—¿Libertad?
—Puedo intentarlo. De lo contrario le entregarán a la gente de Rahm. Su mujer no querrá siquiera verle cuando hayan terminado con usted.
Por un momento, el viejo temor imperante en el ghetto ensombreció su rostro. El miedo al dolor, al tormento, a la humillación que nosotros habíamos perfeccionado, lo habíamos convertido en política nacional.
(Heydrich, mi mentor, comprendía esto… el estado moderno absoluto, el uso de la tecnología, la negativa a retroceder ante cada uno y todos los medios para conservar el control, para doblegar voluntades, para forzar resultados). Pero luego pareció recuperar su valor y repitió con igual testarudez que antes:
—No hay más pinturas.
Moviendo la cabeza, volví junto a Eichmann, que ahora ya se encontraba sentado detrás de su mesa de escritorio. —Inútil —manifestó con desaliento.
Eichmann dio a Rahm la orden de que se los llevara. Así lo hizo. El de más edad, Felsher, lloraba mansamente.
—Está tan pálido como ellos —observó Eichmann.
—¿De veras?
—No permita que esto le ponga nervioso. Los guardias de Rahm obtendrán la información. Y podrá regresar a Berlín como un héroe… con toda una colección de arte del ghetto debajo del brazo.
RELATO DE RUDI WEISS.
En abril de 1943, Karl y otros dos artistas fueron interrogados por Eichmann y algunos oTros gerifaltes de la SS. Ninguno de ellos habló. Mi hermano, que evitaba las peleas callejeras, que huía de los chiquillos que le insultaban, había desafiado a aquellos sádicos asesinos.
Inga recuerda cómo hicieron salir a Karl y a otros dos hombres, Emil Frey y Otto Felsher, de la oficina del comandante y, tras meterlos a empujones en un camión, los condujeron a «Kleine Festung»… las barracas de aislamiento y castigo.
Ella, María Kalova y algunas otras mujeres, se aferraron a la trasera del camión tratando de sacar de allí a los hombres. Pero los kapos las obligaron a retroceder golpeándolas. Un cabo de la SS hizo disparos al aire.
Inga gritaba que Karl no había hecho nada, que le dejaran tranquilo, pero el camión se alejó. Karl le sonreía haciendo la señal de «pulgares hacia arriba». Pero todos se esperaban lo peor. Pocas personas habían salido jamás vivas del «Kleine Festung». Hacía sólo unas semanas, un sacerdote husita y un checo sospechoso de estar en contacto con la Resistencia, habían sido torturados allí hasta morir.
Se metió a los tres hombres en celdas separadas, pero contiguas… puertas de hierro con trampillas para la comida, una diminuta ventana en lo alto y gruesos muros de piedra.
Les era posible comunicarse entre sí. —¿Qué harán con nosotros? —gritó Felsher.
—Me imagino que golpearnos —contestó Frey—. No olvides nuestro acuerdo.
—Fue… fue culpa mía. No tenía derecho a vender las pinturas.
—Ahora puedes compensarlo —replicó Karl—. Limítate a tener la boca cerrada.
—Pero es que no puedo soportar el dolor, Weiss.
—Yo tampoco —repuso Karl—. Pero aprenderemos.
—Tengo más de sesenta años —gimió Felsher—. Y los ríñones mal. No tengo madera de héroe.
Mucho después, Inga me contó que Karl se había dado cuenta de que su propio y sorprendente valor nacía de la necesidad de animar a Felsher; que si no hubiera tenido que alentar, tranquilizar a Felsher, era probable que su valor personal se hubiese venido abajo.
—No nos matarán —dijo Frey.
—Claro. Y, además, me han dicho que al cabo de un rato, ya ni siquiera te das cuenta —añadió Karl.
Pero Felsher seguía sollozando.
Karl golpeó la puerta de hierro para llamar su atención.
—Escucha, Felsher, ¿has estado en Italia alguna vez?
—No.
—¿Y tú, Frey?
—No, Weiss, pero es algo con lo que he soñado durante años.
—Bien, pues hagamos un pacto. Cuando todo esto haya terminado, los tres iremos allí: Venecia, Florencia, Roma, Siena. Siempre he querido ver el David de Miguel Ángel… no en fotografía ni una copia, sino el auténtico, el inmenso.
Frey le siguió el juego.
—Es un trato, Weiss. Los tres, con nuestras mujeres. ¡Italia! Sí, una gira de artistas. Y no debemos olvidarnos de Arezzo. Yo soy un gran admirador de Piero del la Francesca. Es la figura más grande del alto Renacimiento.
Mi hermano se echó a reír. Felsher había dejado de sollozar.
—Bueno. Yo siento debilidad por Pinturicchio —confesó Karl.
—¡Bah! —contestó Frey—. Es sólo un ilustrador. No tiene la clase de Piero.
El primero en ser golpeado fue Felsher. Los guardias le colocaron de pie contra la pared, vuelto de espaldas a ellos, y le apalearon de forma lenta, metódica, con porras de goma, comenzando desde la nuca y siguiendo hacia abajo, la espalda, las nalgas, las piernas, los pies.
Naturalmente, lanzaba alaridos, y mi hermano y Frey le gritaban sin cesar que permaneciera callado.
—¡Al infierno con ellos! —vociferaba Kárl—. Ya hemos cedido demasiado. ¡Mándalos al infierno, Felsher!
Al final los chillidos se apagaron. Debió de perder el conocimiento.
El siguiente fue Karl.
Los dos hombres de la SS entraron en la celda.
—¿Qué hay, chico judío? ¿Quieres volver a la oficina del comandante y hablar? Ya has visto lo que le hemos hecho al viejo.
—Es preferible a recibir golpes —le animó el otro.
—No tengo nada que decirles.
Repitieron el tratamiento con Karl, Le hicieron desnudarse y ponerse de cara a la pared, como si le fueran a mirar el pecho por rayos X. La barbilla y el pecho contra la piedra; las piernas hacia atrás, y los brazos sobre las caderas.
Le golpearon con dureza durante quince minutos, dándole golpes cortos en la cabeza, la espalda, los ríñones, las piernas, los órganos genitales y los pies. También chillaba. Frey le gritó que permaneciera callado, que no se rindiera. Y mantuvo silencio sobre las pinturas. Existían varios centenares de pinturas y dibujos, lo que los nazis llamaban «propaganda de horror», ocultas en el campo. Los artistas estaban decididos a que no las encontraran.
Frey vociferaba, tratando de hacerse oír por encima de los gritos de Karl; —¡Florencia! —chillaba.
—Escúchame, Weiss: Venecia, Perugia, ¡Pasaremos todo un día en la Galería Ufizzi! ¡Y otro, en Bargello!
Finalmente, Karl se derrumbó y cayó al suelo. Su espalda era una masa sangrienta en carne viva.
—¿Hablarás? —preguntó un guardia.
—No.
—Lo harás la próxima vez. Levantadle.
Volvieron a golpearle y cayó de nuevo.
Lo mismo hicieron con Emil Frey, quien también se negó a confesar cualquier información sobre las obras.
Cuando los guardias volvieron a la celda de Felsher con la idea de que una segunda paliza haría que se le soltase la lengua, lo encontraron muerto.
Al parecer, hubo una pausa mientras los hombres de la SS volvían a la oficina de Rahm para informar sobre la muerte de Felsher.
Inga y las demás mujeres, que esperaban fuera de la oficina, contenidas por los kapos, gritaron a los guardias de la SS que no volvieran a golpear a los hombres. Nadie supo en seguida que a Felsher le habían golpeado hasta matarle.
Uno de los guardias hizo una mueca a Inga.
—Ahora hablarán. Hablarán o terminarán en Auschwitz.
En el «Kleine Festung», Karl y Frey, empapados en sangre, con tales heridas que les impedían moverse, oyeron regresar a los guardias.
—No nos matarán —susurró Frey—. La idea de esos dibujos les está volviendo locos. Los malditos sienten un extraño temor a que lo descubran todo. En el fondo de sus almas corrompidas saben que son diabólicos, Weiss, y que algún día les castigarán. Así que tendrán que mantenernos con vida.
—No conseguiré soportarlo —murmuró Karl.
—Yo no estoy seguro de que pueda. Haremos una apuesta, Weiss. El que logre aguantar más tiempo… ganará un viaje gratis, en góndola, por Venecia.
Y las palizas se reanudaron, Cada hora volvían los guardias. Al terminar el día, Karl y Frey eran unos montones de carne inanimados e insensibles, deformados, con un dolor desgarrador que atenazaba sus cuerpos, las caras contorsionadas, semejantes a gárgolas. Pero no habían hablado.
Pero, mientras todo aquello ocurría, Inga y María Kalova habían enterrado la última de las pinturas. Las habían metido en contenedores de metal impermeables envueltos en papel también impermeable. Luego, las sepultaron en una docena de lugares… el huerto, los macizos de flores, un pozo abandonado y lleno de grava.
Inga estaba segura de que jamás las encontrarían hasta después de la guerra.
Mientras las mujeres cubrían con tierra el último de los trabajos de los «Artistas de Terezin», Inga prorrumpió en llanto.
—¿Acaso sirve esto de algo, María? —le dijo—. ¿Qué sufran a causa de esas pinturas? ¿Por qué no se las entregamos a la SS?
—Karl cree en esas pinturas. Inga. Son verdades que el mundo habrá de conocer.
—Supongo que es así. Pero te aseguro que quisiera precipitarme a la oficina del comandante y decirle: «Aquí están, devuélvame a mi marido».
—Sé que él y Frey lo preferirán así.
—Espero que así sea. Espero que así sea.
Frey y mi hermano fueron golpeados durante cuatro días. El último día, Karl, con todos los labios cortados, llamó con voz ronca a Frey.
—Me han roto las manos. Todos los dedos. Los huesos partidos.
—A mí también —declaró Frey.
—Para que no podamos volver a pintar.
—Pronto acabarán con nosotros. Saben que no hablaremos. Se hartarán de las condenadas pinturas y se dedicarán a otra cosa.
—O nos matarán. A veces desearía que lo hiciesen.
—No, no, Weiss. Aguanta.
—¿Frey? ¿Me oyes? De chiquillo era un cobarde. He sido cobarde toda mi vida. El primer día que mi madre me llevó al colegio lloré. Tal vez ahora lo esté compensando.
—Lo estás compensando, Weiss. Vaya si lo compensas.
Hablaron de nuevo sobre Italia discutieron itinerario y decidieron que era obligatorio detenerse en Rávena.
Frey tuvo razón. Acabaron las palizas. Pero los mantuvieron aislados sin permitirles jamás volver al estudio.
DIARIO DE ERIK DORF.
Theresienstadt Abril de 1943.
Por fin, gracias a Dios, ha terminado ese ridículo asunto con un puñado de artistas judíos. Ninguno de ellos ha accedido a confesar. Acaso digan la verdad. Tal vez no existan otros dibujos y es posible que no tengan contacto alguno con el exterior.
Sea como fuere, he fracasado.
Eichmann sigue bromeando sobre el hecho de que a mi regreso a Berlín habré de enfrentarme con el «Gran Oso», Kaltenbrunner. Es una perspectiva que no me complace en absoluto y él lo sabe. Después de haber sido derrotado por tres miserables pintamonas judíos.
Pero estará ocupado en otras cosas y, por ello, tal vez salve el cuello. Los nuevos campos están superando, con mucho, los programas establecidos. Me han dicho que Hoess ha perfeccionado un sistema por el cual se puede acabar de una sola vez con dos mil quinientas personas; inmediatamente se procede a la cremación y enterramiento de las cenizas.
En Rusia ha fracasado la ofensiva más reciente… Los Aliados han conquistado todo el Norte de África, han invadido Sicilia y parece que empiezan a sugerir una próxima invasión de Europa.
Entretanto, nosotros obedecemos órdenes, cumplimos con nuestro deber para con el Führer y la Madre Patria, y nos consagramos a la solución final.
¿Creo realmente en ello o no? Debo hacerlo. Ahora ya no puedo detenerme, no puedo cambiar de idea o arrepentirme ni dudar de nuestro trabajo.
Pero no me siento contento con este viaje de regreso a Berlín. Incluso mis relaciones con Marta sufren debido a la tensión bajo la cual me veo obligado a trabajar.
De cualquier manera, en todos los casos me siento contento de volver a ver a los niños. Son buenos, leales y siempre están alegres. Quisiera poder decirles que estamos ganando la guerra.
RESCATANDO RESIDUOS
RELATO DE RUDI WEISS.
Ahora he de retroceder en mi relato de la suerte corrida por mis padres en Varsovia y referirme a su intervención en la deportación en masa de judíos desde aquella ciudad, así como desde todos los ghettos polacos, hasta los campos de exterminio.
En el verano de 1942, el comandante en jefe de la SS Hoefle, empezó a emitir las primeras órdenes al Judenrat. Debían presentarse seis mil judíos al día para su traslado al Este.
Entre los funcionarios a quienes notificaron dicha acción se encontraban mi padre, el tío Moses y el doctor Kohn.
—Pero ¿qué vamos a decirle a esa gente? —preguntó mi padre.
—La verdad —repuso Hoefle—. Que van a un campo familiar en Rusia. Un campo de trabajo. Aire fresco. Mejor comida. Padre e hijos podrán estar juntos. Es preferible a permanecer en este agujero apestoso en que han convertido a Varsovia.
Mi tío Moses adujo:
—Es posible que la gente se resista.
Hoefle rió sarcástico.
—Su gente jamás se ha resistido. Ustedes ignoran lo que es luchar. Y comprenderá que, desde el asesinato de Heydrich, no podemos mostrarnos tan generosos y amables como antes.
Mi padre hizo algunos cálculos.
—Pero al ritmo de seis mil personas por día el ghetto quedará vacio.
—¡Tonterías! —dijo Hoefle—. Queremos enjugar el exceso, hacerles a todos ustedes la vida más fácil.
—¿Y cómo se hará la selección? —preguntó el doctor Kohn.
—Eso es cosa de ustedes, no mía. Pero quiero seis mil y se pasará lista, nombre por nombre. Aquellos que no aparezcan serán sustituidos por gente detenida en las calles al azar —sonrió—. Incluso podríamos comenzar con algunos de ustedes.
Y de esa manera los trenes empezaron a salir de Varsovia. Era asombroso lo rápidamente que se vaciaba el ghetto. En sólo un mes habían sido enviadas al «Este» ciento ochenta mil personas. Pero la vida no era más fácil. Los alemanes habían suspendido todo comercio con el exterior; la comida era más escasa y aumentó el número de muertes por enfermedad y hambre.
Una noche de setiembre, el tío Moses esperó entre las vías oculto en una casamata para herramientas.
Llegó un tren procedente del «Este», que se detuvo con gran estruendo. Zalman, el líder del sindicato, deslizándose por debajo de un vagón de mercancías, se escurrió por el lateral y se reunió con Moses.
—¿Bueno? —preguntó Moses.