comunistas, socialistas o burgueses. Ellos nos matarán a todos.

—¿Quién dejó entrar a este hombre?

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