Holocausto (21 page)

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Authors: Gerald Green

Tags: #Histórico, #Bélico

—Respecto a tu marido, Karl… —dijo—, le vi ayer, Tiene un aspecto horrible. Otros cuantos días en la cantera le matarán.

—Dijiste que seguía bien.

—No quise inquietarte. Pero ahora te estoy diciendo la verdad. Allá muere gente cada día.

—Ayúdale, te lo suplico.

Muller empezó a desabotonarse la camisa.

—Tengo más influencia de lo que te he dejado entrever. Si nosotros llegamos a un acuerdo, le sacaré de la cantera y le procuraré un trabajo más cómodo todavía que el de la sastrería. Aquí hay un estudio de arte. Él lo desempeñaría a la perfección.

—¿Qué clase de acuerdo?

—Me parece que lo has entendido. —Y se soltó el cinto.

—¡Cerdo!

—Otra semana de picar roca expuesto al frío y tu marido será otro judío muerto.

Él se le acercó, recién afeitado, apestando a colonia barata, y empezó a embadurnarle el rostro con labios húmedos, ávidos. Inga cayó bajo el peso de su cuerpo, le dejó desnudarla. El hombre intentó mostrarse cariñoso, pero sus manos trémulas, ardientes, delataron una pasión incontenible y brutal.

Asqueada y horrorizada, Inga ideó una forma de superar Su odio y lo que él la obligó a hacer. Miró fijamente al techo del barracón, escuchó sus gruñidos y quejidos, aguantó paciente las torpes arremetidas… y le odió.

Esto es un experimento mecánico, se dijo…,, como una intervención quirúrgica de poca monta o la aplicación de un aparato ortopédico.

Sorprendentemente, el hombre se agotó en pocos segundos. Jadeó, gimió y quedó exhausto. Sí, se repitió ella, pura mecánica, algo exento de cualidades humanas, ajeno incluso a las formas inferiores de lo fisiológico.

—¡Te quiero, maldita sea! —murmuró Muller. Y marchó tambaleándose hacia el pequeño cuarto de baño—

Te quiero. Regresarás a mí. Y tú terminarás queriéndome.

Inga no respondió, pero pensó: Tal vez termine matándote.

No sabría ya decir cuánto tiempo nos pasamos Helena y yo intentando cruzar la frontera de algún país no ocupado por los nazis. Vagabundeamos otra vez. La habilidad de ella para los idiomas representó una ayuda inapreciable…, checo, alemán y, más adelante, su excelente ruso. Yo fingí ser un jornalero lelo y hablaba lo menos posible.

Cierto día, sería hacia enero de 1941, después de pernoctar en un granero abandonado, hice algunas preguntas a un viejo granjero quien me dijo que algo más al Sur había un trecho de frontera apenas vigilado. Aclaró que allí la carretera tenía una bifurcación cuyo ramal derecho conducía a un bosque espeso desde donde uno podía ver la Hungría Oriental e incluso un meandro del río Tisza.

—Es un terreno llano poblado de vegetación —explicó el buen hombre—, y uno encuentra sin dificultad la alambrada espinosa.

Cuando caía la noche conduje a Helena hasta el lugar descrito por el anciano. Mientras tanto, tenía ya los ojos de un gato, podía ver en plena oscuridad é incluso olfatear mi camino hasta el agua, las granjas y cualquier vivienda humana. El olor de humanidad se hacía más perceptible en pleno campo.

Nos aproximamos a gatas entre matorrales y arbustos achaparrados hasta una barrera de cuatro líneas. La cizalla inició su trabajo. Pocos minutos después, Helena y yo nos deslizamos panza arriba, empujando con los pies, apretando la columna vertebral contra el suelo, arañándonos con la alambrada y los espinos hasta pisar tierra húngara. Ignoramos cuál sería la aldea más cercana y cómo explicaríamos nuestra presencia allí.

Yo iba en cabeza. Ella me seguía. Mi olfato me advirtió pero demasiado tarde. Un hombre surgió por detrás de un árbol y me hincó el cañón de un fusil en el estómago. Un individuo rechoncho, vistiendo uniforme gris verdoso, botas altas y gorra con visera puntiaguda.

—¡Contra ese árbol! —me ordenó. Helena se quedo boquiabierta. El sujeto hablaba en alemán, pero evidentemente no era de raza germánica. Un guarda fronterizo húngaro. En la divisoria se hablaba comúnmente el alemán.

—¡Documentación! —exigió el guarda.

—La hemos perdido.

—¡Pongan las manos sobre la cabeza! —ordenó. Y mientras sostenía el fusil en una mano nos iluminó con una linterna.

—¿Qué hacen aquí?

—Por favor… —intervino Helena—. Nos proponemos alcanzar Yugoslavia. Llegar a la costa. Denos una oportunidad.

—Podemos pagarle —mentí. No reuníamos ni un centavo entre los dos.

—¡Malditos judíos! —exclamó el húngaro—. Vosotros, los jodidos judíos, sois todos iguales. Os creéis capaces de comprar al mundo entero.

Le tomé la medida. Treinta y cinco años aproximadamente. Panzudo. Pies pequeños. Apariencia blanda. Unas cuantas patadas certeras le cogerían por sorpresa.

—Permítanos seguir adelante —supliqué—. No queremos dañar a nadie. Dentro de pocos días estaremos en Yugoslavia.

El guarda hizo un ademán con el fusil.

—Muévanse. Usted delante, y detrás, la mujer. Si intenta alguna treta, dispararé contra ella. ¡Al camino!

—¿Adónde nos lleva? —preguntó Helena.

—Prisión fronteriza. La Gestapo envía un camión con bastante frecuencia para recoger judíos, comunistas y demás chusma de Checoslovaquia.

—¡Gestapo! —exclamó ella.

—¡Claro! Nosotros no discutimos con ella. AI contrario. Nos entusiasma devolver a unos cuantos judíos.

Tras el breve diálogo nos hizo caminar. Recorrimos unos cuantos metros sendero abajo, flanqueados por ramas desnudas, pisando terreno húmedo. También vimos plantas de hoja perenne —pinos, abetos…—, tal vez estuviéramos a mayor altura de la que habíamos supuesto. Divisé a lo lejos el perfil de una garita rayada.

Se vio el relampagueo de otra linterna. Alguien dio una voz.

—¡Lajos! ¿Estás bien?

—¡Sí! —respondió nuestro guardián—. Cacé a otros dos.

Súbitamente aparté a Helena de mi camino —con tal violencia que tuvo amoratadas la cadera y la pierna durante un mes— y me abalancé sobre el hombre detrás de ella. Le golpeé con toda mi fuerza —brazos, cabeza, pecho— y él se vino abajo exhalando un suspiro. Luego le arrebaté el arma y la linterna, pero no sin propinarle antes dos patadas en el pecho y otra en la cabeza.

El segundo centinela —el de la garita— empezó a gritar, pero no disparó. Nuestro guardián intentó levantarse y le golpeé una vez más, un tremendo puntapié bajo el mentón que le dejó fuera de combate.

—¡Lajos! —gritó el otro—. ¿Ha sucedido algo?

Oímos el chirrido de sus botas, el crujido de ramas secas.

Enfurecido, apunté el fusil a la cabeza de Lajos, tiré del cerrojo. Estaba dispuesto a volarle la cabeza a aquel bastardo. Como pago parcial para todos los antisemitas del mundo. Luego me ocuparía del que venía corriendo hacia nosotros.

—¡No, no! —gritó Helena.

No disparé. La agarré del brazo y juntos nos alejamos corriendo de la alambrada que acabábamos de atravesar. Pareció como si nuestra carrera no terminara nunca. La arrastré conmigo; ramas malignas le arañaron el rostro, desgarraron su ropa, y las protuberantes raíces le hicieron dar continuos traspiés.

—¡Corre, maldita sea, corre! —vociferé.

—No puedo más…, no puedo más…

—Si no corres, morirás…

Entretanto el otro centinela se había detenido aparentemente para examinar a su camarada… aquél cuya cabeza había sido pateada como un balón de fútbol.

—¡Malditos! ¡Estúpidos judíos! —gritó—. ¡No lograréis escapar!

Las balas silbaron sobre nuestras cabezas, amenazadoras, aullantes, quebrando varias ramas. Pero disparó a ciegas. Hice agacharse a Helena. Los disparos cesaron. Él tipo no tuvo coraje para seguirnos después de ver lo que habíamos hecho a su compinche. Máxime cuando sabía que teníamos un arma. Los matones y los brutos tienen ese rasgo común. Ya lo había comprobado cuando era chico…, unos y otros vacilaban si habían de afrontar una lucha noble o lo hacían con desventaja.

—¡No más…, ya no más…! —exclamó Helena llorando—. ¡Párate, Rudi… me arde el pecho…!

Descansamos unos instantes recostándonos contra un pino, El aroma dulzón de su ramaje me recordó las vacaciones invernales cuando era pequeño…, mamá, papá y nosotros tres, Karl, Anna y yo, en un hotel austríaco, aprendiendo a esquiar y patinar sobre hielo.

—¡Ya está bien! —exclamé furioso—. Es preciso seguir corriendo.

—¡No, no… no puedo más! —Helena empezó a ponerse histérica—. Estamos perdidos, Rudi.

—Ni hablar. Tendrán que matarnos para hacerme ceder.

Examiné el fusil. Parecía una carabina con su enorme cargador.

Nuevamente cogí a Helena del brazo y nos desviamos del sendero. Pronto observé que la alambrada tenía diversos cortes como si otros hubiesen seguido la misma ruta. Nosotros la seguimos y de pronto nos encontramos sin remedio en tierra de nadie.

—¡Menuda broma! —dije—. Creo que hemos vuelto a Checoslovaquia.

—¿Acaso tiene importancia, Rudi? —gritó ella.

—No estoy seguro. —La estreché en mis brazos con ternura, la besé en la frente e intenté calmar su llanto—

Haremos otra tentativa, Helena. No estoy dispuesto a morir para darles gusto. Y tú debes opinar lo mismo.

DIARIO DE ERIK DORF.

Berlín Abril de 1941.

Ahora el tema de todas las conversaciones —al menos en los círculos gubernamentales— es la llamada «Orden de Comisario» promulgada por el Führer el mes pasado. Compromete enormemente a nuestro pueblo.

Yo no asistí a esa conferencia porque había sido convocada tan sólo para unos doscientos oficiales superiores.

Pero nadie ignoraba que era inminente una enorme invasión de Rusia «desde el Báltico hasta el mar Negro».

Hitler estableció los siguientes puntos entre otros: el conflicto bélico con la Unión Soviética no se parecerá a ninguna otra guerra del pasado, ni tendrá «estilo caballeresco» (palabras literales). Se debe eliminar a la intelectualidad judaico-bolchevique. (Un oficial joven observó que muchos de los jerarcas y comisarios bolcheviques eran rusos propiamente dichos, ucranianos, armenios y sólo Dios sabía cuántas cosas más, pero se le hizo callar al instante). Esa tarea de «eliminar» en gran escala a todos los enemigos del Reich —judíos, bolcheviques, clero, comisarios e intelectuales,— es tan ingente que no se le puede encomendar al Ejército, Así me lo ha dicho Heydrich entre muecas sardónicas, añadiendo que los jefes militares Jodl, Keitel y otros tipos no menos arrogantes se lo tragan como niños ingiriendo aceite de ricino. Por una parte, les irrita la pérdida de jurisdicción, por otra les alivia el poder desentenderse de ciertas funciones que sólo lograrán desempeñar valerosamente nuestros SS, nuestros intrépidos «Cuervos Negros».

Ni una sola voz se alzó en aquella conferencia para protestar contra lo que equivale al asesinato masivo de paisanos, prisioneros y cualquier otro ser perteneciente siquiera remotamente a las categorías designadas por Hitler. Además, Keitel, esa suprema prostituta, ha aderezado la orden especificando que el Reichsführer SS (Himmler) y su gente asumirán «las tareas vinculadas con la lucha final que se entablará entre dos sistemas políticos antagónicos». Esta fraseología algo rebuscada significa, sencillamente, que se encomendará la matanza de judíos a los SS. (Tales palabras pertenecen al secreto de este Diario, pues yo no osaría emplear semejantes términos en mis Memorias de ayudante o siquiera en la mera conversación). Para complementar la susodicha «Orden del Comisario», Heydrich, el fantástico organizador de siempre, ideó un plan a ejecutar por cuatro Einsatzgruppen o Grupos de Acción, que dividiría la Unión Soviética en cuatro jurisdicciones. El comandante de cada agrupación —se les designará A, B, C, y D— asumirá plena responsabilidad para la limpieza de esas zonas.

Y, en efecto, ahora somos equipos asesinos móviles, pertrechados adecuadamente para liquidar en grandes proporciones a los enemigos raciales y políticos de Alemania. Pronto hemos sabido que la gallarda Wehrmacht, tan enorgullecida de sus caballerosas tradiciones, no sólo se aparta de nuestro camino, sino que también nos presta generosa ayuda y algunas veces participa en la cruenta misión de eliminar a esos opugnadores infrahumanos de la civilización.

¿Qué me pasó por la mente mientras se forjaban dichos planes?

Primero el dictado de Eichmann: obedecer. Pero incluso la obediencia requiere comprensión muy precisa de las órdenes que uno está cumpliendo. Y hoy, 21 de abril de 1941, percibo que nuestra misión es parte de un proyecto global. Una panorámica general, si se prefiere. Debo desterrar de mi pensamiento toda noción sobre los judíos como individuos. Ellos no revisten importancia. Debo pensar más bien sobre el grandioso plan del Führer para la nueva Europa y, claro está, el nuevo mundo, regido por una raza acrisolada, nosotros los arios, no administrado con conceptos caducos, sino bajo el Nuevo Orden de la fortaleza y la voluntad, el linaje puro y el poder ilimitado.

Tales palabras me resultan algo extrañas al escribirlas.

No obstante, ahora veo la profunda validez histórica de dichos conceptos. En definitiva, los colonos americanos diezmaron a sus pieles rojas para constituir una nación nueva y potente. Tampoco se formó el Imperio británico con palabras afables y natillas. Zulúes e hindúes fueron hechos trizas, sin distinción entre inocentes y descontentos, para crear un vasto sistema comercial.

Y el objetivo del Führer es mucho más honorable, más glorioso que un mero imperio de fábricas y granjas.

Entraña las máximas aspiraciones del espíritu humano. Los judíos interceptan nuestro camino. Es preciso descartar todo sentimiento, toda sensiblería, todas la nociones cristianas, caducas e inservibles de caridad y piedad. Hoy entiendo todo esto mucho mejor que nunca. Sin duda mejor que cuando entré aquel día en el despacho de Heydrich y me comporté como un ingenuo.

Para anunciar la formación de los Einsatzgruppen, Heydrich ofreció una cena fría en su Cuartel General.

Hubo un ambiente poco ceremonioso, desenvuelto. No se leyó ni distribuyó órdenes. La conversación fue amena, amistosa, generalizada. Todos nos entendimos bien. Se colgó un inmenso mapa de la Unión Soviética en la pared y el jefe se refirió ocasionalmente a él explicando cómo se trincharía la URSS en áreas operativas para nuestros equipos. Sólo aquel mapa dejó entrever que aquello no era, simplemente, una reunión social.

Como miembro reciente de la SS, me asombró y entusiasmó comprobar el gran calibre de los alemanes incorporados a nuestras filas: muchos de los nuevos comandantes de grupo habían hecho una larga campaña y sólo me eran conocidos como nombres de un archivo, en un expediente. Heydrich se vanaglorió de sus subalternos, los hombres que «librarían de judíos» a Europa.

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